Un político controvertido y hábil orador
Figura clave en la política vasca durante 30 años, atesora una biografía marcada por su controvertida personalidad
J. J. Corcuera
Viernes, 1 de marzo 2019, 01:07
Javier, el séptimo y último hijo de Felipe Arzalluz y Manuela Antia, vino al mundo en medio de una estruendosa tormenta. Era el 24 de ... agosto de 1932, un día en el que el cielo crujió sobre el País Vasco y en el que llovió tan torrencialmente que el río Urola se desbordó a su paso por Azkoitia. Xabier Arzalluz nació en el caserón 'Errezil', en el número 97 de la calle Mayor de esa localidad guipuzcoana.
Si se hubiera cumplido con él la tradición familiar de bautizar a los vástagos con el nombre del santo del día, se hubiese llamado Bartolomé, pero su tía Luisa consiguió que le bautizaran con el nombre del patrón de las misiones católicas, Francisco de Javier.
Su niñez no fue fácil. Su primera memoria data de julio de 1936, con la detención de su progenitor, un hombretón corpulento y con mucho carácter, conductor de autobuses y un «verdadero carlistón», según le definió su hijo en una ocasión. Pocos días después del levantamiento franquista, Felipe Arzalluz se caló la boina roja hasta las cejas, se echó el pistolón al cinto y llamó a un grupo de vecinos requetés. Armados hasta los dientes y al grito de «Abajo la República», «Mueran los traidores» y «Abajo el Gobierno vasco», se presentaron en el cuartel de la Guardia Civil de Azkoitia y convencieron al sargento y a la guarnición al completo para que se alzaran en armas contra la República.
Vivas al «ejército salvador»
Esa misma noche, milicianos procedentes de Alsasua y Zumarraga sitiaron la villa y detuvieron a los sublevados. Poco después, Azkoitia caería definitivamente en manos de las tropas del general Mola. El 20 de septiembre, los requetés del Tercio de Lácar con el teniente coronel Díez de Rivera al frente desfilan orgullosos con uniformes de gala por la calle Mayor de la localidad. Desde las aceras y balcones, una multitud, entre la que se encuentran la madre y la hermana de Arzalluz, daban vivas al «ejército salvador». Su padre Felipe era uno de los que portaban una pancarta en la que podía leerse: 'Viva el heroico Tercio de Lácar. Muera el separatismo'.
La llegada de los requetés y la victoria franquista no sacaron de la pobreza a la familia Arzalluz, aunque años después, el Régimen premió la entrega y el patriotismo del padre de familia con la concesión de un estanco, un privilegio sólo asequible en esas fechas a las viudas y huérfanos de la Guerra Civil. Felipe Arzalluz falleció a los 62 años, viendo cumplido uno de sus deseos: formar parte de la guardia de honor del general Francisco Franco.
Las órdenes religiosas eran una de las pocas salidas para que la prole de los Arzalluz-Antia pudiera recibir educación, y cinco de los siete hermanos ingresaron en ellas. Xabier entró a los diez años en el Seminario de Javier de la Compañía de Jesús, en Navarra. Era un chaval de pueblo, cuyo destino natural podía haber sido el de oficinista en una de las empresas del Urola. Medio olvidó el euskera aprendido en casa, mejoró su castellano y se inició en el latín, y cobró un cierto liderazgo entre sus compañeros, que veían en él a un «chico carismático».
Xabier Arzalluz nunca se vio como un intelectual. Según conocidos del líder nacionalista, era entonces y ha seguido siendo poco académico y desorganizado. Resolvía los problemas en el último minuto a golpe de inspiración o de suerte. Brillante en la oratoria y jugador de mus, el rey sin corona, el 'Papa' (como le llamaban algunos en su entorno político), el patriarca implacable, el «perro pastor de la casa del padre», como le definió el sociólogo Javier Elzo, el gran provocador, era un hombre de órdagos, que gozaba de gran predicamento entre sus compañeros.
