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Silent Hill 2 Remake
Lo mejor de los videojuegos está en lo que no importa

Lo mejor de los videojuegos está en lo que no importa

Por qué los detalles que marcan la diferencia en el ocio electrónico

Viernes, 20 de diciembre 2024, 12:27

Hay un instante mínimo, casi microscópico, en el que decidí dejar de correr tras la siguiente misión en un videojuego y paré en seco. Fue en uno de esos mundos abiertos donde la lógica dicta que debes moverte sin parar, recolectando objetos, cumpliendo objetivos, tachando cosas de una lista infinita. Sin embargo, esa vez me detuve por algo ínfimo: un gesto, un sonido, una mota de polvo virtual atrapada en un rayo de luz digital. No había logros ni recompensas, no sumaba puntos a la barra de experiencia ni avanzaba la trama. Era, en todos los sentidos prácticos, inútil. Pero en su inutilidad residía una verdad más poderosa que el milésimo dragón abatido o la enésima arma legendaria conseguida. Eran esos pequeños detalles, a menudo ignorados, los que, paradójicamente, sostenían el peso del mundo entero.

Vivimos en un tiempo donde el videojuego ha abrazado la mentalidad más perversa del productivismo capitalista: haz misiones, desbloquea, optimiza la ruta, maximiza el tiempo. Somos turistas exprés en un parque temático sin rótulos escritos en minúsculas. Y, sin embargo, cuando un desarrollador decide invertir horas de trabajo en la física de la nieve, en el vaivén casi imperceptible de una rama con el viento, o en la textura ligeramente irregular del suelo de madera en una posada olvidada del mapa, es ahí donde se desvela el verdadero corazón del juego.

Seguro que estás pensando en la nieve de Red Dead Redemption 2. Que la nieve ceda bajo el peso de Arthur Morgan no es sólo un logro técnico. Es un poema en blanco y un manifiesto estético. Es la declaración silenciosa de que el mundo está vivo, aunque no haya guión que lo pida. No necesitas esa nieve deformable para cumplir misiones: podrías atravesar el páramo nevado sobre una textura plana y nadie protestaría. ¿A quién le importa el grosor de la nieve? A casi nadie. Y, sin embargo, a alguien en Rockstar le importó. Alguien dedicó su vida laboral a refinar ese detalle con la certeza de que, en un momento dado, un jugador se quedaría fascinado, se agacharía ante la pantalla como si intentara acariciar ese copo digital y recordaría, muchos años después, la sensación concreta que aquella nimiedad le provocó.

Esta clase de minucias no sólo existen en superproducciones. En un indie diminuto, alguien ha animado el reflejo de la luna en una charca a mitad de un bosque. En un RPG clásico, el sonido sordo del menú al pasar de un ítem a otro es tan sutil como el roce de las páginas en un libro que no te pide permiso para fascinarte. Y en las primeras horas de Silent Hill 2 (el remake), el crujido de la puerta esconde más tensión que criaturas deformes gritando. Porque esos ruidos intrascendentes, esas animaciones que nadie reclamó, nos hacen creer en la textura del mundo. No es realismo per se, es verosimilitud poética, es alimentar la ilusión de que esa realidad existe más allá de nuestra interacción.

Red Dead Redemption 2

Hay un patrón: cuanto más insignificante el detalle, mayor su poder evocador. Es en las esquinas inútiles donde el juego se hace mundo. En Zelda: Breath of the Wild podrían haberse ahorrado la animación detallada de Link recogiendo una manzana, por ejemplo. Bastaba con un pop-up y listo, fruta al inventario. Pero no, vemos ese gesto mínimo, vemos la mano extendida, el cuerpo de Link adaptándose al terreno. Esa humildad en la ejecución nos dice «aquí nada es automático, cada cosa tiene peso». Y de pronto, la jugabilidad no es sólo un conjunto de acciones mecánicas; se vuelve física y humana. Cada ítem, cada brizna de hierba, empieza a acumular un valor emocional que va mucho más allá de su función en la aventura.

El asunto es que los videojuegos suelen lanzarnos un imperativo: sé eficaz. Explora, sí, pero con propósito, con GPS interno. Encuentra, completa, rellenarás un informe al final, como un asalariado del ocio. Sin embargo, estos detalles inútiles son resistencias silenciosas contra esa lógica. Te obligan a perder el tiempo, a no avanzar. Y perder el tiempo en un videojuego es un acto subversivo, una herejía frente al paradigma de la productividad jugable. Cuando decides dedicar 30 segundos a contemplar cómo un PNJ traslada una caja inútil desde un rincón a otro, sin razón ni recompensa, algo se libera dentro de ti. Dejas de ser el turista que revisa todo con prisas y te conviertes, por un instante, en habitante. Dejas de ser un jugador, para empezar a vivir ese mundo, aunque sea efímeramente.

Esto no es nuevo. El cine ya nos lo enseñó: Ridley Scott llenó Blade Runner de detalles sin relevancia argumental, objetos y carteles en segundo plano que nadie examina frame a frame (bueno, ahora sí, en la época de la Ultra Alta Defición y la pausa). Esos detalles no avanzan la trama, pero alimentan la atmósfera. En videojuegos ocurre lo mismo, con el matiz de que aquí no eres espectador pasivo. Habitas el decorado. Que The Witcher 3 tenga mercaderes en Novigrado gritando sus ofertas al aire, sabiendo que no escucharás más que un murmullo general, es un homenaje a la complejidad invisible. Cuando tú pases de largo, ellos seguirán allí, en teoría. Aunque sepas que son marionetas digitales, su presencia aporta densidad. El mundo no se construyó sólo para ti.

