El proyecto para jóvenes desfavorecidos de un genio que nunca olvidó su origen humilde
Frank Gehry reservó su corazón para los niños relegados por el sistema a los que le tocó con su arquitectura
Para el mundo, Frank Gehry era un genio de la arquitectura. Para Bilbao, el artíficie del milagro urbanístico que puso en el mapa mundial a ... una pequeña ciudad que, hasta su llegada, era una urbe gris y en decadencia. Para su entorno, un niño testarudo cuya genialidad radicaba en su esencia: seguía siendo el niño que a menudo asomaba al rostro con una risa juguetona, a medio camino entre la timidez y la travesura. Ese que conectaba con los niños y, especialmente, con los menos privilegiados, porque nunca olvidó sus orígenes humildes. Le unía a ellos las estrecheces de su propia infancia, cuando su familia se apretó el cinturón en un apartamento de Los Ángeles porque el médico les advirtió que su padre no sobreviviría otro invierno en Toronto. Conectaba con la inocencia creativa de los niños, que a él le permitió ondular el metal buscando el reflejo de la luz, y se había propuesto mantener viva la creatividad natural de antes de que la perdieran al crecer.
«Lo que quiero es traerles la oportunidad de ser creativos. Se me saltan las lágrimas cuando hablo de eso», confesó durante nuestra última entrevista en su estudio de Los Angeles. Y sí, efectivamente, le brillaron los ojos de anciano y se le arrugó más el rostro al esquivar las lágrimas.
Recordaba aquella escena mientras veía la selección de los edificios más dramáticos de Frank Gehry recorrer las portadas del mundo, porque ninguna recogía el que más le marcó en su última década de vida. Ni el que más vidas infantiles tocó.
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Lo terminó hace solo cuatro años, en plena pandemia, ya con 93 años. El Youth Orchestra Los Angeles (YOLA) se inauguró el 21 de octubre de 2021, en el castigado barrio de Inglewood, a menos de cinco kilómetros del aeropuerto. Se enamoró del proyecto del venezolano Gustavo Dudamel, director de la Filarmónica de Los Angeles, quien a su vez se inspiró en el programa de orquestas infantiles que transformó generaciones en Venezuela. No era un conservatorio elitista, pero Gehry les construyó un auditorio de lujo con lo que le dieron, un antiguo banco transformado en un Burger King.
«Como componer una sinfonía»
Le hizo un agujero al modesto presupuesto de 21 millones de dólares que acabarían siendo dos más. Pese a ello, Gehry no quería que los menores que se beneficiaran de ese programa social tuvieran menos medios que la propia Filarmónica que los enseñaba. Para ellos ya era un sueño tener un edificio propio en el que tocar. Quería darles el mejor. Era el mago que tocaba sus vidas y pretendía transformarlas. El que construyó en el barrio de Nueva Orleáns más arrasado por el huracán Katrina -el Lower Ninth Ward- un prototipo de casa sostenible a prueba de huracanes para una familia humilde que lo había perdido todo.
En YOLA, la Filarmónica de Los Ángeles ofrecía instrumentos y lecciones de alto nivel a niños de bajos ingresos, como herramienta de inclusión social, autoestima y cohesión comunitaria. Gehry le retó a llevar los conservatorios al corazón de esos barrios construyéndoles altruistamente el primero expresamente para esta causa. La música era su vínculo emocional más antiguo desde que la escuchaba con su madre en su Toronto natal. Un refugio en el que encontraba orden, en contrapunto con el entorno familiar. Le fluía como la arquitectura. Decía que diseñar un edificio era «como componer una sinfonía»: capas que entran y salen, tensiones, pausas, crescendos.
A diferencia de los arquitectos que usan la geometría o el dibujo como primera herramienta conceptual, Gehry pensaba en términos musicales. El ritmo era, para él, la repetición y variación a la vez. La polifonía, esos volúmenes que dialogaban como voces independientes. La improvisación, esa libertad controlada que a él le permitió abandonar los convencionalismos arquitectónicos para jugar con las piezas, como hacía con todo lo que encontraba de niño en la ferretería de su abuela. Y el crescendo, ese espectáculo visual con el que llevaba al espectador hasta un punto álgido.
YOLA, dijo el día de su inauguración, con la mascarilla en la mano, era «uno de los proyectos más significativos de su vida». Una filosofía emocional que iba mucho más allá de su compromiso social. Desde los años 70 se adentró en los colegios en búsqueda de la creatividad perdida, en un proyecto personal que seguía contando a los 90. «Los niños tienen una gran curiosidad de forma natural. Yo me preguntaba por qué de pronto se les acaba, así que me fui a los colegios del barrio y pasé algún tiempo en las clases de tercero y cuarto y hasta quinto grado para ver despacio qué es lo que iba cambiando y me encontré que ya no estaba cuando llegaban al sexto grado», observó. Y se propuso interceptar esa mutación antes de que fuese tarde.
La llave era su hermana, una maestra que le dejaba entrar en sus clases y llevar a cabo experimentos educativos. Descubrió que «cuando les llevas al aula un educador de arte o un artista, ocurre algo totalmente diferente: los niños se entusiasman». Y se convirtió en ese artista que les ofrecía una mirada fresca frente a la disciplina viciada de los adultos, una invitación a crecer sin dejar atrás la inocencia. «Los ponemos a construir ciudades», me contó. «Comienzo preguntándoles qué diez cosas quitarían y les pongo presión para construir una casa, un hospital, luego un aeropuerto y claro, tienen que empezar a quitar los árboles y echarlos en una caja que les ponemos al lado. Así que al final les preguntó: '¿No te gustan los árboles?' '¿Sí?' Pues entonces tienes que inventarte alguna otra forma de mantenerlos», les retaba.
Había en esa escena un factor añadido que reforzaba su determinación de intervenir en las injusticias del desequilibrio social americano: «Algunos de esos niños son de familias sin techo en Silicon Valley», compartió. «Van al colegio a una manzana de donde vive Zuckerberg».
Era una imagen a la que no podía asistir sin querer transformarla. Gehry no quería construir un museo en Bilbao, quería transformar la ciudad, conectarla y abrazarla con sus edificios, como quien abre un estuche gastado y saca un flamante violín con el que envuelve al mundo y se lleva a los niños de calle. Para ver la obra del genio habrá que visitar el Guggenheim, pero para entenderlo hay que sentarse en el anfiteatro de YOLA y entrar en comunión con la creatividad perdida al verlos tocar, como quien supo ser niño hasta el final de sus días.
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