'Gears of War: Reloaded' o el eterno retorno del soldado
Crítica ·
El clásico de Xbox 360 desembarca en PlayStation con su versión definitivaEl otro día, mientras esperaba a que cargase una partida de Gears of War: Reloaded en mi PlayStation 5 ---frase que todavía me suena tan extraña como «Guerra y Paz de Stephen King» o «la nueva película de Orson Welles»---, no pude evitar pensar en Blade Runner 2049 y en esa escena en la que el replicante interpretado por Ryan Gosling contempla dos gigantescas estatuas de dos mujeres desnudas enterradas en Las Vegas. La imagen funciona como una metáfora perfecta sobre cómo el futuro devora a sus propios dioses, cómo las revoluciones se convierten en ruinas y cómo lo que un día fue vanguardia acaba sepultado bajo capas y capas de progreso. Al arrancar el tutorial y escuchar de nuevo los rugidos guturales de Marcus Fenix mientras descargaba su Lancer contra un Locust cualquiera, esa misma sensación de desenterrar cadáveres ilustres se apoderó de mí con la melancolía de quien regresa a un cementerio donde yacen los héroes de su juventud.
Gears of War: Reloaded llega a nosotros como el remaster del remaster, una suerte de arqueología digital que nos invita a contemplar los restos de lo que un día fue una auténtica revolución. En 2006, cuando el Gears of War original aterrizó en Xbox 360, el videojuego de acción se sacudió como un perro mojado saliendo de un lago helado: de repente teníamos peso, violencia táctil, coberturas que importaban y un diseño sonoro que hacía que cada disparo resonase en nuestras tripas. Era el Terminator 2 de su época, esa obra que redefine las posibilidades expresivas de todo un medio y establece nuevos estándares para las dos décadas siguientes. Ahora, casi veinte años después, contemplar esa misma propuesta envuelta en una resolución 4K y unos efectos de iluminación ligeramente mejorados produce una extraña sensación de familiaridad fantasmal, como reencontrarse con un amor de juventud y darse cuenta de que ambos habéis envejecido, pero no necesariamente con la misma gracia.
La llegada de Marcus Fenix a PlayStation es, qué duda cabe, un acontecimiento histórico, pero del tipo de acontecimientos que uno preferiría no presenciar. Como cuando el Muro de Berlín cayó o la Unión Soviética se desintegró: eventos que cambian para siempre el mapa geopolítico, pero que también señalan el fin de una era. La guerra de consolas, esa batalla cultural que durante décadas dividió salones y alimentó discusiones de madrugada en foros especializados, ha terminado no con la victoria de uno de los bandos, sino con la rendición incondicional del concepto mismo de exclusividad. Microsoft ha decidido que es preferible ser un editor multiplataforma próspero que un fabricante de consolas orgulloso, una decisión empresarial que tiene todo el sentido del mundo, pero que duele como un puñetazo en el estómago a quienes crecieron creyendo que las marcas significaban algo más que simples logotipos.
Y, sin embargo, hay algo profundamente apropiado en que sea Gears of War el elegido para inaugurar esta nueva era de colaboración forzosa entre antiguos enemigos. Al fin y al cabo, la saga siempre ha tratado sobre la supervivencia en tiempos de guerra, sobre soldados que luchan batallas que ya no recuerdan por qué comenzaron, en un mundo devastado donde las diferencias ideológicas se han diluido en la simple necesidad de seguir respirando un día más. Marcus Fenix aterrizando en territorio PlayStation es la metáfora perfecta de nuestro presente: el guerrero veterano que acepta luchar bajo cualquier bandera con tal de que alguien le dé munición y un objetivo al que disparar.
El problema de Reloaded, y quizá su mayor virtud involuntaria, es que funciona como una máquina del tiempo imperfecta, una de esas que te transporta al pasado pero conservando la memoria del futuro. Al cabo de veinte minutos de juego, uno es dolorosamente consciente de todo lo que el género ha aprendido y refinado desde 2006: los sistemas de cobertura más fluidos, la inteligencia artificial menos predecible, los controles más precisos, las animaciones más naturales. Es como contemplar los primeros pasos del hombre por la Luna después de haber visto Gravity o Interstellar: técnicamente impresionante para su época, históricamente crucial, pero inevitablemente tosco comparado con lo que vino después.
