El videojuego contra el algoritmo: jugar en la era de la mierdificación
La industria, que antes luchaba por captar nuestra atención, ahora compite por exprimir cada minuto de nuestra jornada y convertirlo en engagement
Hay momentos —cada vez más frecuentes— en los que jugar a videojuegos no se siente como un placer, sino como una obligación disfrazada. El simple hecho de decidir a qué jugar se ha convertido en una tarea titánica, casi burocrática: menús infinitos, catálogos que se actualizan más rápido de lo que puedes pestañear, banners que prometen la próxima gran experiencia, la oferta irresistible, el «día uno» en Game Pass, la skin limitada, la alerta de FOMO. ¿Cuántas veces has arrancado la consola o el PC, has navegado entre docenas de iconos, y has terminado, exhausto, cerrando todo sin jugar nada? La industria, que antes luchaba por captar nuestra atención, ahora compite por exprimir cada minuto de nuestra jornada y convertirlo en engagement. Y lo hace, cada vez más, a base de ruido, exceso y repetición.
Este es el ecosistema del videojuego en 2025: un ecosistema sobrealimentado hasta el colapso, donde el exceso ya no es sinónimo de riqueza, sino de saturación y desgaste. Se publican más juegos de los que nadie podría jugar en varias vidas; las tiendas digitales parecen un bazar caótico, los servicios de suscripción convierten el ocio en un «todo incluido» que no sabe a nada. La conversación pública, antes centrada en la sorpresa o el descubrimiento, se ahoga en ciclos de hype efímero y olvido instantáneo. La lista de juegos pendientes crece hasta parecer una deuda imposible de saldar, y las grandes noticias del sector suelen ser cierres de estudios, despidos masivos o lanzamientos de clones sin alma, diseñados para sobrevivir apenas unas semanas en la rueda del trending topic.
Lo que está ocurriendo tiene un nombre incómodo, pero preciso: mierdificación. Un término brutal —importado del «enshitification» de Cory Doctorow— que define el proceso por el que plataformas, catálogos y hasta géneros enteros se degradan cuando la lógica del beneficio rápido, el cálculo algorítmico y la retención a toda costa sustituyen al valor, la identidad y la memoria. La mierdificación no es solo que haya muchos juegos, es que todo empieza a parecerse, a perder valor, a importar menos. Y lo más grave: es un proceso que no va a detenerse solo, porque beneficia a los grandes actores —plataformas, editores, grandes tecnológicas— a costa de todos los demás, jugadores y creadores incluidos.
De la abundancia a la indigestión: el ciclo de la mierdificación
¿En qué consiste exactamente la mierdificación? Simplificando mucho: al principio, una plataforma o industria ofrece valor genuino, atrae talento y público porque se siente fresca, útil, humana. Pero en cuanto se consolida, la presión por monetizar, retener y escalar el negocio introduce incentivos perversos: más anuncios, más barreras, más control algorítmico, más trampas de tiempo. El producto, que antes era el centro, se convierte en el cebo para capturar datos, vender suscripciones o mantener la rueda girando. El usuario, antes considerado cliente, pasa a ser «tráfico», «engagement», un activo que debe permanecer cautivo el máximo tiempo posible.
La mierdificación es el momento en que todo se vuelve ruido: clones de clones, sistemas de progresión idénticos, catálogos saturados de shovelware, experiencias pensadas más para el algoritmo que para la persona. El ciclo se repite: los usuarios empiezan a perder interés, los creadores a innovar menos (porque la plataforma penaliza lo diferente), el valor añadido se disuelve en un mar de mediocridad. Es un fenómeno conocido en redes sociales (piensa en la decadencia de Facebook, la descomposición de Twitter/X, el colapso de TikTok en spam), en la música (el streaming convertido en playlisting sin alma), en el cine y las series (Netflix cancelando todo lo que no encaje en su métrica de retención). Y ahora, más que nunca, en el videojuego.
