Australia no es el fin del mundo: 'Death Stranding 2' y el arte de habitar el apocalipsis
Entre 'La hora final', 'Moby Dick' y 'Frankenstein', el nuevo viaje de Kojima propone menos un destino que una manera de caminar: aprender a convivir con la catástrofe y a cuidar lo frágil cuando todo parece a punto de desaparecer
Hubo un tiempo en que Australia no era más que un susurro en el borde del atlas escolar: una tierra dibujada con trazo pálido, casi como si el mapamundi dudara de su propia existencia. Nadie nos hablaba de sus lluvias que cruzan en horizontal, ni de sus criaturas que parecen fruto de una broma de un dios pesado, ni de esos trenes interminables que cruzan el país con la obstinación de una línea hecha a lápiz en medio de la nada. Australia era el refugio de lo improbable, el destino final de quienes querían perderse sin posibilidad de vuelta. Siempre la imaginé como esos relatos de navegantes que, ante la ausencia de costas conocidas, se inventan islas para no rendirse al naufragio; o como esas novelas que comienzan en plena tormenta y avanzan, entre incertidumbre y deseo, preguntándose si alguna vez encontrarán puerto.
Por eso, cuando Death Stranding 2: On the Beach me arroja a su «Australia», lo hace no como quien señala un punto en el mapa, sino como quien te invita a cruzar el borde de lo real, a dejar atrás la seguridad del continente y jugar a sobrevivir en el margen. Kojima no pone a Sam Porter Bridges a caminar por un país, lo pone a andar por una idea: esa esquina del planeta donde todo parece haber resistido por puro despiste, donde el musgo aún húmedo se aferra como un susurro en mitad del polvo y el eco del océano se empeña en no retirarse del todo. No es una geografía, es el recordatorio de que hay lugares que sólo existen en la cabeza de los que aún buscan sentido en el exilio.
En esa belleza casi obscena hay una amenaza, sí, pero sobre todo una pregunta: ¿qué queda cuando el mundo que conocíamos se ha ido y solo nos acompaña la memoria de su esplendor? En estas primeras horas de juego (unas 15), no he podido dejar de pensar en La hora final, la novela de Shute, no tanto porque Kojima la cite (que lo hace, con la calculada ambigüedad del fan que homenajea y subvierte a la vez), como porque ambos miran Australia como último refugio, ese rincón que el apocalipsis tarda en alcanzar. En la novela, el sur del mundo no es esperanza, es postergación del desastre: la muerte llega en diferido, la luz del día es una cuenta atrás.
Aquí —en este Outback digital, recreado con el mimo de un arqueólogo que no se resigna a enterrar la belleza— el apocalipsis no se impone: se filtra, insidioso, como una enfermedad para la que nadie ha encontrado metáfora mejor que la lluvia. Kojima parece entender que la verdadera angustia contemporánea no es la destrucción súbita, sino el desgaste: vivir bajo la sombra de la última hora, sin saber nunca si el desastre ya ha ocurrido o si acaba de empezar. La Australia de Death Stranding 2 es menos un escenario que un espejo: el miedo al final que nunca termina de llegar, la fatiga de una cultura que ha hecho del apocalipsis su único horizonte estable. También es, a su manera, una ballena blanca, inalcanzable, un horizonte que se persigue con la misma obsesión con que Ismael y el capitán Ahab navegaban mares infinitos: no solo para capturar una criatura, sino para hacer frente a la propia herida. En el mundo de Kojima, la obsesión también cojea, persigue monstruos imposibles y arrastra la falta de lo perdido —un hijo, un futuro, una parte de uno mismo.
Si Ahab perseguía a su ballena a costa de sí mismo, ¿no somos nosotros también cazadores de causas imposibles, de futuros postergados, de monstruos que cambian de forma según la época? Death Stranding 2 recoge esa herencia: personajes que pierden, que se obsesionan, que arrastran ausencias que no saben llenar. La ballena, aquí, puede ser el apocalipsis mismo, la redención, la conexión con los otros, o el intento de reconciliarse con el pasado. Y, sin embargo, mientras Sam descansa junto a su mochila, mientras el viento sopla y los gráficos hiperrealistas hacen que me duelan los ojos de tanto detalle, percibo un matiz insidioso: tal vez sobrevivir, aquí, no sea resistir al desastre, sino aprender a habitarlo. Como quien aprende a querer una casa vieja, aun con las goteras y las grietas. O como quien reconoce —como Victor Frankenstein— que toda creación hecha desde la necesidad y el miedo trae consigo belleza y monstruo. La belleza, en el fin del mundo, es un recordatorio incómodo: lo que vale la pena salvar, rara vez es grandilocuente, y casi siempre es frágil.
