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Praga, Montpellier, Busan, Hangzhou. Cuatro ciudades separadas por miles de kilómetros, sin una lengua común ni un canon compartido. Y, sin embargo, conectadas por una misma intuición: el futuro del videojuego no pasa por hacerlo más grande, pasa por hacerlo mejor con menos. Mientras las superproducciones tradicionales siguen atrapadas en presupuestos de nueve cifras, ciclos de seis años y campañas millonarias, un nuevo cinturón de juegos de «presupuesto medio» está empezando a demostrar que hay otra forma de sostener la ambición.
Kingdom Come: Deliverance 2 ha vendido tres millones de copias en tres meses, con un coste de desarrollo de 40 millones de euros y ayudas públicas del 25 %. Clair Obscur: Expedition 33, desde Francia, cubrió costes en una semana. Lies of P, fabricado en Corea del Sur logró siete millones de jugadores sin gastar una millonada en marketing. Black Myth: Wukong, el action-RPG de estética wuxia que ha fascinado a medio mundo, nació en un estudio independiente de Hangzhou con menos presupuesto del que muchos creían necesario para un proyecto tan colosal.
Los une la medida, no la modestia. Ninguno de estos juegos ha renunciado a la escala, al impacto visual o a la complejidad mecánica. Pero todos lo han hecho desde otra lógica: una combinación de motores compartidos, fiscalidad estratégica, estructuras más esbeltas y una voluntad común de no perder el control de lo que están contando. No es una excepción. No es un capricho europeo. Es un cambio de eje. Y ya está en marcha.
Cuando se observa de cerca, lo que parecía una serie de excepciones, empieza a dibujar un patrón. Cinco títulos recientes —cada uno nacido en un país distinto, con una cultura de desarrollo propia y una lógica de financiación específica— han conseguido lo mismo: rentabilizar un videojuego en tiempo récord sin depender de un presupuesto monstruoso.
En Chequia, Kingdom Come: Deliverance 2 ha costado 40 millones de euros. Subvención incluida, el gasto neto ronda los 30. Con un precio medio de venta de 60 euros y más de tres millones de copias vendidas en sus primeros tres meses, el retorno es sólido, incluso obsceno. En Francia, Clair Obscur: Expedition 33, desarrollado por un equipo de apenas 31 personas, habría costado unos 25 millones, reducidos a 17,5 tras aplicar el crédito fiscal. En solo una semana, ya había alcanzado el millón de unidades.
Cruzando el continente, en Corea del Sur, Lies of P se creó por entre 20 y 30 millones de dólares. No hay cifra oficial, pero los desarrolladores coreanos han citado que su presupuesto fue «menos de una sexta parte de un AAA occidental». Las ventas directas superan el millón, pero más de siete millones de jugadores lo han probado gracias a su llegada a Game Pass desde el primer día. En ese caso, el éxito no llegó tanto por volumen de copias como por visibilidad sostenida y presencia cultural. Y en China, Black Myth: Wukong, con una inversión estimada de 42 millones de dólares, ha generado más de 25 millones de copias vendidas sin necesitar tráilers renderizados en 8K ni eventos multimillonarios.
Distintos caminos, una misma conclusión: el videojuego de impacto ya no es monopolio de los grandes estudios, ni está necesariamente atado a una lógica de acumulación sin límite. El presupuesto medio ha dejado de ser una condena. Y empieza a ser, poco a poco, una ventaja competitiva.
En Europa, esta nueva lógica de producción ha encontrado terreno fértil, no tanto por una cultura de frugalidad, como por una infraestructura institucional que permite pensar distinto. Francia y Chequia, en particular, han desarrollado modelos fiscales que reducen el coste de producción de forma directa: deducciones de hasta el 30 % en el caso francés, devoluciones proporcionales a los beneficios futuros en el checo. El resultado no es solo una rebaja de costes, sino algo más profundo: una redistribución del riesgo que altera desde dentro las decisiones creativas.
Cuando parte del presupuesto está garantizado por el Estado —o al menos parcialmente amortiguado—, el margen de error deja de ser una amenaza y empieza a ser un espacio real para el diseño. No se trata de gastar menos, se trata de poder elegir sin miedo. El dinero no impone ni limita: acompaña.
Lo que une a Kingdom Come Deliverance 2 y a Clair Obscur: Expedition 33 no es un estilo ni una escuela, sino una forma de producir que prioriza el control sobre el exceso. Que permite tomar riesgos narrativos o formales sin hipotecar el estudio. Que sostiene lo raro sin disfrazarlo. Europa no ha inventado el AA moderno. Pero sí ha sido la primera en darle condiciones para crecer.
