
'Kingdom Come: Deliverance 2' y el arte de sobrevivir sin gloria
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Lo nuevo de Warhorse Studios ya está disponible para PC, PlayStation 5 y Xbox SeriesJugar a Kingdom Come: Deliverance 2 es como caer en un pozo de historia sin fondo. Al principio, te resistes. Pataleas. Buscas en vano un agarre familiar, una mecánica estándar que sirva de asidero. No la hay. La comodidad de lo conocido se disuelve en una simulación implacable donde la Edad Media no es una ambientación, más bien una condena. No somos héroes, sino cuerpos de carne que sangran y sufren, que tienen hambre y duermen mal, que son despreciados por los nobles y escupidos por la vida. Es un juego que no nos salva de nada. Y ahí radica su magia.
La primera entrega ya se había negado a embellecer el pasado. Nada de castillos relucientes ni caballeros de armadura pulida. Lo que había era tierra mojada, ropajes mugrientos y heridas infectadas. Esta secuela se aferra a esa identidad con uñas y dientes. Más grande, más cruel, más obstinada en su misión de sumergirnos en una época que no nos quiere aquí. Warhorse Studios no quiere que juguemos a ser medievales; quiere que nos sintamos extraños, incómodos, desplazados. Por ello encarnamos a un pobre diablo que teme cada enfrentamiento y se gana la vida con sudor y astucia.
Si algo deja claro el juego desde el primer momento es que nuestra voluntad importa poco. Henry de Skalice no es un héroe. No mueve el mundo con su presencia ni marca la historia con decisiones espectaculares. Es un superviviente, un pequeño engranaje atrapado en la maquinaria del siglo XV, un hombre que sabe que puede morir por la simple negligencia de no haber vendado bien una herida. El mundo sigue adelante sin él, y nosotros lo notamos. No hay urgencia por hacer misiones, nadie nos espera en el horizonte con un destino grandioso. La única certeza es que la vida es dura y la muerte es rápida.
En un medio obsesionado con el empoderamiento del jugador, Kingdom Come: Deliverance 2 se planta como un testamento de lo contrario: la fragilidad. Cada paso fuera del sendero es un riesgo. Cada pelea es una decisión con consecuencias. No hay una barra de vida que podamos rellenar con una poción mágica ni un atajo para mejorar nuestras habilidades. Se aprende con la práctica, con el ensayo y error, con la paciencia de quien sabe que todo aquí se paga con tiempo y esfuerzo. Leer ya no es un problema para Henry, pero convencer a alguien de que no nos abra la cabeza con una maza sigue siendo un arte que se perfecciona con golpes y fracasos.
El combate, lejos de ser una danza de precisión, es un forcejeo torpe y desesperado. Las espadas no cortan como si fueran luces de neón; chocan, se enganchan, rebotan contra armaduras pesadas. Enfrentarse a más de un enemigo es casi siempre un suicidio. Las batallas no son espectáculos gloriosos, sino brutales recordatorios de lo frágiles que somos. Cada golpe cuenta. Cada error se paga. Y cuando, tras un enfrentamiento agónico, nos quedamos de pie mientras el enemigo se desploma, la sensación más que de triunfo es de alivio. Estamos vivos. Por ahora.
Pero lo fascinante de Kingdom Come: Deliverance 2 es que la violencia no es el único camino. En un juego donde sobrevivir es un arte, la lengua puede ser tan afilada como la espada. La diplomacia es una herramienta que nos abre puertas y nos cierra tumbas. Podemos persuadir, engatusar, mentir. No hay caminos prefijados, solo un mundo que reacciona a lo que somos, a lo que decimos, a lo que hemos hecho. No siempre funciona. A veces las palabras fallan y toca correr, esconderse o morir. Pero cuando un conflicto se resuelve sin necesidad de desenvainar, el juego nos recuerda que la victoria no siempre es medible en cadáveres.
Este rechazo a lo convencional también se refleja en su diseño del mundo. Bohemia va más allá de mostrarnos un parque temático medieval lleno de actividades a cada esquina, al contrario, es un lugar que exige exploración y atención. No hay flechas luminosas señalando el siguiente objetivo. Los caminos son inciertos, los rumores a medio contar, las pistas confusas. Y ahí, en esa negativa a guiarnos de la mano, es donde el juego se convierte en algo más que una aventura: se vuelve una experiencia de inmersión total. Nos obliga a preguntar, a observar, a vivir en su mundo como un habitante más.
Pero esta dedicación al realismo tiene un precio. Hay momentos en los que la fidelidad histórica choca con la jugabilidad. La IA, a veces brillante, a veces ridícula, puede arruinar un plan perfecto con una reacción absurda. El sistema de guardado, tan implacable como el propio juego, puede convertirse en una fuente de frustración. Y la falta de concesiones mecánicas hará que muchos jugadores se sientan expulsados antes de poder entender el ritmo de la experiencia. No es un juego para todos. No pretende serlo. Y eso es, quizás, lo más admirable.
Kingdom Come: Deliverance 2 es una obra testaruda, sin compromisos, sin disculpas. Es un juego que nos obliga a ver el pasado sin filtros, a sentirnos incómodos en nuestra propia piel, a recordar que la historia no se escribe con gestas gloriosas, sino con vidas pequeñas, con derrotas cotidianas, con hombres y mujeres que solo querían llegar al día siguiente.
No somos dioses en este mundo. Apenas somos un nombre más, uno que quizás el tiempo también olvide. Y pocas cosas son tan fieles a la historia como eso.
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