Y quizá por eso estas palabras no vienen del final del camino, sino del trayecto. Sigo jugando, sigo tropezando con paisajes y preguntas nuevas, y escribo desde esa incertidumbre: la del que aún no lo ha visto todo en Death Stranding 2, y agradece no saber qué le espera tras la próxima curva.
¿Qué hacemos cuando ya no hay futuro?
Las ficciones del apocalipsis suelen prometer una ruptura: un antes y un después, un punto de no retorno que ordena el dolor y le da sentido. Aún así, en Death Stranding 2 —como en nuestra vida cotidiana, si uno se atreve a mirarla sin filtros— el final nunca es limpio. El miedo no explota; se asienta, se pudre, se hace hábito. Como el declive en la obra de Kojima, una suerte de lluvia ácida, que no arrasa de golpe, sino que cala los huesos, lenta y persistente, hasta que olvidas cómo era vivir seco. Aquí, la catástrofe no es una excepción, es la norma. No hay heroísmo en salvar el día, porque el día siempre llega resquebrajado, como una taza vieja que seguimos usando por costumbre. Es ahí donde el juego, sin grandes proclamas, convierte la rutina en ritual: cada encargo, cada trayecto, cada cuerda atada o escalera extendida se transforma en un pequeño acto de resistencia. No es el gesto grandioso de quien desafía al mundo, más bien es la obstinación callada de quien cuida lo que aún queda, aunque solo sea el camino entre dos ruinas.
Aquí es fácil pensar en Frankenstein. Sam, como el doctor y su criatura, reconstruye el mundo con piezas sueltas, con lo que queda de la civilización anterior. El juego mismo —como la novela de Shelley— es hijo de la tormenta y del miedo, una creación nacida en un clima de catástrofe, de encierro y de preguntas sin respuesta. Y al igual que el monstruo de Shelley, la nueva humanidad de Kojima es también un experimento: un tejido frágil de conexiones y soledad, de gestos repetidos en busca de sentido. A veces me fijo en cómo, en este mundo arrasado, la única rebeldía posible parece ser la rutina. No la rutina industrial, de horarios y relojes, sino la del que cada mañana vuelve a hacer café con los restos de ayer, o barre una acera llena de hojas, aunque sepa que al minuto estará igual. En Death Stranding 2, las entregas de Sam tienen ese aire de tarea casi inútil, de encargo que podría no importar y, sin embargo, sostiene algo invisible. No es la épica de restaurar lo perdido, es la cabezonería de no dejar que todo se convierta en silencio. Un reparto, una escalera, un refugio improvisado: el juego entiende que la reconstrucción empieza con gestos que nadie va a aplaudir.
El apocalipsis, en otros relatos, siempre ha tenido prisa y escándalo: explosiones, carreras, mutantes gritones y algún héroe improvisado con más músculo que dudas. Aquí, en cambio, avanzar no es una persecución, es, sobre todo, un cansancio que se acepta, como se acepta una vieja cicatriz. Sam no corre hacia el futuro; lo mide, paso a paso, con la torpeza del que sabe que no hay premio ni meta, solo el alivio provisional de no haber caído hoy. Quizá eso sea lo que más me desarma de este juego: que convierte el miedo en liturgia y el apocalipsis en costumbre, y que al hacerlo —sin aspavientos— nos invita a pensar que igual no se trata de ganar, sino de seguir. De que la esperanza, aquí, no grita ni se impone: sólo camina. Tal vez la respuesta a la pregunta del futuro no esté en grandes soluciones, sino en la humilde ceremonia de los cuidados: repartir, levantar, conectar. Porque cuando el horizonte está hipotecado, lo único que queda es habitar la trinchera del presente y encontrar, en la repetición, un sentido nuevo. Quizá por eso los paseos de Sam no son una huida, son fundamentalmente un rito: la esperanza, aquí, no es el gran plan, sino la terquedad de los gestos diminutos.
Kojima frente al cinismo
Reconozco que hay algo incómodo en la forma en que Death Stranding 2 insiste en la esperanza. No es la esperanza fácil de los manuales de autoayuda, ni la que se pronuncia de dientes para afuera en las campañas publicitarias, no, aquí es una especie de terquedad lúcida contra el cinismo que uno ha aprendido a cultivar casi como defensa personal. En un mundo saturado de ironía, memes sobre el colapso y resignaciones bien vestidas, resulta desconcertante encontrarse con una obra que se niega a dejar de creer que los lazos importan. Que las conexiones —incluso las más frágiles, las más absurdas— tienen un peso, y que reconstruir no es postureo, sino necesidad. Kojima nunca ha sido ajeno a los discursos apocalípticos. Lo suyo siempre ha sido la paranoia, el exceso, el miedo nuclear disfrazado de juguete. Sin embargo, aquí, algo ha cambiado. Como si después de tanta fábula de destrucción y tantos discursos de poder, se hubiera colado una sospecha nueva: ¿y si el verdadero acto revolucionario no es desafiar al enemigo, sino negarse a dejar que el otro desaparezca de nuestro radar? La fe en la reconstrucción —en las infraestructuras, en los caminos, en la posibilidad misma de que dos personas se encuentren sin que medie la sospecha— es aquí una especie de desobediencia íntima. No una consigna ni un manifiesto, al contrario: una resistencia en voz baja, que se parece mucho al cariño.