En nuestro medio, el proceso es doblemente devastador. El videojuego necesita tiempo, dedicación e inmersión. Pero la industria nos ha llevado a un modelo donde el cambio constante, la inmediatez y la promesa de «novedad continua» se imponen sobre el disfrute profundo, el descubrimiento pausado o la memoria compartida. El modelo de negocio ha dejado de ser la venta de juegos (o consolas) para centrarse en vender plataformas, ecosistemas cerrados, servicios que fidelizan y retienen. El usuario ya no es un coleccionista ni un entusiasta: es un dato que alimenta el ciclo, un perfil susceptible de monetizar por suscripción, micropago o tiempo de pantalla.
El resultado es un ecosistema donde:
Los lanzamientos duran en la conversación lo que tarda en llegar el siguiente «gran lanzamiento». Juegos de enorme calidad desaparecen tras una semana porque ya hay otro hype del que hablar.
Los catálogos de servicios como Game Pass o PS Plus priman la cantidad por encima de la selección, y la ansiedad de «no aprovechar la suscripción» sustituye al placer de elegir.
El algoritmo y las métricas dictan el diseño, la promoción y la supervivencia de los juegos: si no logras compromiso rápido, te quedas fuera del radar, por bueno que seas.
Los clones y juegos basados en plantillas inundan las tiendas digitales, ahogando la visibilidad de las propuestas originales.
El jugador, abrumado por el exceso, empieza a olvidar lo que juega, a saltar de título en título, a convertir el ocio en una lista interminable de tareas que nunca se acaban.
En resumen: la mierdificación es el proceso por el que la abundancia, la conectividad y la promesa de «más para todos» se convierte en saturación, pérdida de valor y olvido colectivo. Y lo peor: no es un accidente, sino el resultado lógico de un sistema que prima la cantidad, la retención y el ruido frente a la experiencia, la memoria y el arte.
Steam y el «bazarpocalipsis»: del sueño indie al ruido insoportable
Durante años, Steam fue el emblema de la revolución digital en videojuegos. La promesa era irresistible: acceso universal, catálogo infinito, un escaparate democrático donde cualquier creador podía encontrar a su público. Pero aquel sueño de diversidad y acceso se ha convertido, en muchos sentidos, en un mercado desbordado por el ruido. Lo que empezó como una puerta abierta a la creatividad ha terminado en una feria caótica donde lo valioso queda sepultado bajo toneladas de mediocridad.
El dato es demoledor: en 2024 se publicaron casi 20.000 juegos nuevos en Steam. De ellos, menos del 5% consiguió superar las 10.000 copias vendidas; el resto se perdió en la irrelevancia. No es solo cuestión de cantidad, sino de cómo el propio algoritmo ha redefinido la visibilidad: los títulos destacados siempre son los mismos —los hits consagrados, los que tienen músculo de marketing, los que viraliza Twitch—, mientras el resto cae en el olvido. El llamado «efecto Mateo» —al que tiene se le dará más— nunca fue tan real: la plataforma premia la acumulación de éxito y castiga el riesgo, la diferencia o la voz propia.
Y si antes buscar joyas en Steam era un ejercicio de descubrimiento, hoy es arqueología digital. Entre asset flips, ports automatizados, shovelware y clones clónicos de otros clones clónicos, la tienda es un bazar infinito… y a menudo extenuante. La paradoja: tenemos más juegos que nunca, pero menos tiempo, menos contexto y menos espacio mental para disfrutarlos. En vez de una biblioteca, Steam se ha convertido en una selva en la que el algoritmo y la sobreproducción son los auténticos guardianes del acceso.
La consecuencia cultural de todo esto es grave: el exceso no solo abruma, sino que disuelve la memoria. Los juegos pasan de la portada al olvido en semanas; lo que no genera conversación inmediata desaparece sin rastro, devorado por la voracidad de la oferta y la frialdad de la estadística. El bazarpocalipsis es la nueva normalidad.
Game Pass: el menú infinito y la paradoja del valor
La promesa era tentadora: una tarifa plana para el mundo de los videojuegos, acceso sin fricciones a centenares de títulos, novedades el día de lanzamiento, el «Netflix del videojuego» hecho realidad. Game Pass llegó para romper la lógica del «pago por copia» y redefinir el consumo digital, vendiéndose como el futuro inevitable de la industria. Y, en sus primeros años, la seducción fue real: colecciones enormes, descubrimiento continuo, la sensación de que la barrera de entrada —ese precio que frenaba el probar cosas nuevas— se evaporaba para siempre.