Si Europa ha construido el nuevo AA sobre una lógica de contención fiscal y diseño con medida, Corea del Sur ha llegado al mismo lugar desde el extremo opuesto: el de la estilización extrema, la acción afilada y la ejecución impecable. Pero lo que parece espectáculo también es eficiencia. Y lo que se presenta como «calidad AAA» no necesita ya de una estructura AAA.
Lies of P, el soulslike inspirado en Pinocho que irrumpió en 2023, es un ejemplo casi quirúrgico de lo que Corea ha aprendido a hacer: desarrollar con precisión, lanzar con elegancia, y escalar sin crecer en exceso. No hay cifra pública de su presupuesto,aunque ,as estimaciones más razonables lo sitúan entre 20 y 30 millones de dólares. En un mercado donde esa cifra apenas cubriría los gastos de marketing de una superproducción californiana, Lies of P construyó un juego robusto, con acabado técnico de alto nivel, y siete millones de jugadores globales gracias, en parte, a su lanzamiento en Game Pass desde el primer día.
Stellar Blade, por su parte, ha seguido una lógica parecida. Desarrollado por Shift Up con un presupuesto estimado inferior a los 50 millones de dólares, ha alcanzado los dos millones de copias vendidas a febrero de 2025. Su motor, su acabado gráfico y su dirección de combate nada tienen que envidiar a muchos de los grandes nombres del sector. Detrás hay una estructura afinada, un ecosistema de incentivos fiscales —el K-New Deal, que rebaja hasta un 25 % del gasto en I+D— y una filosofía productiva clara: hacer menos, pero hacerlo bien. Lo que está en juego aquí no es el estilo, sino el método. Corea no ha renunciado al «efecto guau». Solo ha encontrado una forma más afinada de construirlo.
China ha entrado con fuerza en el tablero del AA global, pero lo ha hecho jugando sus propias reglas. Allí, la lógica de «hacer más con menos» se combina con una política estatal que impulsa el desarrollo tecnológico, al tiempo que regula con firmeza los contenidos. El resultado es una paradoja: un ecosistema de producción potente, ambicioso y cada vez más internacional… pero sujeto a una serie de condiciones que modelan profundamente lo que se puede y no se puede contar.
Black Myth: Wukong, desarrollado por Game Science en Hangzhou, es la expresión más clara de este equilibrio inestable. El juego ha sido construido con un presupuesto estimado de 42 millones de dólares, lo que lo coloca por debajo de muchos proyectos occidentales. A cambio, ofrece un despliegue técnico deslumbrante: combate fluido, ambientación inspirada en la mitología china y una dirección artística que ha fascinado a audiencias globales. Su primer gameplay —13 minutos crudos, sin edulcorantes, lanzado en 2020— generó más de 150 millones de visualizaciones en redes. A día de hoy, el juego ha superado los 25 millones de copias vendidas a nivel mundial. Una cifra que no solo lo sitúa como uno de los títulos más exitosos del año, sino que confirma que el modelo de alto impacto con presupuesto medido ya no es una excepción: es una fórmula validada por el mercado.
Ese impacto fue posible gracias a una estructura híbrida: motor compartido (Unreal Engine 5), un equipo bien dimensionado, y un conjunto de incentivos estatales que, en China, pueden cubrir hasta el 75 % de los costes deducibles en I+D. Pero esa generosidad tiene letra pequeña. El contenido pasa por revisiones, las temáticas «sensibles» se ajustan, y la autorización de publicación puede depender de dinámicas ajenas al juego.
Aun así, lo conseguido por Black Myth no es menor. Ha demostrado que el videojuego chino ya no es solo una promesa local, sino un actor global con herramientas propias. Que puede alcanzar el estándar visual del AAA sin asumir sus mismos costes. Y que, incluso con restricciones, puede competir con propuestas nacidas en total libertad creativa.
Hace quince años, el videojuego indie irrumpió como una fuerza de disrupción. No solo por estética o tono, sino por una lógica económica completamente distinta: equipos pequeños, presupuestos mínimos y una relación directa con el público. Juegos como Braid, Super Meat Boy o Fez costaban entre 1 y 4 millones de dólares —ajustado a inflación— y, cuando funcionaban, multiplicaban su inversión varias veces en cuestión de meses.
Hoy, esa economía ha mutado. El coste del desarrollo se ha disparado —motores más complejos, expectativas visuales más altas, estándares de calidad más exigentes— y el umbral de entrada ya no es el de 2010. Pero la lógica sigue intacta. El nuevo AA global no nace del exceso, nace del ajuste. De saber qué se puede hacer con 25, 30 o 40 millones, y construir un proyecto que no necesite gustar a todo el mundo para ser viable.