Esa apuesta resulta incómoda, incluso ingenua, en una época en la que la distancia es el estándar y la desconfianza una medida de prudencia. De todos modos, hay una belleza torpe en esa obstinación: el juego se toma en serio la necesidad de cuidar, aunque sepa que la catástrofe siempre está al acecho. La belleza de los paisajes, la música que envuelve los pasos, los silencios que se cuelan entre una tarea y la siguiente: todo parece decirnos que, incluso cuando el mundo se derrumba, hay que hacer hueco a la ternura. Al final, lo que el juego propone es una especie de vulnerabilidad activa en lugar de optimismo. Una esperanza que se defiende, sí, y que, a su vez, también duda; que se tambalea y, aun así, avanza. Es, quizás, lo único verdaderamente radical que nos queda por intentar: seguir conectando, aunque todo alrededor nos empuje a aislarnos.
¿Puede un videojuego enseñarnos a estar juntos?
En mis horas, mientras recorro los desiertos y los valles imposibles de Death Stranding 2, me sorprende una especie de soledad acompañada. Es una sensación rara: juego solo, aunque nunca estoy del todo solo. No me refiero a los NPC que esperan mis entregas bajo toneladas de hormigón, ni a los aliados puntuales del guion, sino a esas señales dispersas, casi clandestinas, que otros jugadores han dejado en mi mundo: una escalera olvidada, una cuerda que cuelga junto a un acantilado, un refugio improvisado en mitad de ninguna parte. Restos de una comunidad que no se ve y, sin embargo, se siente. No hay palabras, ni abrazos, ni fuegos alrededor de los cuales celebrar la supervivencia. Aquí, la ayuda llega en forma de herramientas, marcas, caminos abiertos a destiempo. Es un estar juntos raro, casi animal, que se parece más a la solidaridad que ocurre en los márgenes de la catástrofe que a la euforia de las grandes victorias. En otros juegos, la cooperación es espectáculo o sistema; aquí es silencio y gratitud. La comunidad es, por definición, provisional, frágil: nos rozamos sin vernos, nos cuidamos sin promesas.
Esa forma de encontrarse —indirecta, casi tímida— me recuerda a los cuidados invisibles que sostienen la vida real: los que no figuran en los libros de historia, pero mantienen las casas en pie. La abuela que deja el café preparado antes de salir, el vecino que riega las plantas del portal aunque sabe nadie se da cuenta. Detalles menudos que, en el fondo, son la red secreta de la convivencia. También pienso en la insistencia del juego en lo vulnerable: la presencia constante de la infancia, de lo que aún no es, pero podría llegar a ser. Del BB al animal que sobrevive, todo apunta a una visión del futuro que se cuida más que se conquista. Aquí la épica no está en la batalla, sino en proteger lo frágil, en dejar el mundo —por un rato— un poco menos hostil para quien venga detrás. Al final, Death Stranding 2 no predica la utopía de la comunidad perfecta, habla de la belleza de la comunidad improbable: esa que ocurre, a pesar de todo, cuando el mundo invita al sálvese quien pueda. Y ahí, en ese pequeño milagro, el juego se vuelve más humano que la mayoría de relatos sobre el fin del mundo.
La disonancia de la esperanza
Nunca deja de sorprenderme cómo, incluso cuando el mundo se descompone, nos las apañamos para que el desastre tenga estilo. En Death Stranding 2, la supervivencia va vestida con chaquetas técnicas de diseño, mochilas aerodinámicas y trajes que parecen sacados de un catálogo de lujo para el apocalipsis. Hay colaboraciones con marcas que en otra época habrían sido pura ciencia ficción: ACRONYM, gafas de sol que cortan el viento y pizzas de franquicia entregadas en mitad de la nada. Es imposible no notar la ironía, esa mezcla de distopía y boutique, de ruina y pasarela. De todos modos, me cuesta ver esto como una simple fricción en el subtexto. Más bien, me parece un síntoma, una capa extra de verdad incómoda: sobrevivir nunca ha sido solo aguantar —también ha sido desear, imaginar, adornar el peligro con algo que nos permita soportarlo. La civilización se cuela por las costuras, incluso cuando lo que queda de ella son sólo marcas, logos y la pulsión de diferenciarnos, aunque ya no haya público. El juego no es ingenuo, y Kojima menos aún. Sabe que la esperanza, en nuestra época, no es puro sacrificio ni tampoco puro artificio. Es, más bien, una tensión continua entre lo que queremos salvar y lo que necesitamos reinventar para reconocernos en el espejo roto de la modernidad.
