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Hagamos un viaje por la historia del automóvil en Bizkaia, con paradas en unas cuantas efemérides y momentos interesantes. Empezamos el recorrido bien abrigados, a bordo de un elegante carruaje descubierto que se conduce con una palanca, y lo terminaremos cómodamente sentados en un 'azulito' ... que nos permite apearnos cuando deseemos. Eso sí, en todo el itinerario estaremos bien guiados: Miguel Martín Zurimendi –médico de profesión, apasionado de los coches y autor del libro de referencia 'El automóvil en Vizcaya'– será nuestro seguro chófer a través de datos y anécdotas.
No es fácil determinar cuándo apareció el primer automóvil en Bizkaia, pero, en agosto de 1896, 'El Noticiero Bilbaíno' anunció que la aduana de Irún había despachado «un elegante carruaje familiar de cuatro asientos» con motor a gasolina para el señor Careaga. «El movimiento del vehículo es bueno y el conjunto de la construcción lujoso», elogiaba el diario. Aquellos propietarios pioneros, que dejaban el aparatoso manejo en manos de un chófer, se enfrentaron a la costumbre popular de apedrear automóviles. «A nuestros bisabuelos les preocupaban su gran estruendo y sus velocidades desmesuradas, más rápidas que un caballo. Causaban pavor y ahuyentaban a las bestias», apunta Martín Zurimendi. A veces también solían cruzarles cables en la carretera. Hay que tener en cuenta que los primeros automovilistas (con su atuendo de «botas altas de cuero, guantes de gamuza, gorra, gafas o antiparras e incluso tapabarbas») eran invariablemente ricos, mucho más que quienes les veían pasar en sus ingenios mecánicos, tan chocantes para ellos como naves espaciales.
Los primeros automóviles no llevaban matrícula, pero España fue el primer país de Europa en establecer un sistema correlativo por provincias. Bizkaia lo estrenó en enero de 1902 con el BI-1, de la marca francesa Delahaye, que entonces era una de las más activas del continente. Pertenecía a Salustiano de Mogrovejo, hermano del escultor Nemesio y director del Orfeón Bilbaíno. Llevaba como chófer al ciclista Tomás Muñecas, pero el propio Salustiano se sacó también el permiso de conducir. En 1902 se matricularon otros tres coches en Bizkaia: un Boyer y dos Panhard. Martín Zurimendi, por cierto, forma parte de un activo grupo de apasionados de las matrículas, que no solo las estudian en registros sino que las van rastreando por calles y carreteras: buscan, por ejemplo, la más próxima posible a BI-9894-CV, que fue la última matrícula con el código clásico de indicativo de provincia, cuatro cifras y dos letras. ¿Se han acercado mucho en la caza? «Estamos a siete números».
El BI-16, matriculado en 1905, fue el primer automóvil fabricado en Bizkaia, en los talleres de La Maquinaria Bilbaína, en Deusto. Lo bautizaron Ardiurme y era un coche sencillo, robusto y... ¡eléctrico! «A principios de siglo no estaba claro cuál iba a ser la motorización. Estaba más desarrollada la electricidad que el motor de nafta, como se llamaba a la gasolina. El coche eléctrico no necesitaba grandes complejidades mecánicas y el Ardiurme incluso superó la prueba de subir Zabalbide, con su pendiente del 14,5%. Los eléctricos alcanzaron autonomías sorprendentes, de 50 o 60 kilómetros, y eran silenciosos». ¿Se libraban entonces del apedreamiento? «No, porque tenían fama de ser endiablados, de estar embrujados». El BI-21, por ejemplo, también era eléctrico, de fabricación francesa. «Las matrículas en Bizkaia fueron subiendo bastante rápido. Las mejores carreteras del Estado eran las preservadas por las diputaciones vascas. Había una red densa con buenos firmes: eran de macadam, terreno pisado de piedra. Superamos en matriculaciones a Madrid y Barcelona hasta 1915».
