Orgullo de padre: la celebración de la licenciatura de mi hija, a 10.000 kilómetros

Nació un ocho de enero de finales del siglo pasado. Pura milllenial. Algo menos de tres kilos y casi un metro de largo. De casta le vino al galgo. Se adelantó casi quince días a la fecha prevista, pisando fuerte ya desde pequeñita. Sus padres se separaron a los tres años. Las familias hicieron piña en torno a ella y creció rechoncha y feliz entre tardes de natación en el Arkitze, juegos de amigas en el parque de Doña Casilda y partidos de baloncesto en el patio de La Pureza.

Su adolescencia fue rebelde pero menos -su vocación estuvo más en cambiar su entorno que el mundo-, los años la transformaron en cisne y se ha convertido en una mujer reflexiva y serena capaz de dar lecciones de vida a quienes hasta entonces solo la habían visto como una joven todavía inmadura y algo consentida. Nunca fue una estudiante brillante, pero su determinación le ha hecho lograr lo que se ha propuesto siempre.

Se llama Nerea, es mi hija, siente devoción por sus abuelos y ayer acabó la carrera -Derecho de la TIC- en la Universidad de Deusto tras presentar el trabajo de fin de carrera y aprobar la asignatura que le quedaba. Pero no he podido estar allí para abrazarla, mirarla a los ojos y decirle lo orgulloso que estoy de ella. Otra celebración virtual a 10.000 kilómetros de distancia. El Manaslu me debe ya unas cuantas. Espero que sepa recompensar como se merece a la expedición tantas ausencias.