KCD2 y Clair Obscur: Expedition 33 han recuperado su inversión en semanas. Lies of P ha rentabilizado su presupuesto gracias al boca‑oreja amplificado por su llegada a Game Pass. Black Myth: Wukong, con 25 millones de copias vendidas, ha convertido una inversión moderada en uno de los mayores éxitos globales del año pasado. El margen por unidad desarrollada es, en muchos casos, superior al de producciones que han costado cinco veces más.
No se trata de romantizar la escasez ni de convertir la frugalidad en virtud moral. Se trata de recordar que el videojuego, como cualquier otro artefacto cultural, necesita espacio para el error, para lo raro, para lo imprevisto. Y ese espacio no existe cuando el presupuesto condiciona cada píxel. El indie ya no puede costear ciertas ideas. El AAA, muchas veces, ya no puede permitírselas. En medio, el nuevo AA global ha encontrado una fórmula que devuelve a la industria un poco de su margen perdido.
Si el cinturón AA global se consolida —y los datos apuntan a que lo está haciendo—, las consecuencias van más allá de la anécdota o el éxito puntual. No estamos ante una moda estética, ni ante un fenómeno local. Lo que está en juego es una reconfiguración completa del mapa de riesgos y posibilidades. Y cada actor del ecosistema —del publisher al jugador— va a tener que tomar decisiones nuevas frente a este cambio.
Para los publishers, el mensaje es claro: ya no hace falta apostar 200 millones para encontrar impacto. Están surgiendo proyectos que, con estructuras más esbeltas, márgenes más saludables y resultados más rápidos, demuestran que el retorno puede ser más alto cuando el gasto está mejor medido. Ignorar este segmento ya no es conservadurismo: empieza a parecer torpeza.
Para los inversores, el cambio es aún más evidente. El mid-cap de nueva generación —proyectos entre los 20 y los 60 millones— ofrece márgenes y ventanas de retorno que muchos AAA ya no pueden garantizar. No hay crunch reputacional, no hay dependencia de lanzamientos navideños, no hay necesidad de crear un metaverso en cada entrega. Solo hay un producto bien diseñado, bien ejecutado, que funciona.
Para los jugadores, la consecuencia es más inmediata. Significa más espacio para lo raro, para lo denso, para lo que no se parece a nada. No porque lo alternativo se haya abaratado, sino porque ya no necesita escalar hasta deformarse. Pero también implica aceptar que el precio ya no es el del indie: los 60 € han llegado también a estas ligas.
Y para los desarrolladores, quizá lo más importante: una vía profesional viable fuera de los grandes hubs. Trabajar desde Praga, Busan o Hangzhou ya no es marginal. Puede ser el centro exacto de donde se está escribiendo el futuro del videojuego.
Durante demasiado tiempo, la industria ha confundido el crecimiento con dirección. Ha asumido que escalar era avanzar, que gastar más era sinónimo de ambición, y que lo espectacular era siempre lo deseable. Pero mientras los grandes siguen empujando hacia la hipertrofia, un nuevo mapa de desarrollo ha empezado a emerger desde los márgenes: menos presupuesto, equipos más contenidos, menos vértigo… y, sin embargo, más retorno, más identidad, más libertad creativa.
En Praga, Montpellier, Busan o Hangzhou, estudios están construyendo juegos con músculo, con alma, con voz. Y lo están haciendo sin tener que multiplicar por diez su plantilla ni disfrazar su propuesta detrás de campañas millonarias. No hay fórmula mágica. Solo estructuras ajustadas, herramientas compartidas, subsidios inteligentes y una nueva manera de mirar el riesgo.
El resultado no siempre es perfecto. A veces es torpe, otras desigual. Pero en medio de una industria cada vez más dependiente del hype, de los tráileres en 4K y de los calendarios corporativos, hay algo profundamente refrescante en estos proyectos que no piden permiso para existir. Que no buscan parecer grandes, sino ser sólidos.
Quizá no estamos ante el fin del AAA. Pero sí, ante el principio del descrédito automático de lo masivo. Cada vez más, los jugadores —y también los estudios— están entendiendo que la grandeza no siempre se mide en teraflops, en polígonos o en conferencias en Los Ángeles. Y que tal vez el futuro no venga con capa, ni con metraje cinematográfico… sino con una espada oxidada, una cámara fija, y un presupuesto que por fin tiene sentido.
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