Arzalluz tenía claro que no quería un futuro gris como profesor ni pasar el resto de sus días «confesando a beatas». Se rebeló y pidió al provincial de los jesuitas que le diera la oportunidad de estudiar una carrera civil. Se licenció en Derecho en Zaragoza. Allí descubrió algo esencial para el resto de su vida: «Vi que la gente castellana nos odiaba, nos separaba. Esto es lo que me trajo la conciencia de ser vasco, de ser diferente».
En una mina de cobre
A los 23 años, vivió su primer contacto con la realidad extramuros, cuando se apuntó al Servicio Universitario del Trabajo. Durante un verano fue enviado como peón a una mina de cobre de Riotinto, en Huelva, donde conoció la miseria y la humillación que sufrían los mineros andaluces. En 1984, en una entrevista concedida al programa 'El loco de la colina', relató lo que le dijo entonces a un ingeniero vasco: «Si yo supiera que tengo que pasarme la vida aquí, así, y que mis hijos no tuvieran más remedio que seguir toda su vida trabajando en estas condiciones, mi conclusión es que empezaría a poner bombas por todas partes, y la primera debajo de tu coche».
Regresó de nuevo a Oña, donde cursó el primer año de Teología. Pero no fue hasta que cumplió la treintena, cuando Xabier Arzalluz descubrió en Alemania el mundo y al hombre que quería ser. En 1962, la Compañía le envió a la Facultad de San Georgen, en Francfort, para finalizar los estudios de Teología. Llegó la ordenación sacerdotal y su primera misa en 1965, aunque su atención estaba en la política, en Euskadi, en la revolución, en la clase obrera y en sus primeros contactos con el sexo femenino. Participó en charlas, debates y programas radiofónicos con un estilo oratorio «de soflama, incendiario y muy contagioso», recuerda el abogado Joaquín Ruiz-Giménez, con el que coincidió durante sus años germánicos.
Durante los veranos de 1967 y 1968 envió numerosas crónicas, en calidad de corresponsal interino, a EL CORREO y a 'La Vanguardia', de Barcelona. En Alemania, sus compañeros le bautizaron como 'el Nazi'. El mote no era hiriente ni hacía referencia a ninguna simpatía por el nazismo, sino a su anticomunismo visceral, a su conservadurismo y, sobre todo, a la intransigencia y vehemencia con las que defendía sus opiniones.
La situación de los emigrantes españoles en Alemania, con los que mantuvo una importante dedicación pastoral, el nacimiento de ETA y el movimiento de resistencia surgido desde la Iglesia vasca contra la dictadura despertaron en él un profundo compromiso político y social con el País Vasco. Recuperó el euskera. El 'mesías' del PNV comenzó a declararse convencido de que los vascos estaban abocados a la independencia por cualquier método menos el de la violencia.
Aquel año, mientras Praga y París bullían, decidió que había llegado el momento de encauzar su impulso político. Viajó a Euskadi y se reunió durante varias horas con dirigentes de ETA. Los etarras llegaron a la conclusión de que Arzalluz estaba interesado en colaborar con la organización. Poco después, el 2 de agosto de 1968, se produjo el primer atentado mortal de la banda, el que acabó con el comisario Melitón Manzanas. Enemigo por principio de la violencia, decidió escribir una carta a Juan Ajuriagerra para pedir su entrada en el PNV.
También el año de la revolución hippy colgó los hábitos. En octubre se fue a Madrid y el catedrático Carlos Ollero, prestigioso constitucionalista, le acogió como profesor ayudante. No tenía un duro en el bolsillo y redondeaba sus ingresos traduciendo libros alemanes sobre marxismo para el fallecido editor Jesús Aguirre, más tarde esposo de la duquesa de Alba. Liaba cigarrillos con tabaco de pipa y gastaba poco en ropa. Fumaba como un descosido, y le costó mucho esfuerzo dejar el 'Winston', al que a veces quitaba el filtro para absorber más nicotina. Abandonó ese vicio a comienzos de los noventa.
