
Los últimos fuegos de 'Dragon Age: The Veilguard'
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La saga de Bioware retumba con dioses en fuga, islas imposibles y exceso de brilli-brilli, mientras las voces de tus compañeros recuerdan que la humanidad no se ha esfumado del todoSecciones
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La saga de Bioware retumba con dioses en fuga, islas imposibles y exceso de brilli-brilli, mientras las voces de tus compañeros recuerdan que la humanidad no se ha esfumado del todoPor un momento imagina que Bioware, tras diez años de bruñir la armadura de su propia leyenda, decide asaltar la fortaleza a mediodía, con las banderas de Thedas ondeando con un ímpetu tan estridente que casi huele a arrogancia. Esa es la imagen que, en mi cabeza, define la llegada de 'Dragon Age: The Veilguard': un guiño tan descarado a la necesidad de reafirmarse, de justificar su propio linaje épico, que uno podría pensar en el último western crepuscular de un estudio que sabe que la cámara, tarde o temprano, se apartará de su ranchito y apuntará a otra parte.
The Veilguard no se anda con sutilezas. Como aquel corredor que lo da todo en la última vuelta, sudando a mares y empapando su prestigio con el riesgo de una mala caída, el juego es un equivalente digital a la desesperada pirueta final de un mago que sabe que el público se impacienta. Podría haber optado por el continuismo grácil, la epopeya silenciosa con aires de herencia medieval, de intrigas políticas y tensiones raciales: eso que en Origins nos hacía sentir ante un tablero de ajedrez con sabor a sangre y mugre. Pero aquí no, aquí se apuesta por el petardo supersónico. Al coger el mando te topas con un reino que, más que en las grietas sociales, se regodea en dioses escapados del más allá, facciones en guerra cósmica y cataclismos que huelen al exceso de un pastelero volcando todos los toppings de la confitería sobre el merengue.
El resultado es un Dragon Age al que, por llamar la atención, no le importa rozar la excentricidad. Si 'Mass Effect 2 fue la 'Misión Suicida' espacial, The Veilguard quiere ser esa maniobra suicida en clave de fantasía desbocada. La metonimia de la urgencia, el 'ahora o nunca' de una saga que se enfrenta a su propia relevancia. En un panorama abarrotado de JRPGs hipercinéticos, CRPGs renacidos a golpe de nostalgia isométrica y juegos que quitan el hipo a base de pixel gordo y carisma indiedev, esta superproducción parece decir: 'He tardado demasiado y ahora debo compensar. Preparad la vista, porque aquí va la traca final'.
La parte irónica es que, en esa pirotecnia, The Veilguard no olvida del todo su ADN. Al fondo, si nos tapamos los oídos ante tanta explosión, se oyen las voces de los compañeros: un elenco que, sin ser la cumbre de la franquicia, conserva ese aroma a grupo de inadaptados por el que Bioware tuvo antaño un máster honorífico. Mientras la historia principal se va enredando en demonios, monolitos flotantes, rituales que harían sonrojar al Lovecraft más febril y dioses que no se molestan en pasar desapercibidos, los camaradas y sus pequeñas cruzadas personales anclan el conjunto a lo humano. Esta es la dialéctica del juego: delante el gran espectáculo, detrás la ropa tendida y las lágrimas contenidas.
A nivel mecánico, otro salto al vacío: el rol táctico de antaño se cede al muslo de la acción directa. Mientras Origins coqueteaba con la ceremonia del click pausado y la estrategia académica, The Veilguard se lanza sin pudor a la danza de espadas, esquivas, parries, destellos visuales que tiñen la pantalla como si estuviéramos en una rave neopagana. Es la fiesta de la inmediatez. Se diría que el juego, más que invitarnos a rumiar, nos reta a engullir la acción cual speedrunner emocional. Y en parte funciona: el combate es vibrante, responde con precisión, abruma en su primer acto y, por unos buenos ratos, logra la proeza de entretener sin quemar. El problema es que, con el tiempo, esta salsa picante repite: la dificultad incrementa a base de multiplicar rivales y dureza, no de ingenio. Llega un momento en que, en lugar de mayor sofisticación, te dan más huesos para roer y eso, tarde o temprano, cansa el paladar.
