La herencia medieval de las villas vascas
La reducida extensión de nuestro espacio geográfico contrasta con el número de estas fundaciones: veinticinco en Gipuzkoa, veintitrés en Araba y veintiuna en Bizkaia
Igor Santos salazar
Jueves, 19 de enero 2023
Igor Santos Salazar es doctor en Historia medieval por las universidades de Salamanca y Bolonia, y profesor de la Universidad de Trento (Italia)
Las villas son, probablemente, la mayor y más característica herencia que ha dejado la Edad Media en las tierras del País Vasco. Aquí no existen los grandes palacios y castillos (Alhambra, Ferrara, Edimburgo…); los monasterios (Montecassino, San Galo, Saint-Germain des Pres, Santo Domingo de Silos…) ni las majestuosas catedrales (León, Lincoln, Reims, Colonia, Milán…) presentes en otras tierras de Europa Occidental. Los edificios que de ese tiempo se conservan en los tres 'territorios históricos', magníficos en su mayoría, algunos cargados de silenciosa poesía, no se distribuyen con la frecuencia y, sobre todo, con el impacto histórico del fenómeno urbanizador representado por las villas. En un país sin ciudades – los escasos espacios urbanos de época romana (Veleia, Oiasso, Arkaia…) fueron desapareciendo al compás de la desorganización del imperio entre el final del siglo V y principios del siglo VI –, la creación de las villas fue un fenómeno que alteró para siempre los paisajes, las dinámicas sociales y las redes económicas de una zona geográfica crucial para los intercambios comerciales y culturales entre los reinos de Castilla, de Navarra y el resto del continente europeo. La reducida extensión de nuestro espacio geográfico contrasta con el número de esas 'fundaciones': veinticinco en Gipuzkoa, veintitrés en Araba y veintiuna en Bizkaia. Las capitales de las tres provincias son villas y la mayor parte del peso demográfico de la Comunidad recae sobre otras (con la excepción de Barakaldo que, como quizás recuerden, también pudo llegar a serlo).
El ejemplo baracaldés es interesante: a menudo se ha pensado que las villas fueron fundadas por reyes y señores sobre espacios desiertos, sin población. La dotación foral habría hecho surgir de la nada un nuevo núcleo de población. Pero la creación ex novo de un centro urbano amurallado no fue lo más frecuente, aunque existen claros ejemplos de ello, como en los casos de Elgeta, fundada en los «campos de Maya», y el de Villaro, creada «en yermo» por Juan Núñez de Lara y María Díaz de Haro (de ahí el nombre, Villa Haro) en 1335.
Fue habitual que las villas se estableciesen sobre un asentamiento anterior, generalmente una aldea caracterizada ya por su peso demográfico, su posición geográfica y su dinamismo económico. Esa centralidad y esa importancia quedaba reconocida y se institucionalizaba a través de la concesión del fuero. Son muchos los ejemplos de una realidad similar, pero me concentraré sobre unos pocos. En 1181, el monarca navarro Sancho VI fundaba Vitoria sobre la antigua aldea de Gasteiz, ya documentada en el siglo XI. De igual manera, Alfonso X de Castilla daba fuero a la vieja aldea de Arrasate, concediéndole el nuevo nombre de Montdragón, tan cargado de referencias y ecos literarios. Como se puede observar en ambos ejemplos, el momento de la fundación era un episodio cargado de retórica y de buenas intenciones, que se acompañaban con un nuevo nombre, propiciatorio, que recuerda otras trasformaciones, plagadas de significados morales y religiosos, como la de Saulo camino de Damasco o la de los papas en el momento de su elección al trono de Pedro. Por eso deberíamos sonreír ante los debates, a pesar de la pena que provocan, sobre falsas «invenciones» e «imposiciones» de una toponimia tan antigua como cargada de historia. Nuestro acervo cultural pasa tanto por Salvatierra como por Agurain y no se entiende porqué debe llevar a la tristeza reconocer que Alegría fue Dulantzi y que ambos nombres describen el mismo lugar y su historia desde puntos de vista diferentes, que enriquecen nuestro conocimiento.
Balmaseda, Treviño y Bernedo son otros claros ejemplos de antiguas aldeas convertidas en villas. Las tres existían ya antes de que se les concediese el fuero y vivían «protegidas» por castillos cuya excavación arqueológica han dado dataciones del siglo X. Por su parte, Bilbao no era más que una puebla de pescadores diminuta a la sombra de Begoña tiempo antes de que Diego López de Haro V concediese, «con favor de todos los vizcaínos», el fuero que convertía el núcleo en villa. En otras ocasiones, fueron las poblaciones de dos o más aldeas las que unieron su vecindad en una nueva villa, como en el caso de San Vicente de Arana.
Cuando no salía bien
Sin embargo, no todas las villas protagonizaron historias de éxito. La más antigua, Estíbaliz, se abandonó poco después del año 1100 en el que fue «fundada». Los habitantes de Monreal de Zuya decidieron en 1372 marcharse a pocos kilómetros de distancia para vivir en la actual Murgia, y las poblaciones de Monreal de Itziar o Azkoitia consiguieron, bastante después de la concesión del fuero a sus villas, ocupar lugares más adecuados para desarrollar las actividades de su vida cotidiana. En el caso de Azkoitia, además, la mudanza significó ocupar un lugar hasta entonces deshabitado.
Castillos, aldeas, yermos; control de fronteras, dinamización de mercados, plataformas de poder; éxitos y fracasos son la cifra de un fenómeno como el de las villas que caracterizó todos los reinos y señoríos de Europa Occidental a partir del siglo XI, y que favoreció en el País Vasco una radical transformación de los paisajes durante el periodo que va del siglo XII al XIV. En los círculos cortesanos de reyes y señores, nadie podía imaginar que aquellos fueros iban a traer un mundo nuevo, más complejo y articulado, de calles, plazas y mercados; de ayuntamientos y pugnas; de campanadas que ritmaban el orgullo de la actividad villana y de concentración de la ambición de conquista y destrucción de tantos ejércitos hasta el punto de que hoy, una de ellas, Gernika, es símbolo universal de los horrores de una guerra que nunca cesa.