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Resulta casi inconcebible que tan pocos vehículos atropellasen a tanta gente. En el Bilbao de 1925 había, según el Boletín de Estadística del Ayuntamiento, unos ... 700 automóviles particulares, otros 200 de punto o alquiler y casi 600 camiones que prestaban servicio a industrias. No parece gran cosa, pero los periódicos traían todos los días noticias de atropellos, muchas veces con resultados trágicos: los coches a motor se llevaban por delante a niños y ancianos, sobre todo, pero también a peatones adultos y a muchos ciclistas, que entonces –como ahora– estaban en boga. En las calles de la villa reinaba a menudo el caos, una bulliciosa confusión de automóviles, carros, caballerías, carretas de bueyes, bicicletas y, cómo no, transeúntes que invadían sin pensar las calzadas. Y, fuera de la ciudad, los 'chauffeurs', como se seguía escribiendo a menudo, le daban alegría al acelerador y acababan embistiendo a aldeanos desprevenidos o a chiquillos de pueblo que jugaban delante de sus casas.
Hace justo un siglo, las autoridades estaban hartas ya de toda esta siniestralidad cotidiana. Lo cierto es que el mes de marzo de 1925 se mostró particularmente dramático: no hay más que revisar la hemeroteca, y eso que siempre hay víctimas mortales que escapan a ese escrutinio, porque fallecían al cabo de unos días y los diarios no llegaban a reflejarlo. Un camión mató en la calle Zabala al niño de 3 años José López, que cruzó la calle porque le había llamado su madre. En Galdakao, el autocar de Markina, conducido por un joven de 18 años, se llevó por delante a un grupo de chavales y dos de ellos –Margarita Meabe, de 8 años, y Justo Iráculis, de 13– no sobrevivieron. En Santurtzi murió otra niña, Josefa Ibáñez, de 11 años, arrollada también por un camión. Y, en un suceso similar, otro vehículo de transporte arrolló en Atxuri a María Josefina Ibáñez, de 6 años, cuando salía de la escuela, y sumó su nombre a esta terrible lista de víctimas. Fue, precisamente, este último suceso el que colmó la paciencia del gobernador civil, César Ballarín, que «expresó su propósito de ordenar que todos los chófers sean sometidos a un examen de suficiencia de aptitudes, para hacer el correspondiente expurgo y evitar la continuidad alarmantísima de tan sangrientos hechos».
La Administración endurecía en aquella época el control sobre los conductores. El gobernador aplicó estrictamente la normativa y prohibió que los menores de 23 años manejasen automóviles de servicio público, lo que provocó la protesta de una veintena de afectados. «Los coches de servicio público, que no cesan de circular por las calles, no son causantes de ningún atropello de los que han motivado las enérgicas órdenes del gobernador», protestaban en vano los muchachos, a los que 'El Noticiero Bilbaíno' presentaba como «sostén de sus padres». Además, Ballarín retiró el carné a particulares como Felipe Landajeta, por haber atropellado a una joven en Amorebieta, o Julián Lecumberri, a causa de una maniobra peligrosa, y los obligó a volver a examinarse. Su celo abarcaba desde las revisiones mecánicas hasta detalles menos trascendentes, como las salpicaduras de barro a los transeúntes, que le llevaron a proclamarse «dispuesto a corregir con energía los abusos de los conductores de autos en días de lluvia».
El Automóvil Club de Vizcaya se convirtió en el portavoz más visible de la minoría motorizada, a través de una entrevista con el gobernador y un escrito que 'El Noticiero' publicó en portada. Por supuesto, empezaban deplorando «las recientes y lamentables desgracias» y dejando claro que les parecían «dignas de todo elogio las medidas represivas adoptadas contra los conductores responsables». Pero el núcleo de su argumentación era una crítica razonada de las peligrosas costumbres... de los peatones. «Es vergonzoso el espectáculo que a diario ofrecen los niños y muchachos (...) colgándose a la zaga de toda clase de vehículos, formando grupos que juegan con completo olvido de todo peligro, en medio del arroyo y sin atender, como en muchas ocasiones hemos presenciado, los repetidos avisos de los conductores. El uso de las aceras es para ellos cosa desconocida». Aquí algunos lectores de nuestros días quizá precisen la aclaración de que el 'arroyo' es la parte de la calle por donde corren las aguas y, por extensión, la calzada en general. La asociación reprochaba también que algunas calles se convirtiesen en «paseos donde los transeúntes circulan a su antojo», y destacaba que «en ciertos pueblos se forman, especialmente los domingos, grupos compactos de gente que dificultan extraordinariamente la circulación», así como «bailes en plena carretera».
«Estos hechos, a poca velocidad que lleven los automóviles, tienen forzosamente que originar desgracias –concluían–. Sin la paciencia y las precauciones excesivas de los conductores de automóviles, en particular los de turismo, a diario se producirían accidentes». Por ello, reclamaban una «acción educadora con sanciones proporcionadas hasta lograr que cada ciudadano utilice las calles y carreteras como vías de comunicación y no como lugares de distracción». ¿Acaso no parece que estuviesen vislumbrando el futuro?
El Ayuntamiento de Bilbao aprobó a comienzos de 1925 su reglamento general de circulación, con preceptos como que los vehículos debían transitar por la derecha, que los que llevaban marcha rápida tenían que mantenerse «a cierta distancia de la acera» o que en las calles del Casco Viejo se iba a establecer un sentido único, marcado con flechas y señales en las esquinas.
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