Pero el paso del tiempo ha ido desnudando las paradojas de fondo. En teoría, tenerlo todo al alcance de la mano debería ser liberador; en la práctica, el menú infinito se ha convertido en una receta para la dispersión, la ansiedad y la trivialización de la experiencia. La libertad que prometía Microsoft se traduce, en el día a día, en un zapping compulsivo: instalamos cinco juegos en una tarde, probamos cada uno durante diez minutos, y antes de decidirnos por uno ya nos asalta el remordimiento de no estar «aprovechando» la suscripción. La abundancia genera culpa; la culpa, prisa, y la prisa, indiferencia. Game Pass ha convertido la elección en una carga y el backlog en un nuevo tipo de ansiedad.
Lo más perverso es que el propio diseño del servicio explota este comportamiento. Los algoritmos de recomendación y los banners de portada están pensados para que nunca te sientas satisfecho: cada vez que abres la app, hay novedades, «añadidos recientes», juegos a punto de salir («aprovéchalos antes de que desaparezcan»), listas de «imprescindibles» que se actualizan sin cesar. No es una biblioteca para explorar a tu ritmo, sino una cinta transportadora que obliga a consumir rápido y pasar página. El engagement —medido en minutos jugados, instalaciones y sesiones abiertas— es el indicador clave de rendimiento fundamental, y la plataforma está optimizada para maximizarlo, aunque eso signifique que tu relación con los juegos sea más superficial que nunca.
Y no es solo una cuestión de psicología del consumidor: el impacto en los propios juegos está siendo decisivo. Para muchos estudios, aparecer «día uno en Game Pass» supone visibilidad, financiación y posibilidad de sobrevivir en un mercado hipercompetitivo. Pero también impone nuevas reglas del juego: los títulos que triunfan no son necesariamente los mejores o los más originales, sino los que enganchan en la primera media hora, los que te bombardean con notificaciones de progreso, recompensas tempranas, tutoriales hipercondensados y loops de gratificación inmediata. Si tu juego no seduce al usuario en la portada o en los primeros quince minutos, la estadística dice que será cerrado y olvidado antes siquiera de despegar.
Las cifras lo confirman: estudios filtrados y declaraciones de insiders revelan que menos del 20% de los juegos disponibles en Game Pass llegan a ser terminados por la mayoría de usuarios. El promedio de tiempo jugado por título es ridículo comparado con la duración real de los juegos. Se instalan, se prueban y se desechan, como si fueran muestras de un supermercado digital. El resultado es una especie de «demo perpetua»: la mayoría de las experiencias no son vividas, solo degustadas superficialmente antes de pasar a la siguiente.
Esta lógica ha contagiado incluso a los grandes lanzamientos. El diseño se adapta: cada vez más juegos integran sistemas de progresión rápidos, recompensas inmediatas, picos artificiales de engagement pensados para que «no abandones a las primeras de cambio». El modelo afecta incluso a cómo se escriben los tutoriales, cómo se estructuran las primeras horas, qué tipo de recompensas te lanzan antes de llegar al verdadero núcleo de la experiencia. La métrica de «retención a las dos horas» ha sustituido a la conversación, al boca a boca, al misterio de los descubrimientos lentos.
¿Y qué pasa con el recuerdo, con el poso, con la conversación en torno a un juego? Cada vez cuesta más ver títulos que calen hondo, que generen debates duraderos, que se conviertan en referencia cultural. El efecto «Game Pass» es la experiencia desechable: una sucesión de momentos olvidables, una memoria cada vez más frágil y dispersa, donde nada se queda el tiempo suficiente como para generar una comunidad real o una identidad de jugador más allá del consumo rápido.
El paradigma se resume así: la industria nos vende la abundancia, pero nos entrega lo efímero. En vez de experiencias, acumulamos checklists. En vez de juegos que forman parte de nuestra vida, acumulamos horas registradas y logros desbloqueados. El jugador deja de ser un apasionado, un explorador, para convertirse en un usuario compulsivo, atrapado en la rueda del «siguiente».
