El diluvio que arrasó Bilbao en 1593
Una subida repentina de la ría a medianoche pilló desprevenido al vecindario, que vio cómo el agua arrastraba barcos y casas enteras por sus calles
El léxico bilbaino incluye una palabra propia para referirse a las inundaciones, 'aguaduchu', la «crecida de la ría rebasando las orillas», según definió Emiliano de ... Arriaga en su 'Lexicón etimológico, naturalista y popular del bilbaíno neto' (1896). El aguaduchu de 1593 fue de los más graves, hasta el punto de que quienes lo sufrieron se refirieron a él como «diluvio». Aquella riada arrasó la villa y se llevó una veintena de vidas.
Entonces Bilbao se reducía a las Siete Calles y su entorno inmediato, desde la Ribera hasta la altura del portal de Zamudio. La villa estaba cercada y, aunque ya había algunas casas extramuros, lo que ahora son las calles Bidebarrieta, Correo o la Plaza Nueva eran campos y huertas hasta el Arenal, que era eso, un arenal en la orilla de la ría. Bilbao ya se había consolidado como un puerto comercial de importancia a nivel europeo y contaba con unos 7.000 habitantes.
La mayoría dormía cuando las fuertes lluvias causaron una crecida repentina de la ría. Así lo recogió el impresor Pedro Cole de Ybarra en su detalladísima 'Relación del Diluvio o inundanción a los 22 de Septiembre de 1593 en la Villa de Viluao', impresa el mismo año, y en la que quiso reflejar «la grandeza de las cosas que por mis propios ojos vi», el efecto «maravilloso de la Justicia divina, que quiso se manifestasse en este día, en un pueblo de los más ricos de España, más vistoso en edificios y más abundante de todo lo que es posible imaginarse».
Aquel miércoles «se sintió que el río començó a crecer y salir de sus términos poco después de medianoche». La inundación fue súbita y pilló desprevenido a casi todo el vecindario, que no se dio cuenta de lo que ocurría hasta que el agua alcanzó los primeros pisos de las casas.
«Algunos se apercibieron y tomaron por remedio escapar las vidas, no reparando en que los demás pereciessen» en una noche que era la «más negra y oscura que se había visto este año». Los que lograron huir lo hicieron «descalços y dándoles el agua casi a la cintura, porque se ha de saber que la avenida fue tan repentina que cuando vieron el peligro ya estaban en él». Cuando amaneció y los vecinos «abrieron los ojos, y la luz dio lugar a que pudiessen ver, viéronse sin remedio».
La mayor furia de este «diluvio fue desde las siete de la mañana hasta las tres de la tarde, y como la creciente a estas horas se encontró con la marea que acertó a venir entonces, subió más el río». El agua empezó a arrastrar casas enteras, con sus habitantes dentro o encaramados en el tejado.
«Aquí fue Troya»
«De la otra parte de la puente llevó una calle entera que llaman Zurrutia, o Rentería, que quando cayó se tendió sobre el río, y venían los texados enteros». La acometida también se llevó por delante uno de los ojos del puente, así como muchos de los barcos que había amarrados a la altura de San Antón, y afectó a las casas de Contratación, que eran «muy galanas y vistosas», y las casas del Cabildo y Regimiento, donde, entre otras cosas, se guardaban armas y munición, «muchos arcabuzes y moxquetes». Todo ello se «lo llevó esta avenida, que no dexó sino algunas piedras amontonadas para poder dezir 'aquí fue Troya'».
Se sucedieron las tragedias. Los religiosos de San Agustín vieron pasar arrastrada por la riada a una mujer atrapada entre unos maderos que «yva dando lastimosas vozes» y por la que no pudieron hacer nada más que lanzarle «algunas palabras de esfuerço y consuelo». Hundida su casa, un tabernero llamado Machín se subió a un árbol con su mujer, dos niños y otro hombre. Ella, agotada, se dejó caer y murió ahogada. Cuando el agua derribó la casa de Francisco de Moxica, su hija Luysa «se fue sobre unas tablas con una niña de menos de un año, hija suya, en sus braços», una criada y dos de sus hermanos. Uno de los chicos, que sabía nadar, se tiró al agua pero no sobrevivió.
Los demás llegaron hasta Portugalete, «que son casi dos leguas», donde fueron rescatados. La joven atribuyó su supervivencia a que llevaba en la mano una cinta «del glorioso padre Sant Agustín» y a que el bebé tenía un «panecito de los del bienaventurado Sant Nicolás de Tolentino». «Quien no quisiere tener esto por milagro, licencia tiene, pero no para negar que sea milagrosa maravilla que en medio de un mar furioso puedan yr quatro personas en una tabla dos leguas» sin sufrir daño alguno, consideró el autor de la 'Relación'.
40.000 ducados
El municipio bilbaíno pidió al Rey la facultad de imponer sisa, impuesto que se cobraba sobre los géneros comestibles, por 40.000 ducados para destinarlos al reparo de los destrozos en muelles y otras obras públicas. Felipe II lo otorgó el 6 de noviembre con la condición de que no se aplicara «en el pan cocido».
Algunos de los barcos que rompieron amarras atravesaron las calles flotando y golpeando las casas. Una zabra «de sesenta toneladas», propiedad de Hernando de Lopategui, de Gorliz, «encaró con todas sus xarcias por Velaosticalle, que es una de las siete principales de la villa, y entró por encima de las murallas, y derrocó luego dos casas», se revolvió «con el remolino que se hazía», salió de la muralla y entró de nuevo por «Varrencalle, que es otra calle principal», causando numerosos destrozos y la muerte de una mujer.
Otro barco, una pinaza, también entró por Belostikale y alcanzó flotando el pórtico en construcción de la basílica de Santiago, aunque una viga que atravesó su casco evitó que chocara contra la iglesia. Al anochecer, aunque ya había «baxado notabilíssimamente el río», no fiándose de la estabilidad de sus casas, casi 3.000 personas se refugiaron en la «yglesia de Vegoña, trocando de buena gana la cama blanda por el suelo duro».
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