Ascensión y caída del joven Capiñarri, un bilbaíno «muy popularísimo»
Ángel pasó a la historia anecdótica de la villa por su travesura de volar agarrado a las cuerdas de un globo aerostático, pero también su muerte en Marruecos fue noticia
Del bilbaíno Ángel Lejona, a quien todos llamaban Capiñarri, llegó a decir algún periódico que era «muy popularísimo», como si un solo superlativo no bastase ... para reflejar acertadamente las características del personaje. Su obituario incluía una semblanza en siete líneas que parece sacada de una novela: «Era un joven audaz y cometió infinitas travesuras, que le llevaron unas ocasiones a la cárcel y otras al hospital. Antes de sentar plaza, fue actor, gimnasta, picador de toros, murguista, mozo de café, y desempeñó otras muchas profesiones sin tomar apego a ninguna», se leyó no solo aquí, sino también en diarios como 'La Correspondencia de Valencia'.
Ángel heredó el apodo de su padre, un contratista de carros que había reunido un interesante capital transportando a los muelles el hierro de la mina Malaespera. Lo que no heredó, eso está claro, fue la buena cabeza para los negocios: al Capiñarri joven parecía espantarle la vida convencional, de modo que su biografía (o, al menos, esos fragmentos que han preservado las hemerotecas) acabó siendo un muestrario de inesperados lances, empresas y aventuras, en el que conviven lo cómico y lo trágico, lo ilegal y lo heroico. Podemos encontrar su nombre, siempre puntualizado por su mote, en las crónicas de sucesos de principios del siglo XX, como implicado en estafas y peleas, pero también está ahí, en noviembre de 1902, rescatando a un muchacho llamado Arsenio que se había caído a la ría a la altura del Arriaga mientras reparaba una chalana. Si no llega a ser por la decidida actuación de Ángel, que acabó con varias contusiones en las rodillas, el chico habría «perecido ahogado», dejaba claro 'El Noticiero Bilbaíno'.
Y, por supuesto, también nos topamos con él en los carteles de aquella etapa suya como picador, a partir de su debut en abril de 1902. Por ejemplo, en la desastrosa corrida celebrada en Vista Alegre en octubre de aquel año, con los matadores Chico de Begoña, El Confitero, Martinito y Mayorito. De aquella tarde escribió en 'El Noticiero' el crítico Angelillo que constituyó una «debacle taurina», que el público la presenció con «constante hilaridad» y que se hacía imposible decir cuál de los espadas «lo hizo peor», pero al menos los picadores estuvieron «muy decididos».
La hazaña que introdujo definitivamente a Capiñarri en la memoria colectiva de los bilbaínos también tuvo el coso como escenario, pero no guardaba relación con la tauromaquia. En septiembre de 1904 se celebró allí un gran espectáculo de variedades que, según el anuncio, reunía a «las notabilidades de los principales circos de Europa y América» y tenía como plato fuerte el vuelo del globo La France, tripulado por el capitán Echevarría. Era un espectáculo que siempre fascinaba, pero aquel despegue se volvió inolvidable: agarrado a las cuerdas había un pasajero sin invitación (un espontáneo, podríamos decir) que saludaba con la boina.
«Era Capiñarri, cuyas travesuras no pudieron dominar ni los castigos de su padre, el viejo y popular cochero, ni el régimen disciplinario de la Casa de Misericordia, donde estuvo recluido. Capiñarri había penetrado en el ruedo entre las cuadrillas de mozalbetes que acarreaban los sarmientos para la humareda con que se hinchaba el globo y, cuando el capitán, después de la ritual pregunta de atención '¿estáis preparados?', ordenó imperioso '¡suelten todos!', se cogió a una cuerda y... ¡hala hacia arriba!», recoge una versión publicada en 'El Liberal'. Al capitán no le hizo mucha gracia el saleroso polizón y le echó una buena bronca.
Vino peleón, chilabas y dinamita
«Fue la tarde de más gloria para el inolvidable 'Capi'. ¡Qué de agasajos, apretones de manos y felicitaciones recibió», evocó años después en 'El Avisador Numantino' su amigo Leoncio Montejo, que retrataba así al bilbaíno: «Era, sin disputa alguna, el hombre de más corazón del mundo, orgullo de sus camaradas de juergas (...). En todas las tascas tenía pagado, por algún ídolo de Baco, cuanto peleón tuviese el honor de beber el 'sportman' por naturaleza». Aquel perfil también repasaba los años posteriores: cómo Capiñarri se marchó de Bilbao «para servir al rey» y acabó desertando de su regimiento en el norte de África, donde le esperaba una dramática muerte.
Lejona, que cumplía castigo en la Brigada Disciplinaria, se evadió en julio de 1908 y se marchó a Zeluán, donde solía vestir con chilaba. De alguna manera entró en contacto con otro personaje singular: El Rogui, una de las figuras más poderosas en aquel Marruecos sacudido por tensiones crecientes, que contrató al bilbaíno y a un compañero suyo «de armas y fatigas» como pintores finos, para que decorasen algunas salas de su palacio. Después, Capiñarri entró a trabajar para la compañía Minas del Rif, de guarda en la estación de Nador. En octubre de 1908, le encargaron que enviase a Melilla la dinamita almacenada en las instalaciones.
«Contrató dos acémilas. Al apercibirse los indígenas propietarios de las caballerías de lo que se trataba, intentaron robar el explosivo. Lejona se opuso y entonces uno de los moros le dio con su fusil varios culatazos en el pecho», recogió 'El Telegrama del Rif'. Falleció días después.
Una leyenda local
En Bilbao, el recuerdo de la diablura del globo tardó en disiparse. En 1916, 'El Liberal' evocaba a «aquel ejemplar magnífico que en el mundo de las aventuras llevó con orgullo el nombre glorioso de Capiñarri». En 1928 lo citaban para argumentar que «Bilbao puede ufanarse de haber sido cuna del primer polizón aéreo». Yaún en 1934 lo mencionaba 'El Noticiero'.
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