La paradoja final es demoledora: cuantas más opciones tenemos, menos las valoramos. Cuantos más juegos probamos, menos nos marcan. El menú infinito acaba devorando el propio apetito. Y mientras tanto, los juegos más arriesgados, los que no pueden permitirse el lujo de regalar su impacto en los primeros minutos, los que exigen atención y paciencia, quedan sepultados bajo la lógica de la estadística. Game Pass era la promesa de la democratización y el descubrimiento, pero está acabando, poco a poco, con la posibilidad de que un solo juego importe más que la suma de todos los que olvidamos.
PlayStation: clones, promesas vacías y el espejismo del «juego como servicio»
Hace no tanto, PlayStation representaba la antítesis de la «mierdificación» digital: experiencias premium, campañas inolvidables, lanzamientos que se sentían como acontecimientos. Pero ni siquiera Sony ha resistido la tentación de convertir su catálogo en una versión de «buffet libre» a la manera de Game Pass, donde lo importante ya no es el sabor único de cada plato, sino el volumen de la oferta, el compromiso del jugador a cualquier precio y la estadística de retención. El resultado: una generación de clones y juegos clónicos, concebidos más por métricas que por inspiración.
El giro hacia los juegos como servicio —el gran fetiche de la última década— es el ejemplo más claro de cómo la lógica de la mierdificación se ha impuesto. Sony prometió su propio Fortnite o Destiny, multiplicando inversiones y estudios, comprando talento y presentando una docena de proyectos «live service» que debían convertir al usuario en un suscriptor cautivo, alguien que vuelve cada día no por la experiencia, sino por el miedo a quedarse fuera de la rutina de recompensas, eventos, skins y monedas digitales.
Pero la abundancia, mal gestionada, se convierte en ruido. Y el ruido, en indiferencia. La estrategia de PlayStation, en vez de crear comunidad y valor, ha generado saturación y fatiga. Títulos que nacen y mueren en cuestión de meses, como Concord o Fairgame$, estudios desmantelados, equipos históricos como London Studio cerrando la persiana, proyectos cancelados antes incluso de salir de beta. El caso de Marathon, reboot de un clásico de Bungie que parecía pensado solo para ocupar un hueco más en el menú, lo dice todo: impresiones tibias, feedback negativo, retrasos indefinidos y una hoja de ruta de cambios que responde a una comunidad que, sencillamente, no conecta ni se ilusiona con el producto. El comunicado reciente de Bungie es sintomático: el juego no estaba listo, no convencía a nadie, y lo único que ha hecho es amplificar la sensación de agotamiento y desconfianza.
Lo más inquietante es cómo la mierdificación afecta a la propia identidad de PlayStation, que ahora mide su éxito en función de KPIs, «bucles de engagement» y frecuencia de inicios de sesión, olvidando que su prestigio no venía de la retención, sino de la excelencia. La obsesión por «tener lo que tiene el vecino» ha acabado anulando aquello que hacía a la marca especial: obras autorales, grandes apuestas narrativas, la sensación de que cada juego era un evento y no un trámite.
La convergencia con la lógica de Game Pass es evidente: si lo que importa es tener «mucho», aunque sea indistinguible, la experiencia se transforma en un menú infinito de opciones, pero sin sabor ni memoria. El jugador no explora, salta de demo en demo, picotea, olvida. La plataforma gana retención, pero la cultura pierde diversidad, profundidad y legado. El juego como servicio, lejos de ser la panacea, se revela como la versión más pura de la mierdificación: ciclos eternos de tareas diarias, recompensas diluidas, clones sin alma que solo existen para «engancharnos» un rato más antes de la próxima actualización.
En esta vorágine, los fracasos recientes no son accidentes, sino la consecuencia lógica de una estrategia que prioriza el engagement sobre el valor, el dato sobre la emoción, la repetición sobre la creatividad. Sony ha aprendido por las malas —y a costa de estudios, empleos y prestigio— que la comunidad no se compra con pases de batalla ni se retiene con rutinas vacías: se construye con experiencias memorables, con historias que merecen ser recordadas y con la confianza de que, detrás de cada juego, hay algo más que una hoja de cálculo.
Quizá aún haya margen para rectificar, para recuperar el rumbo y recordar que lo premium no es lo abundante, sino lo significativo. Pero, por ahora, la era de la mierdificación ha convertido el legado de PlayStation en una versión diluida de sí misma: mucho de todo, pero poco de lo que realmente importa.