En 1969, por desánimo personal y porque el PNV le reclamaba volvió a Bilbao, donde obtuvo un puesto de ayudante en la Facultad de Ciencias Económicas. Conoció a una alumna llamada Begoña Loroño, una chica de buena familia vinculada con el nacionalismo. El abogado del PNV Michel Unzueta le abrió después las puertas del bufete de José Sánchez y la Universidad de Deusto de los jesuitas le ofreció una plaza como profesor. La relación de Xabier y Begoña no fue fácil, porque no todo el mundo aceptaba con normalidad que un jesuita que acababa de dejar la vida religiosa tuviera novia.
Se casaron en 1971 y la pareja pasó en Praga su luna de miel. Una noche tuvieron que dormir en el metro porque no disponían de plaza de hotel. Del matrimonio nacieron tres hijos: Asier, Uxua y Begoña.
En Deusto impartió Derecho Político hasta el cambio de siglo. Era frecuente verle en sus primeros tiempos universitarios vestido con un kaiku azul y tocado, en ocasiones, con una txapela. Era la etapa en la que en Madrid se negociaba la Constitución. «Cuando venía a clase se subía a la tribuna y nos soltaba un mitin. Era ameno. Al final de curso sólo teníamos 16 folios de apuntes», cuenta un alumno.
Uno de los factores que más han pesado en la vida de Arzalluz ha sido su carencia de una cuadrilla. Su vida comenzó a girar en torno al partido. Nunca ocultó su aversión hacia la gran burguesía españolista de Neguri, quizá porque para él la auténtica 'clase alta' eran los viejos señores rurales discretos y tradicionales.
A su vuelta del viaje de novios se asoció con Javier Chalbaud y abrió un bufete en la calle Astarloa. Defendió a presos políticos, aunque la abogacía no fue lo suyo. Personas que trabajaron con él consideran que la política le preocupaba más que el ejercicio de la profesión.
Fue en este terreno donde descolló de inmediato. En 1972 ingresó en el Euzkadi buru batzar y se encaramó al lugar que más le cuadra: la tribuna del mitin. Su voz potente y su talento para improvisar frases redondas, el verbo tosco, campechano, huracanado, provocador e incendiario le convirtieron en el mascarón de proa del nacionalismo.
Respetado en Madrid
En las primeras elecciones generales fue diputado en Madrid. Algunas de sus intervenciones, como aquella en la que defendió la ley de amnistía -un discurso sin papeles- se encuentran entre las más brillantes de la legislatura. Desde aquel momento y durante muchos años, la figura y la palabra de Arzalluz eran muy respetadas por la práctica totalidad de la clase política en Madrid. Participó en los debates sobre la Constitución y el Estatuto vasco.
Extracto de un reportaje publicado el 17 de enero de 2004 en EL CORREO con motivo del relevo de Arzalluz al frente del PNV.
Quienes han pactado con él aseguran que su fuerte no ha sido nunca la negociación. «Sólo es imponente desde una tribuna, pero en el cara a cara se deja convencer. Siempre dejó que otros se enfrentaran por él, incluso con Carlos Garaikoetxea durante la escisión del partido», sostiene un antiguo colaborador.
El personaje que dirigió el nacionalismo vasco durante casi tres décadas se percató en Madrid de que el aparato del PNV ataba en corto a los diputados en el Congreso y a los demás cargos institucionales. El quería mandar. Aprendió la lección, y nunca más concurrió a unas elecciones. Prefirió permanecer al frente del partido, la llave más efectiva para controlar la política vasca.
En su última etapa al frente del partido, que finalizó en enero de 2004, había perdido protagonismo. «Ibarretxe le ha robado el púlpito y hasta la sacristía», aseguraba entonces un antiguo cargo del PNV. Algunos le profesaron apoyo y afecto hasta el final, pero fueron también legión los que se la tenían jurada en el partido: antiguos cargos internos e institucionales que se sintieron abandonados en la cuneta por Arzalluz. «Ha despreciado a mucha gente por el camino y ha generado muchos odios internos», sostenía un veterano militante.
El «rey sin corona», como una vez le llamó su viejo amigo el espía alemán Hans Joseph Horchen, abdicó a la fuerza, empujado por una nueva generación de burukides que aspiraba a tomar el poder en el PNV.
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