
El crimen del barbero blasfemo en la Gran Vía de Bilbao
En 1890. ·
Vicente degolló, con la navaja propia de su oficio, al sereno que quería ponerle una multa por haber usado expresiones ofensivas: «Así pago yo», le dijoSecciones
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En 1890. ·
Vicente degolló, con la navaja propia de su oficio, al sereno que quería ponerle una multa por haber usado expresiones ofensivas: «Así pago yo», le dijoAlrededor de la medianoche del miércoles 29 de enero de 1890, un sereno de servicio en el entorno de la Plaza Circular escuchó un ruido ... sospechoso que procedía de la esquina de Gran Vía y Berastegui. Acudió a investigar y se topó con el cadáver de su compañero Mariano López, un cántabro de 28 años al que todos conocían como el Pasiego. El cuerpo presentaba «una profunda herida en el cuello, que parecía inferida con un hacha», y yacía sobre «un lago de sangre». Mariano, casado y padre de dos hijos, solo llevaba un par de meses en el cuerpo: antes había trabajado como carretero, dedicado al transporte de mineral. «Era de carácter vivo y enérgico, hombre de fuerza y muy valeroso», lo describió el 'Diario de Bilbao'.
El crimen parecía envuelto en misterio. No había testigos y, según los periódicos, eso era raro, porque en torno a las doce solían retirarse a sus domicilios los socios de la Bilbaína y el Club Náutico. Pero la Policía tardó muy poco en detener a Vicente Zubiaurre, un barbero viudo de 56 años, natural de Orozko, que había residido mucho tiempo en Haro y en aquel momento desempeñaba su oficio en la calle Urazurrutia. «Sus antecedentes son bastante malos, siendo esto causa del descrédito de su barbería», sostenía el 'Diario'. Como era habitual en la época, el barbero también desempeñaba las tareas de practicante y callista.
Vicente había tenido una tarde-noche de miércoles bastante animada. Tras cerrar su establecimiento, había estado jugando al mus en una taberna de Bilbao la Vieja. Después se marchó con uno de los amigos, Pedro, a un bar de Ripa, donde merendaron un par de chorizos y un cuartillo de vino. A esas alturas ya iban «algo calientes de cascos», según declaró el tasquero, que en determinado momento los vio «bailar solos». La siguiente parada fue en el café Brillante, en la calle de la Estación (hoy Navarra), donde consumieron cafés, copas y puros y tuvieron un desencuentro con el camarero, porque les parecía que no habían bebido tanto como quería cobrarles. Y, finalmente, se dirigieron hacia la Gran Vía, donde su camino se cruzó con el del sereno Mariano.
Discutían, o al menos conversaban apasionadamente, pero al que más se oía era a Vicente, que «intercalaba en sus palabras horribles blasfemias contra Dios y sus santos». El sereno le reconvino y, ante su empeño en seguir jurando, le impuso la correspondiente multa de diez reales, que debía abonar de inmediato. Vicente se echó la mano al bolsillo de la americana, pero, en vez de la cartera, sacó la navaja propia de su oficio, con la que rebanó el cuello del funcionario. «Así pago yo la multa», le oyó decir su espantado acompañante. Cuando escapaban, Pedro le preguntó cómo se le había ocurrido hacer eso: «Ya no tiene remedio. Ese no declarará, ha quedado muerto como un perro», respondió. Fue su propio amigo quien le denunció al día siguiente.
El juicio, celebrado en agosto, reunió a una multitud, y el juez se las vio y se las deseó para mantener el orden y el silencio en la sala. Así describió 'El Noticiero Bilbaíno' al acusado: «Viste muy decentemente con traje de paño negro, botas cerradas, sombrero de ala hundido y corbata de lazo. Tiene el pelo rizado. Poco antes de comenzar el juicio, almorzó con excelente apetito en el calabozo de la audiencia dos chuletas, un cuartillo de vino y un panecillo y fumó un cigarro puro». El reportero del diario lo pilló en plena comida y mantuvo con él la siguiente conversación.
–¿Usted gusta?
–Gracias, que le aproveche. ¿Y qué tal se encuentra?
–¡Cómo quieren ustedes que me encuentre! ¡Del modo que pueden ustedes figurarse!
–Calma, hombre, calma.
–Ay, si en todas las ocasiones tuviera uno calma, no se vería en manos de la justicia, ni entre parejas de la Guardia Civil por las calles.
El acusado negó que hubiese blasfemado aquella noche («nunca he tenido costumbre») y dijo no recordar nada, aunque al cabo de unas preguntas fue admitiendo los hechos. Cuando el ujier, con gesto temeroso, le mostró la navaja con la que se había cometido el crimen, el barbero le tranquilizó: «No tenga usted miedo, caramba, no crea usted que le voy a quitar también el pescuezo». Y, finalmente, su recuento de lo ocurrido, recogido por el redactor de 'El Noticiero', fue así: «El sereno me dijo que me iba a quitar diez reales de multa y, si no, que me llevaría a la perrera por blasfemar. Yo le contesté que no había motivo, porque no había blasfemado, y entonces él levantó el bastón para pegarme. Yo entonces saqué la navaja y, sin saber lo que hacía, le di un tajo, pero sin fijarme dónde ni cómo, porque yo no tengo ni he tenido nunca intención de hacer daño a nadie (...). En aquel momento me puse medio ciego, hasta los ojos se me llenaron de fuego, y, medio loco, sin saber ni dónde estaba ni qué hacía ni quién estaba a mi lado, di un tajo a uno. Nunca he sido criminal».
En principio, el fiscal pedía la pena de muerte, mientras que el defensor sostenía que Vicente había matado «bajo el influjo de un ataque epiléptico de locura impulsiva» y afirmaba que estaba borracho y que su «temperamento excesivamente irritable» se debía a «las tristes condiciones de su vida». Finalmente, el ministerio público rebajó su solicitud y el barbero fue condenado a 18 años, 2 meses y 21 días de cárcel.
El 'Diario de Bilbao' se preguntó cómo nadie en pleno centro de la villa llegó a oír las voces del asesino. «Este hecho demuestra que la vigilancia en el Ensanche se encuentra en el más completo abandono, tanto por el escaso número de agentes como por el poco celo que demuestran».
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