Quizá lo más revelador de todo sea esa coexistencia incómoda: mientras tratamos de levantar infraestructuras básicas, de reconstruir lo común a base de esfuerzo y terquedad, nos seguimos preguntando —aunque sea en silencio— por la estética del gesto. Por la dignidad de la imagen en medio del desastre. Es tentador pensar que hay algo frívolo en esa preocupación, aunque sospecho que es justo al revés: la forma es también fondo, y hasta en el apocalipsis queremos dejar rastro de lo que fuimos, aunque sólo sea para quien llegue después y encuentre una chaqueta impecable junto a las ruinas. Al final, el juego no resuelve la contradicción. No hace falta. Porque la reconstrucción, en cualquier mundo posible, siempre será también una puesta en escena: una manera de declarar, sin palabras, que seguimos aquí y que —aunque lo neguemos— seguimos soñando con un poco de belleza entre tanto polvo.
El futuro se ensaya caminando
A estas alturas, me resulta imposible jugar a Death Stranding 2: On the Beach como quien persigue un final. El juego, con su obstinación en el trayecto, termina por convencerte de que no hay destino verdadero, sólo camino. Sam avanza cargado hasta el absurdo, se detiene a tomar aliento, observa el paisaje como quien escucha una historia que no termina de entender. No hay redención esperando tras la próxima colina, ni promesa de que todo vuelva a ser como antes. Sólo el siguiente paso, la próxima entrega, el alivio momentáneo de saber que, aunque sea por un rato, el mundo aún aguanta.
Caminar, en este universo, es una forma de ensayo. Ensayamos cómo podría ser vivir después de la catástrofe, cómo se siente el peso de depender de otros y de dejar que otros dependan de ti. Ensayamos la humildad de saber que no salvamos a nadie —ni siquiera a nosotros mismos— y, aun así, insistimos en tender puentes, en reparar caminos, en dejar una cuerda al borde del acantilado. Es un futuro que no se decreta, sino que se practica: con torpeza, a tientas, repitiendo gestos que parecen mínimos hasta que, por acumulación, se convierten en costumbre. Quizá ahí reside la propuesta más radical de Kojima: en vez de un nuevo mito heroico, nos deja un laboratorio de fragilidades compartidas. Australia, ese espejo del fin del mundo, se convierte en un espacio para probar cómo se sostiene una convivencia cuando la épica ha sido sustituida por la necesidad, y la esperanza, por una mezcla incierta de cansancio y deseo. El juego no ofrece consuelo fácil ni respuestas definitivas. Sólo la invitación, delicada, pero firme, a seguir andando juntos, aunque no sepamos muy bien hacia dónde.
Hay algo muy melvilliano en la mirada de Kojima: el arte de perderse, de aceptar que lo importante no es encontrar la ballena ni salvar el mundo, sino descubrir, en la errancia, la posibilidad de un sentido. Australia es, aquí, el lugar donde aprendemos a habitar la pregunta más que a buscar respuestas definitivas. Jugar es, como navegar, una forma de perderse en compañía, de ensayar lo que significa estar a la deriva y, aun así, encontrar algo que valga la pena contar. Y a veces, mientras sigo jugando y avanzo por estos paisajes, no puedo evitar pensar en esas noches de tormenta en Villa Diodati donde nació Frankenstein, o en los marineros del Pequod que perseguían su obsesión sin saber si buscaban la ballena o huían de sí mismos. Escribir —y jugar— desde aquí es también resistirse a aceptar el final, inventar monstruos y futuros, darle sentido al miedo y a la belleza, aunque solo sea hasta la siguiente curva. La lectura de Moby Dick en manos de Sam funciona como un recordatorio: toda gran travesía es una pregunta interminable sobre lo perdido, lo perseguido y aquello que nunca termina de mostrarse del todo.
Al final, lo que queda no es la imagen de una reconstrucción grandiosa, lo que resiste es el recuerdo de pequeños gestos que se van acumulando en la memoria. Una cuerda, una escalera, un refugio improvisado en mitad de la tormenta. Detalles banales que, sumados, componen la única épica posible: la de quienes, ante la extinción, eligen no rendirse a la soledad. Quizá el futuro, si llega, será menos un lugar al que aspirar que un modo de caminar. Una forma de aprender a habitar las grietas, a escuchar el temblor bajo nuestros pies, a acompañarnos —aunque sea a distancia— mientras el mundo, testarudo, se empeña en seguir girando.
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