La rueda de los yoes: convivir con todas tus alternativas en 'The Alters'
Crítica ·
11 Bit Studios estrena una propuesta de ciencia ficción íntima donde la rutina pesa más que la épicaNo todos los naufragios empiezan en el mar. Algunos se producen a muchos kilómetros de cualquier hogar, sobre la piel ingrata de un planeta que no pide permiso ni da explicaciones. Así arranca The Alters: con Jan Dolski, un hombre que podría ser cualquiera, convertido de repente en el último habitante de una nave que parece una rueda gigantesca perdida en mitad de la nada. La promesa de una expedición gloriosa, el encargo absurdo de recolectar rapidium —ese mineral que todo lo acelera, que todo lo complica— y, enseguida, el descubrimiento de que la única compañía posible es la de uno mismo… y de todos los que uno podría haber sido.
La muerte del resto de la tripulación no deja espacio para el duelo: solo para el inventario y la supervivencia. El sol, un enemigo implacable, marca el compás de cada jornada; la base avanza siempre por delante del amanecer, esa amenaza que todo lo funde y todo lo reduce a ceniza radioactiva. No hay tiempo para la épica, apenas para la rutina. El espacio exterior aquí se parece más a una agenda desbordada que a una odisea: lista de tareas, turnos, avisos de averías, cultivos de emergencia, reparaciones, turnos de cocina, mensajes urgentes de una corporación lejana que, como suele ocurrir, solo pide resultados.
Pero el verdadero truco de la partida, su giro perverso, no llega del vacío exterior, sino de la vida interior. Porque Jan, frente a la imposibilidad de hacerlo todo solo, recurre a la tecnología más inquietante que cabe imaginar: el desdoblamiento. Un procedimiento —mezcla de ingeniería cuántica y melancolía— que permite materializar versiones alternativas de sí mismo. Así nacen los alters, clones de Jan, bifurcaciones de la biografía personal, cuerpos reales construidos a partir de decisiones nunca tomadas. El Jan que fue cuidadoso, el que se rindió a tiempo, el que aprendió a consolar o a guardar rencor. Cada uno distinto, cada uno familiarmente ajeno.
Mientras jugaba, no podía dejar de pensar que la base de The Alters es menos una máquina de supervivencia y más una matrioshka de ansiedades: una cabeza rodante que lleva dentro todas las voces que intentamos enterrar cada mañana. Y ahí empieza el verdadero desafío. Porque la convivencia con los alters, lejos de ser una solución, convierte cada turno en un pequeño psicodrama. La gestión del tiempo, de los recursos, de las tareas… pronto se entrelaza con la gestión de las emociones, de las rencillas, de los viejos reproches que nunca se apagan del todo. Lo curioso en The Alters es que todo esto no busca ser solo un juego de supervivencia, también se trata de aprender a pactar con las versiones fallidas de uno mismo.
Quizá por eso, en cuanto el juego nos suelta de la mano y la rutina se asienta, aparece una sensación conocida: la de estar atrapado en un bucle de días iguales, entre pasillos mal iluminados y turnos de trabajo que siempre parecen insuficientes. La prisa se vuelve personaje; el agotamiento, atmósfera. Aquí la ciencia ficción no se disfraza de epopeya, sino de lunes interminable. El espacio es una oficina sin ventanas, el futuro una lista de tareas que se desborda, y cada alter un espejo ligeramente deformado.
La belleza, cuando aparece, lo hace en los detalles menos épicos: una conversación inesperada en la cocina, una broma absurda entre dos alters que nunca se hubieran soportado en otra vida, la extraña calidez de una sala común construida a toda prisa. El diseño de la nave, funcional y feo, adquiere poco a poco el encanto de los lugares vividos a base de cansancio y repetición. Y en esa rutina, entre el estrés y la fatiga, emerge la verdad que otros juegos de gestión prefieren disimular: la vida no es cuestión de eficiencia, sino de reconciliación.
A medida que pasan las horas —y los días, y los ciclos de sol y de miedo— uno empieza a entender que The Alters huye de la perfección. Que delegar tareas, automatizar procesos o coleccionar clones no resuelve el vacío. La dificultad aquí es menos un reto mecánico que una pregunta constante: ¿qué hacemos con todas esas vidas no vividas, con todas esas voces que a veces gritan y otras solo susurran desde la sombra? ¿Cómo se sobrevive a uno mismo cuando no queda nadie más con quien discutir?
No sé si soy el único que ha sentido, en mitad de una partida, la tentación de dejarlo todo y sentarse a ver pasar el día desde la ventana de la nave. Hay momentos en los que la vorágine de tareas —la gestión de inventarios, las urgencias mecánicas, las conversaciones pendientes— se vuelve tan abrumadora que uno comprende que la auténtica dificultad del juego reside, no tanto en sobrevivir, como en encontrar un instante de pausa, una rendija por la que asomarse al paisaje y simplemente estar.
Pocos juegos recientes han sabido captar la belleza de lo rutinario como The Alters. Es fácil dejarse llevar por la grandilocuencia de la ciencia ficción: los paisajes alienígenas, la tecnología imposible, el destino de la humanidad en juego. Pero aquí, la magia está en los detalles más humildes: la charla en la cocina, la película rescatada entre los escombros, la música que suena bajito en el gimnasio improvisado. La nave, tan fea y tan cálida a la vez, recuerda a esos decorados de serie B que, con el tiempo, se vuelven entrañables por pura acumulación de defectos.