La magia de lo inútil es universal. En un shooter espacial podrías toparte con un panel de control cuyos botones parpadean sin razón. En un simulador de caminatas como Death Stranding, el barro no necesita tener distinta textura según la lluvia, pero la tiene, y esa capa extra de esfuerzo cambia cómo vives el viaje. O piensa en un plataformas minimalista donde la sombra de tu personaje se deforma al proyectarse sobre distintas superficies. No estás obligado a mirar esa sombra, nadie la va a premiar en los Game Awards, pero allí está, para recordarte que el mundo no es sólo un lienzo pintado con brocha gorda, sino una filigrana labrada con minuciosidad.

Death Stranding

La cuestión, entonces, es: ¿por qué estas minucias sin función nos conmueven tanto? Tal vez porque lo que buscamos en un videojuego, cuando nos despojamos de la capa productiva, es creer. No sólo creer en la fantasía épica o en la trama compleja, sino en la textura sensorial del lugar. Queremos sentir que las cosas existen porque sí, que el mundo no depende enteramente de nuestra acción. Una taza de café humeante en una mesa de Ghost of Tsushima que no podemos coger ni vender ni romper nos hace entender que en ese mundo hay gente que vive al margen de nuestra épica samurái. El café no es para el jugador, es para el mundo. Y eso es hermoso.

Claro, podría parecer un despilfarro de recursos. ¿Por qué un equipo de desarrollo, con plazos, crunch, inversores reclamando resultados, pierde tiempo en animar la espuma de una ola que rompe contra un acantilado en un rincón al que pocos jugadores llegarán? Porque esa espuma insignificante es un tributo a la autenticidad simulada. Da igual que nadie mire: la espuma está ahí, y sabiendo que podría ser ignorada, uno agradece su presencia silenciosa. Como el aplauso secreto a los desarrolladores que se niegan a reducir el mundo a una cadena de ítems y enemigos.

He recordado también la música del menú al guardar la partida en Final Fantasy VIII. Una tontería, un simple piano, un acorde, pero cargado de significado emocional. Guardar partida no es algo épico en sí mismo, pero esa melodía, esa pausa, ese pequeño respiro entre misiones, se convirtió en un ritual. Dejas constancia de tu avance, y el juego te lo agradece con un susurro sonoro. Ese hueco sin importancia se inscribe en tu memoria igual que las cinemáticas más espectaculares.

No hablo sólo de triple A: en un indie pixelado, cada movimiento de nuestro alter ego puede venir acompañado de un sutil efecto sonoro o una ligera inclinación del sprite. Detalles destinados a dar calidez al entorno. En Celeste, ese sonido mínimo cuando Madeline cae sobre una plataforma, un suspiro dulce y neutro, dice mucho más de la relación entre jugador y desafío que mil diálogos motivacionales. Es un detalle sin valor mecánico, pero potencia la intimidad con la jugabilidad. Te sientes más cerca de Madeline, sientes que cada salto es un acto que deja huella. No hace falta lograr algo «importante» para sentir que has vivido algo genuino.

Lo inútil se convierte así en esencia de la experiencia, en el pegamento invisible. Sin esos detalles sin función, los videojuegos serían conjuntos eficientes de tareas y metas. Perfectos, quizás, pero fríos. Como un decorado de teatro sin decoraciones superfluas. Pero el teatro más recordado es aquel en el que la escenografía sugiere más allá de cumplir con su cometido, en el que hay objetos en las esquinas que nunca entran en juego argumentalmente, pero te hacen creer en el espacio escénico.

The Legend of Zelda: Breath Of The Wild

Los videojuegos, al fin y al cabo, son espacios a medio camino entre el cine y la literatura interactiva, entre la escultura cinética y la pintura animada. Su grandeza no está sólo en las misiones principales ni en las mecánicas más pulidas, sino también en lo que se cuela entre ellas: ese hueco, ese silencio, ese gesto absurdo. La victoria absoluta no es completar el juego al 100%, sino salir con la certeza de haber habitado otro mundo. Y esa certeza la fabrican los detalles más prescindibles.

Imagina un mundo donde todo es útil y nada se desperdicia. Sería un infierno de eficacia y frialdad. En la vida real, admiramos un café en la esquina con una decoración absurda, una grieta en la pared, un graffiti sin autor. Esos detalles sin propósito práctico hacen la vida más rica, más auténtica. Los videojuegos que comprenden esta verdad se atreven a dedicar esfuerzo a cosas que no generan titulares ni marketing, pero que tejen su atmósfera desde lo sutil y lo invisible.

La próxima vez que estés en un mundo abierto, no corras siempre tras el siguiente marcador. Frena un momento. Observa la forma en que el viento sacude la tela de una tienda en el mercado. Escucha los pasos del personaje sobre la grava, ligeramente distintos a los de la madera. Mira esa lámpara innecesariamente detallada en la posada a la que no volverás nunca. Agradece esos gestos mínimos. En su silencio, en su no tener objetivo, nos recuerdan que el videojuego es también un lugar, no sólo un reto. Un lugar donde detenerse a respirar, aunque sea durante un segundo, y sentir que, por muy digital que sea, algo allí late sin pedirte nada a cambio.

Cuando termines ese juego, lo que recordarás no será sólo el último jefe ni la gran cinemática. Será la nieve cediendo bajo tus pies, la taza de café humeante, el sonido indefenso de una puerta al abrirse, la brisa en un acantilado que no exploraste más. Serán esas cosas diminutas las que, con el tiempo, se conviertan en el verdadero tesoro que el juego te dejó. Porque, al final, lo mejor de los videojuegos no está en lo que importa, sino en lo que no importa en absoluto.

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