El corazón narrativo es también más básico, más de trazo grueso. Donde la saga antaño dejaba hueco para dilemas incómodos, pequeños choques éticos, ahora sus odres están tan llenos de lava mística que cuesta encontrar un matiz gris. Lo demoníaco arrasa con la sutileza, igual que un elefante en la campiña inglesa. Es probable que Bioware haya decidido que, a estas alturas, el público sepa a lo que viene. ¿Quién necesita la fina filigrana moral cuando puedes tener una isla flotante con runas incandescentes y un dragón con caries en uno de sus colmillos ancestrales? Pues cierto sector del público, para qué negarlo. Ese sector que añora la crudeza política, la aspereza de lo humano. Ellos encontrarán en The Veilguard un mural de fuegos artificiales demasiado estridente.
Pero el juego se lo juega todo a la carta del 'ya que estamos aquí, demos lo máximo'. Y ese 'máximo' incluye una potencia visual brutal: la iluminación perfila templos subterráneos con el nervio de un grabador minucioso, las ciudades no se limitan a ser telones de fondo, sino horizontes complejos con alturas, atajos y secretos. Hay un diseño de niveles que sorprende, un refinamiento que no esperabas, y que sin duda bebe de esas lecciones aprendidas tras el fiasco 'Anthem', tras lustros de ensayo-error. The Veilguard es también un canto a la exploración, un dejarte suelto en escenarios que no son meros pasillos. Este es, sin duda, uno de sus mejores logros: no se conforma con el relleno open world genérico; apuesta por algo más orgánico, más cerca de un Metroidvanismo suave y menos de la turistada Ubisoft.
El resultado final, ya digo, es un espejismo curioso. Como una cinta de Alejandro Jodorowsky adaptando a lo steampunk un relato de Ántero de Quental, el juego tira tanto de sus recursos que genera saturación, pero también una experiencia distinta, no exactamente fallida. Es un Dragon Age a medio mutar: si en Origins la base era la mugre política, aquí es la cosmética de la demencia mitológica. Y, sin embargo, la importancia de las consecuencias, la repercusión de las horas invertidas en tareas aparentemente menores, esa justicia poética que reúne en el último tramo las piezas de nuestro esfuerzo, sigue ahí.
¿Convencerá a todos? Ni hablar. A quien esperase un regreso a los viejos laureles, The Veilguard le parecerá una kermés demasiado chillona. A quien abrace el cambio sin reparos, le divertirá el carnaval visual y el combate circense. Y a quienes busquen chispa y bruma mental, al menos les quedará la consistencia técnica, la calidez de algunos compañeros, y esa promesa agridulce de que, tras cerrar las cortinas, quizá Bioware pueda replantearse las prioridades de la saga. The Veilguard se siente como un final de etapa, una maniobra arriesgada para no morir de irrelevancia. Un canto de cisne con altavoces a tope.
Puede que, en el fondo, The Veilguard sea el epílogo que nadie pidió, pero que a su modo cierra un ciclo. Y es esa clausura, convulsa y excesiva, la que le da identidad. Entre demonios sobreactuados, escenas casi de ópera metal y un guion a veces delirante, hay un intento honesto de no conformarse, de darlo todo, aunque sea a costa de la coherencia íntima de la franquicia. Así, con las llamas reflejadas en las pupilas y la brisa de la épica inflando las velas, Dragon Age se despide, o tal vez se reinicia, con una carcajada estridente. Y no nos queda más remedio que aceptarla o rechazarla, conscientes de que al menos Bioware se ha permitido un último gran gesto teatral, antes de que se apaguen las luces.
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