El juego alterna momentos de calma doméstica con escenas de tensión casi surrealista: discusiones entre alters que parecen sacadas de una sitcom existencialista, bromas privadas que solo cobran sentido si uno ha vivido suficiente tiempo con sus propias neurosis. Hay algo profundamente humano en esa alternancia de lo cómico y lo trágico, en la convivencia forzada entre versiones incompatibles de uno mismo. A ratos, la base se transforma en una casa ocupada por fantasmas amables, en un refugio donde lo extraordinario se vuelve rutina y lo absurdo, necesidad.
Aquí, como en las mejores páginas de Ballard o en los fotogramas de un Kaurismäki espacial, la supervivencia es menos heroica que prosaica: no se trata de salvar el mundo, sino de sobrevivir al tedio, de aprender a convivir con las propias voces interiores sin perder del todo el sentido del humor. The Alters es, en cierto modo, una novela de oficina ambientada en otro planeta; una versión de El Desencanto, pero con trajes espaciales y amaneceres letales.
Si algo me ha fascinado del título de 11 Bit Studios es la manera en que subvierte la idea de la ayuda mutua. Aquí, delegar está a galaxias de ser pura eficiencia: a veces multiplicar las manos significa multiplicar los conflictos, los celos, las recriminaciones. Hay una paradoja en el sistema: cuanto más te automatizas, cuanto más divides las tareas y racionalizas el trabajo, más lejos pareces estar de la satisfacción plena. La base funciona, sí, pero uno no deja de preguntarse si no estaría mejor solo, aunque fuese a costa de un cansancio infinito.
La gestión emocional, ese apartado que en tantos juegos es un adorno anecdótico, aquí es central. Preguntar a un alter por sus recuerdos, consolarle después de un mal turno, regalarle una reliquia del pasado… todo eso tiene consecuencias tangibles en la dinámica diaria. No basta con alimentar a la tripulación, hay que acompañarla en sus terrores nocturnos, escuchar los reproches de quien fue tú, pero eligió otro camino. Me recuerda, de lejos, a ciertas conversaciones familiares: uno nunca termina de cerrar las heridas, ni siquiera cuando el pasado se disfraza de futuro alternativo. La psicología pop de The Alters es sencilla, pero eficaz. Muestra que el dolor, la nostalgia y la culpa son ingredientes inevitables en cualquier vida, real o simulada. Da la impresión de que el juego quiere decirnos que ninguna biografía es redonda, que todas las versiones de nosotros mismos arrastran una sombra, una grieta por la que se cuela el frío de la mañana. Y quizá así debe ser.
Sería injusto dejar fuera la crítica soterrada a la corporación omnipresente, esa Ally Corp que registra todas las variantes vitales de Jan y las convierte en propiedad explotable. The Alters bebe de la mejor tradición distópica —un poco de Black Mirror, un poco de Zuboff y su capitalismo de vigilancia— para recordarnos que, en la era de los datos, hasta nuestras bifurcaciones imaginarias pueden ser mercancía. Aquí, cada alter es un expediente, cada biografía un producto más en la cadena de montaje del beneficio empresarial.
La relación con la Tierra, con los superiores, es siempre distante, aséptica, teñida de esa frialdad que caracteriza las comunicaciones burocráticas. La misión es clara: extraer rapidium, sobrevivir, cumplir objetivos. Pero la vida que se cuela entre los informes, las pequeñas tragedias y alegrías que germinan en los pasillos de la base, terminan escapando a cualquier registro. The Alters, en el fondo, es también una rebelión íntima contra la lógica del rendimiento: un recordatorio de que la experiencia subjetiva no cabe en los informes de productividad ni en los gráficos de eficiencia.
Podría decirse que el juego peca de exceso: demasiadas tareas, demasiadas decisiones, un ritmo que a veces se enreda en su propio bucle. Pero esa incomodidad, ese agotamiento que nos deja tras varias horas de partida, me parece menos un defecto que una declaración de intenciones. The Alters quiere que sintamos el peso de la imposibilidad, la certidumbre de que no hay solución perfecta ni armonía final. The Alters navega en la certeza de que la vida es un fracaso persistente, una sucesión de intentos fallidos en busca de un equilibrio que nunca llega del todo. De hecho, es tentador desear un juego más pulido, más limpio, menos caótico. Pero sospecho que, de haberlo sido, perdería su verdad más profunda: la de que toda vida, por muy planificada que esté, acaba llena de manchas y de huecos, de conversaciones a medio terminar y heridas que nunca cicatrizan. La perfección, aquí, es un espejismo; la vulnerabilidad, la única certeza.
Y a lo mejor, tras tantas vueltas en falso y tantos yos cruzando pasillos, lo que queda no es una gran revelación, ni mucho menos una redención a la altura de las mejores novelas de autoayuda. Más bien, The Alters nos deja un poso raro: esa mezcla de resignación lúcida y ternura inesperada, la certeza de que no hay atajos secretos ni bifurcaciones providenciales que nos ahorren la incomodidad de ser quienes somos. Los otros caminos tampoco son refugio; solo espejos algo empañados donde reconocernos en otras derrotas, en otros sarcasmos, en otras ganas de rendirse.
Si el juego enseña algo —y eso lo digo con la boca pequeña, porque dudo de las moralejas—, es que quizá la única salida es pactar con ese enjambre de posibilidades frustradas, invitar a los fantasmas a sentarse un rato y seguir rodando aunque el horizonte siga siendo una amenaza. Cada versión de Jan, con sus cansancios y pequeñas felicidades, acaba abrazando la misma intemperie. Y mientras haya un poco de calor en la cabina y algún diálogo pendiente con ese yo malhumorado que nos observa desde el fondo del pasillo, da la impresión de que sobrevivir —aunque sea solo un día más— ya es, de algún modo, una victoria discreta.