Las mecánicas fundamentales del juego ---esa danza brutal entre correr, cubrirse, disparar y serrar--- siguen funcionando con la eficacia de un mecanismo de relojería suiza, pero se sienten envueltas en una pátina de rigidez que el tiempo ha convertido en más evidente. Los movimientos de Marcus tienen esa calidad pesada y deliberada que en su día interpretamos como realismo, pero que ahora reconocemos como las limitaciones técnicas de una época en la que hacer que un personaje se moviese de forma convincente requería sacrificios en fluidez y respuesta. Es curioso cómo los años nos enseñan a distinguir entre las decisiones creativas deliberadas y las concesiones forzosas de la tecnología: lo que entonces parecía una elección estética, ahora se revela como una limitación aceptada con elegancia.
El combate conserva, eso sí, esa brutalidad visceral que convirtió al Lancer en un icono cultural. Hay algo primordialmente satisfactorio en acercarse sigilosamente a un Locust despistado y atravesarlo con la motosierra bayoneta mientras la pantalla se baña en sangre y el mando vibra como si estuviese teniendo un ataque epiléptico. Es el tipo de catarsis violenta que The Coalition ha ido refinando en las entregas posteriores, pero que aquí conserva una tosquedad casi artesanal, como esas primeras películas de Sam Raimi donde la sangre falsa tenía una consistencia demasiado espesa y un color demasiado brillante, pero precisamente esa imperfección era lo que las hacía memorables.
La campaña, con sus seis-ocho horas de duración, se desliza entre los escenarios devastados de Sera con la familiaridad de un paseo por el barrio de la infancia: uno reconoce cada esquina, cada edificio en ruinas, cada momento de tensión cuidadosamente orquestado. Las secuencias más memorables ---la huida de la Berserker ciega, el primer encuentro con los Infames en la universidad, la batalla final contra el General RAAM--- conservan su capacidad para acelerar el pulso, pero es una emoción teñida de nostalgia, la misma que se experimenta al escuchar una canción que fue importante en la adolescencia: uno se emociona tanto por lo que siente como por el recuerdo de lo que sintió la primera vez.
Quizá lo más revelador de Gears of War: Reloaded sea lo poco que aporta a quienes ya conocemos la experiencia. Las mejoras visuales, aunque bienvenidas, son cosméticas: mejor resolución, efectos de iluminación más refinados, tiempos de carga inexistentes. Pero el alma del juego, su estructura narrativa, su diseño de niveles, su inteligencia artificial, todo permanece intacto, como esos museos donde se limita uno a quitar el polvo de las vitrinas sin replantearse jamás el contenido de la exposición. Es un ejercicio de conservación más que de renovación, y aunque hay algo loable en preservar las obras maestras del pasado, también hay algo melancólico en la incapacidad de la industria para mirar hacia adelante con la misma pasión con la que contempla su retrovisor.
Al final, Gears of War: Reloaded es lo que es: un producto honesto, técnicamente competente y emocionalmente inerte. Un recordatorio de que no todas las revoluciones envejecen con dignidad y de que la nostalgia, por muy justificada que esté, es un territorio peligroso donde habitar demasiado tiempo. Microsoft y The Coalition tenían en sus manos la oportunidad de hacer algo más ambicioso ---un remake completo que actualizase la experiencia para los estándares modernos, una revisión que justificase su existencia más allá del mero oportunismo comercial--- pero han optado por la vía más segura y, por tanto, más decepcionante.
Mientras escribo estas líneas, Gears of War: E-Day espera en el horizonte como una promesa de regreso a los orígenes, otra zambullida en el pozo de la nostalgia para explicarnos cómo Marcus y Dom se conocieron, como si las películas de superhéroes no nos hubiesen enseñado ya lo agotadoras que pueden ser las historias de orígenes cuando se convierten en muleta narrativa. Quizá sea hora de que la saga mire hacia adelante con la misma determinación con la que sus protagonistas avanzan bajo el fuego enemigo, quizá sea momento de arriesgar, de explorar nuevos territorios narrativos y mecánicos, de recordar que las mejores secuelas no repiten fórmulas, sino que las revolucionan.
Pero hasta entonces, nos queda Reloaded: un monumento digital a lo que fue, un museo interactivo de nuestro propio pasado como jugadores, una experiencia que se justifica más por lo que representa que por lo que ofrece. No es poco, pero tampoco es suficiente. En una industria que se alimenta cada vez más de sus propios cadáveres, quizá Marcus Fenix regrese algún día no para pelear las mismas batallas de siempre, sino para encontrar por fin una guerra que merezca la pena ganar.