En 1930, Bilbao había superado los 150.000 habitantes y las matrículas iban ya por la BI-8995, aunque también tenían su base en la villa 675 vehículos con placas extranjeras. La Guerra Civil, que lo trastocó todo, impactó de lleno sobre el universo automovilístico. Empresas como Euskalduna, Altos Hornos o Talleres Ormazabal se dedicaron a blindar camiones. La Naval fabricó unos pequeños tanques, los Trubia-Naval, que eran casi inhabitables y, en su primer desfile, obligaron a los conductores a apearse varias veces para arrancarlos a manivela. El conflicto arrasó la red viaria y el parque automovilístico tardó más de veinte años en recuperar el pulso: Martín Zurimendi guarda en su archivo una foto del puente de El Arenal casi vacío, en contraste con el hormigueo prebélico. Los dueños de vehículos requisados tenían que acudir a bases de recuperación, donde se amontonaban restos a menudo irrecuperables. A falta de chapa, se recurría a reciclar bidones. A partir de 1940, las restricciones de gasolina obligaron a incorporar a los vehículos una estufa alimentada con leña o carbón, el gasógeno, que suponía una gran pérdida de potencia pero mantenía el coche en marcha. Y aún en plena posguerra, en 1948, José Estancona Acha inició en Durango la producción artesanal de turismos y furgonetas: su primer intento, con el que subió sin problemas el puerto de Urkiola, le animó a emprender la fabricación en serie, pero las presiones de multinacionales dieron al traste con su iniciativa.
La escasez obligó a recuperar la tracción 'animal'. En 1941, el cántabro Fernando Luciarte ideó el Autopedal, en el que les tocaba pedalear tanto al conductor como al acompañante: completó el trayecto de Santander a Bilbao en diez horas y logró subir, aunque a duras penas, la cuesta de Santo Domingo. Fabricaron unos dos mil y vendieron quinientos. El podólogo bilbaíno Leopoldo Fernández Pinedo construyó un coche ligero que podía funcionar a pedales o con un pequeño motor, pero acabó regalando sus cuatro o cinco unidades. Más éxito tuvieron los microcoches –estos sí, motorizados– de los 50. Construcciones Acorazadas, firma de Zorrozaurre dedicada a las cajas de caudales, empezó a fabricar en 1953 el rechonchito Triver, con dos ruedas convencionales delante y una doble, centrada, detrás: «Los baches los cogías todos», sonríe Martín Zurimendi. En Galdakao, Ceplástica facturaba una carrocería de fiberglás para el popular Biscúter. Y Munguía Industrial, en sus fábricas de Mungia y Bilbao, produjo desde 1962 el Goggomobil alemán. Se hicieron seis mil: era una aventura viable abortada por el régimen, que impuso un precio de venta superior al previsto y frustró así la competencia con los 'seiscientos'. ¿Qué desventajas tenía el Goggo? «Es un motor de dos tiempos, mete más ruido, echa humo...», repasa Martín Zurimendi, que habla en presente porque posee tres de estos simpáticos vehículos.
Los 60 y 70, con la normalización económica, trajeron un notable desarrollo de los servicios públicos de transporte de pasajeros. De las 200 licencias de taxi de 1955 se saltó a las 600 de mediados de la década siguiente: había macrotaxis, como los clásicos Seat 1.500, pintados de negro, y también microtaxis, grises, de tarifa reducida y, por supuesto, más pequeños, con modelos como Seat 800 o Renault 4-4. Los trolebuses circulaban por Bilbao desde 1940, pero en 1963 debutaron los colosos ingleses de dos pisos, londinenses de verdad, porque se trataba de material usado traído de la capital británica. Habría que citar también los 'gusanitos' articulados que reforzaban las líneas de autobús más concurridas. Pero la nostalgia castiza suele viajar en los 'azulitos', los microbuses, que con los años fueron ganando tamaño y en su momento recibieron también el apodo de 'cielitos', porque solo entraban los justos: «Fueron algo muy bilbaíno. El viaje era más caro que en el trolebús: solo podías ir sentado y tenían parada a demanda, dentro de su línea», evoca Martín Zurimendi. Pues nada, aquí mismo nos bajamos.
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