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La guerra ya había terminado, por eso muchos de ellos habían regresado a sus casas. Lo que no se esperaban era que la represión fuese ... igual de cruel y sangrienta. Fueron a buscarlos uno a uno. No sabemos qué fue de ellos las primeras semanas. Tampoco sabemos por cuántos centros de detención pasaron. Solo sabemos que muchos coincidieron en el campo de concentración de Castuera, en Badajoz. Allí se concentraron más de 6.000 personas hacinadas en barracones. Sabemos que un día los metieron en vagones para el transporte de ganado y los trajeron a la prisión de Orduña.
Sabemos que eran simples campesinos. Muchos de ellos ni siquiera habían participado en la guerra. Sabemos que se habían organizado durante la Segunda República y habían exigido un trozo de tierra con la que poder sustentar a sus familias. Sabemos que eran socialistas, comunistas, anarquistas cuyo único delito fue hacer campaña a favor del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936.
Lo que vino después lo conocemos un poco mejor. Sabemos que en la prisión de Orduña fallecieron 225 personas. Sabemos que más de la mitad de los fallecidos, concretamente 127, eran parte de aquellos miles de extremeños que habían sido detenidos una vez finalizada la guerra.
También sabemos cómo murieron. Durante poco más de un año, en torno a 1941, fueron falleciendo de hambre y frío. El régimen franquista decidió que era más limpio dejarlos morir que matarlos. El escaso dinero y alimento que llegaba para su precario mantenimiento era desviado al mercado negro y al lucro de unos pocos. Murieron abandonados, encerrados en un patio de donde casi todas las mañanas recogían algún cadáver para llevarlo al cementerio. Sí, como en esas películas sobre la locura nazi que tanto nos horrorizan. Igual. Pero aquí, en Orduña.
Lo más doloroso es que también sabemos por qué los dejaron morir. Porque en aquella España de la Victoria no había sitio para ellos. «Caiga quien caiga», había respondido Franco cuando le preguntaron si estaba dispuesto a matar a medio país. «Tenemos que matar, matar y matar», había proclamado el terrateniente salmantino Gonzalo de Aguilar. «Ha habido, vaya si ha habido, vencedores y vencidos», había declarado el bilbaíno José María de Areilza. Jamás pasó por la cabeza de los vencedores la idea de la reconciliación. Iban a construir un Nuevo Estado a su imagen y semejanza y para ello era necesario reprimir cualquier mínimo gesto de oposición. A los vencidos les esperaban cuarenta años de miedo, sufrimiento, humillación y olvido.
Lo que me cuesta entender es por qué, ochenta años después de aquella matanza, la presidenta del Gobierno de Extremadura ha decidido derogar la ley extremeña de memoria histórica y democrática. Una decisión que pretende prolongar en el tiempo la larga condena al olvido de todos estos paisanos suyos. No entiendo su cortedad de miras. Nadie va a poder devolverles la vida, pero es necesario que sus restos, una vez exhumados del cementerio de Orduña, puedan volver a sus familias. Revivirlos en nuestra memoria. Esa es la forma en la que se construye una sociedad democrática sólida. Recordando lo que no queremos que vuelva a ocurrir.
Ahora, cuando los mensajes de odio, tantas veces aplaudidos por sus compañeros de viaje en el Parlamento extremeño, campan a sus anchas por las redes; ahora, cuando volvemos a leer a jóvenes defender aquel «caiga quien caiga» que tanto sufrimiento causó a este país, ahora, señora Guardiola, más que nunca, es necesario recordar el dolor que ese odio puede llegar a generar. Recordemos las consecuencias que acarrea poner la patria y las banderas por delante de los más básicos derechos de las personas. Se lo digo desde Euskadi, señora presidenta, donde ese dolor se prolongó casi cuarenta años más.
Como director de Gogora, hace poco tuve el honor de retornar los restos de uno de estos presos extremeños a su familia. Fue un acto íntimo. Entre los familiares había una adolescente, bisnieta de aquel campesino socialista condenado a morir de hambre tan lejos de su casa. Al final del acto, al ver las lágrimas de su madre, sus tíos y su abuela, me dijo: «No acabo de entender qué ha pasado hoy aquí, pero sé que ha sido un momento muy importante para mi familia».
En aquel instante no supe responder. Hoy me gustaría decirle que, efectivamente, fue un momento muy importante, pero no solo para su familia. Allí, en el columbario de Orduña, aquella fría mañana, pusimos otro bloque de dignidad a los cimientos de nuestra sociedad democrática.
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