Juegos como servicio: el ciclo infinito de la mierdificación
Si hubiera que elegir el mayor acelerador de la mierdificación en la última década, sería el modelo de juegos como servicio. Lo que empezó como una promesa de mundos vivos y comunidades persistentes, pronto se transformó en la maquinaria más eficiente de clonar experiencias, triturar la diferencia y erosionar la memoria colectiva del medio. Porque la esencia del GaaS —con sus temporadas, eventos, pases de batalla y desafíos diarios— no es tanto ofrecer algo nuevo, como retener, repetir, ocupar espacio mental a base de rutina y presencia permanente.
El espejismo era tentador: mantener viva una comunidad, actualizar el juego sin fin, convertir a cada usuario en una fuente continua de ingresos y conversación. Y en los despachos de las grandes editoras, la tentación se convirtió en obsesión. El éxito de un puñado de títulos (Fortnite, Genshin Impact, Destiny 2, Warframe) desató una carrera de imitación masiva: battle royales, hero shooters, extracciones, supervivencia… todos inspirados en la promesa de una comunidad fiel, pero todos condenados a la fatiga y el olvido. La estadística es demoledora: la inmensa mayoría de juegos como servicio no llega viva a su segundo aniversario; la rotación de jugadores es brutal, el engagement se resiente y la memoria colectiva del videojuego se llena de cadáveres digitales de proyectos cerrados.
La razón de este fracaso no es (solo) de mercado, sino sistémica. El algoritmo, el FOMO y la retención imponen sus reglas: lo que no engancha en dos días, desaparece; lo que no viraliza una temporada, no existe. Las plataformas priman lo que ya tiene tracción —lo que la gente juega «porque está de moda»— y todo lo demás se borra del mapa, reemplazado por el siguiente clon con otra skin y otro menú idéntico. El usuario, atrapado en la lógica de la novedad continua, salta de una experiencia a otra sin posibilidad de poso, de pertenencia, de historia compartida.
Los casos recientes lo ilustran mejor que cualquier teoría. El cierre exprés de Concord o Babylon's Fall, el fiasco de Rumbleverse, el entierro de proyectos millonarios como Anthem, la cancelación en cadena de títulos anunciados como el futuro de la industria. Las empresas reconocen abiertamente que necesitan redefinir el núcleo de sus juegos para no ser uno más en la rueda de la fatiga. El ciclo de la mierdificación es así perverso: el éxito de unos pocos se convierte en estándar, el estándar se vuelve plantilla, la plantilla coloniza todo el catálogo. Los estudios imitan para sobrevivir, los jugadores prueban por inercia, las plataformas promueven lo que ya funciona. Y la industria, que debería ser laboratorio de creatividad y riesgo, se conforma con la repetición y la inercia estadística. El resultado: un ecosistema sobrealimentado, homogéneo, previsible. Todo «sabe a lo mismo», todo invita a entrar pero nada invita a quedarse.
Lo más grave es que esta saturación de clones y ciclos de servicio no solo afecta a los grandes lanzamientos. Ha contaminado incluso los márgenes del medio: los estudios pequeños y medianos, que antes buscaban diferenciarse, hoy se ven obligados a copiar fórmulas de retención, sistemas de monetización, rutinas diarias y ganchos de engagement para ser «visibles» en las plataformas, aunque eso implique diluir su propuesta. El algoritmo ya no premia la rareza ni la calidad, sino la capacidad de parecerse a lo que ya triunfa.
La paradoja es que la abundancia mata la diversidad. Donde antes había géneros, ahora hay mecánicas intercambiables; donde había comunidades que creaban cultura propia, ahora hay usuarios itinerantes que saltan de evento en evento sin tiempo para generar raíces. La experiencia de jugar deja de ser personal y significativa, para convertirse en un trámite, una rutina más en el calendario de la atención.
El ciclo es sencillo: un éxito desata una oleada de imitadores; el mercado se satura; el jugador, abrumado, abandona; los estudios cierran o pivotan; la conversación pública gira sobre el próximo hype y olvida el anterior. Las plataformas, mientras tanto, ajustan el algoritmo para mantener la rueda girando, recompensando lo viral y condenando al silencio lo distinto. Así, la mierdificación no es solo exceso: es olvido sistémico, borrado de memoria y una cultura de la inmediatez donde nada permanece, nada se celebra, nada se recuerda.
