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George Osborne, ministro de Hacienda del Reino Unido, a la izquierda y Wolfang Schäuble, su homólogo alemán..

Salarios o subsidios

El reto de asegurar unos ingresos mínimos a los hogares ante el paro y el subempleo crecientes, mediante formulas como la RGI, suscita polémicas desde el siglo XVIII

Javier Muñoz

Domingo, 16 de agosto 2015, 01:47

Una de las críticas que recibe la renta de garantía de ingresos (RGI) -percibida íntegramente 36.527 vascos sin empleo ni recursos y parcialmente otros 12.729 con minijobs (datos de julio pasado)- es que gracias a ella algunas empresas pueden ofrecer salarios por debajo del mínimo de subsistencia. De ese modo, argumentan las voces discordantes, la tarea de que los trabajadores en activo cubran sus necesidades elementales (comida, alquiler, recibos de la luz y calefacción) se traslada desde algunas ramas del sector productivo al Servicio Vasco de Empleo (Lanbide) , que es lo mismo que a los contribuyentes.

En resumidas cuentas, no sólo hay detractores de la RGI porque exista fraude (poco) y porque haya cobros indebidos que la Administración tiene que recuperar después (un problema que se puede resolver por medios técnicos). Ni tampoco porque algunas personas piensen que los subsidios animan a quienes se benefician de ellos a vivir del erario.

Hay quienes advierten de que, tal y como está concebida la RGI en Euskadi -como un incentivo a la búsqueda de empleo o al desempeño del mismo-, ese dinero sirve en la práctica para mantener artificialmente sectores económicos que por regla general suelen ser los más atrasados y con los salarios y cotizaciones más bajos (las empresas avanzadas ofrecen sueldos mayores y se llevan a los mejores profesionales).

No es un debate específico de Euskadi, sino un problema global desde que la tecnología empezó a eliminar y a devaluar miles de oficios que fueron bien remunerados en su día y crearon la clase media. Hoy se están formando ejércitos de parados de larga duración que, como mucho, aspiran a ascender a la categoría de trabajadores subempleados. Aunque consigan una ocupación, será precaria y bordearán la pobreza, lo que significa que tendrán dificultades para llegar a fin de mes, salvo que decidan endeudarse y entrar en un círculo vicioso. No les resultará fácil salir de esa situación porque su cualificación profesional o no interesa o ya no se remunera como antes, ni a tiempo parcial ni a tiempo completo. Y aunque se reciclen, los buenos empleos escasean.

En el Reino Unido, el debate sobre qué hacer ante ese escenario está sobre la mesa. Una de las opciones es la del ministro de Hacienda, el conservador George Osborne, que ha anunciado un profundo recorte a las prestaciones sociales y ha propuesto al mismo tiempo elevar el salario mínimo de 6,5 a 9 libras ( en la práctica sería la economía la que garantice la subsistencia del trabajador). Sin embargo, ese incremento salarial no compensa, según algunos estudios, lo que los ciudadanos perderán con el tijeretazo al Estado de bienestar y a los subsidios.

La discusión de fondo es el tipo de sociedad que se está dibujando en Europa, con un tercio de ciudadanos acomodados y dos tercios de pobres que entran y salen del mercado laboral. Ese horizonte ha sido glosado por el economista británico Robert Skidelsky, biógrafo de Keynes, quien en un artículo reciente sostiene que si las personas deben tener un ingreso mínimo vital, la solución no es el salario mínimo, sino arbitrar una renta básica universal (para todo el mundo) que sea independiente de la búsqueda de empleo. Una renta diferente de la RGI vasca.

A quienes creen que la propuesta de Skidelsky es un canto de sirena (y son legión los que opinan de ese modo), él les propone un enfoque filosófico; les invita a pensar de otra manera. En un mundo como el actual, con un paro estructural provocado por el desarrollo de las tecnologías, quizá se tarden décadas en encontrar nichos de empleo para las grandes masas de desocupados, que estarán abocados a los subsidios y a los salarios de miseria; de modo que las sociedades avanzadas y económicamente ricas deben lograr que la gente no dependa del trabajo para vivir. «Un ingreso básico incondicional (sin la obligación de buscar empleo) permitiría trabajar a media jornada a muchos que ahora tienen que hacerlo a tiempo completo por salarios menores al mínimo vital», escribe el economista.

Es un argumento discutible, muy denostado a corto plazo, aunque ya veremos a largo plazo. Es comprensible que la gente lo rechace si se tienen en cuenta la incertidumbre económica y el formidable endeudamiento de las familias. Desde luego, cuando el economista Milton Friedman propuso una renta básica en 1962 (los expertos lo llaman impuesto negativo) no pensaba en lo mismo que Skidelsky, sino en ofrecer incentivos a los parados para que se incorporaran al mercado laboral lo antes posible (entonces los salarios iban hacia arriba, no hacia abajo).

Milton Friedman no era en absoluto original. Complementar los ingresos de las familias se puso en práctica en el Reino Unido durante las guerras napoleónicas, un periodo de enormes penurias. Skidelsky cuenta cómo las autoridades de Speenhamland, en el condado de Berkshire, crearon en 1795 un sistema de ayudas a los hogares dependiendo de los recursos de los beneficiarios, de cuántas personas hubiera a su cargo y del precio del pan. Esa solución se parece a los complementos de la RGI que el mes pasado percibían 12.729 personas en Euskadi.

En el Reino Unido también se escucharon entonces quejas contra el modelo de Speenhamland porque permitía a los patronos pagar salarios ínfimos. Al cabo de un tiempo, los subsidios fueron sustituidos por la Ley de Pobres de 1834, «que confinaba las ayudas al interior de asilos denominados workhouses, con condiciones tan detestables que forzaban a sus receptores a volver al mercado laboral», recuerda Skidelsky. La revolución industrial se desarrolló con ese telón de fondo.

Nada ha cambiado en lo esencial en el siglo XXI.

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