¿La consecuencia? Un medio que, en vez de evolucionar, se autocanibaliza. Donde lo que importa no es la experiencia, sino el ciclo. Donde los juegos como servicio ya no sirven a la comunidad, sino al KPI del trimestre. Y donde el arte de sorprender, de experimentar, de perder el tiempo en mundos extraños, queda relegado a los márgenes, a los valientes o a los nostálgicos que aún buscan una chispa de diferencia en un océano de déjà vus.
Nostalgia, FOMO y el espejismo de la novedad perpetua
En el ecosistema hiperacelerado de 2025, la nostalgia es un producto y, sobre todo, un anzuelo. Las grandes editoras han perfeccionado el arte de convertir el pasado en moneda de cambio, reeditando, remasterizando y reinventando sus catálogos para mantenernos cautivos en una rueda de reconocimiento perpetuo. Lo reconocible vende, el recuerdo se empaqueta y lo «clásico» se convierte en trending topic… aunque, como hemos visto, muchas veces ese pasado sea una reconstrucción superficial o un remake que entierra el original bajo una nueva capa de pintura.
El problema no es recordar —todos volvemos a los juegos que nos marcaron, buscamos el eco de una primera partida, el refugio de lo conocido—, sino cómo la industria ha convertido la nostalgia en una estrategia de retención: un gancho para reenganchar viejas emociones en un ciclo de consumo infinito. El jugador busca reencontrarse con lo que le hizo feliz, pero recibe, a cambio, versiones tuneadas, nostálgicas en la superficie y desprovistas de la incomodidad, los defectos o las limitaciones que hacían único al original. El pasado se convierte así en un menú revisado, filtrado y servido para que nunca salgamos del circuito, para que siempre haya «algo que volver a probar», aunque ya no sepamos bien si estamos redescubriendo o repitiendo.
A este ciclo de reciclaje constante se le suma el FOMO —el miedo a perderse algo— como motor principal de la conversación y el consumo. Las plataformas lo saben y lo explotan: skins limitadas, eventos irrepetibles, juegos que entran y salen de los catálogos, novedades que solo pueden vivirse «ahora o nunca». El jugador no solo busca disfrutar, sino estar al día, no quedarse atrás, no perder la conversación. Las campañas de marketing han dejado de vender juegos para vender momentos, experiencias temporales, y la promesa de ser «parte de la historia» antes de que pase la ola. Los juegos pendientes dejan de ser una biblioteca y se convierten en una cuenta pendiente imposible de saldar; la ansiedad por la novedad sustituye a la satisfacción de disfrutar lo que ya tenemos.
La mierdificación encuentra aquí su mayor aliado: el exceso de oferta se justifica porque «siempre hay algo nuevo», pero ese algo nuevo es cada vez más parecido a lo que acabamos de dejar atrás. El jugador, en vez de elegir con criterio, consume por miedo a la exclusión, por la urgencia de estar presente, por la presión invisible de no perder el tren del hype. El resultado: menos placer, menos memoria, menos comunidad. La conversación pública, que antes se organizaba en torno a las obras que nos marcaban y nos hacían hablar durante meses, ahora se dispersa en mil fragmentos de conversación efímera, trending topics que duran lo que tarda en llegar el próximo anuncio, la próxima temporada, el próximo remake.
El FOMO, convertido en infraestructura de la industria, ha vaciado de contenido la experiencia del juego: ya no jugamos para descubrir, sino para «no perdernos nada», para estar «al día», para cumplir con la tarea de ser usuario activo en un ecosistema que nunca se detiene. El placer de quedarse atrás —de tomarse el tiempo, de volver a lo pendiente, de disfrutar a contracorriente— se ha vuelto sospechoso, casi subversivo. Y la nostalgia, en vez de servirnos para reflexionar sobre el camino recorrido, se convierte en otra forma de loop, otro modo de no salir nunca del circuito de la novedad continua.
Así, el videojuego corre el riesgo de perder su mayor virtud: la capacidad de construir recuerdos, de generar historias compartidas, de dejar poso y conversación. Cuando la memoria es reemplazada por el algoritmo, el hype y el miedo a quedarse fuera, todo lo demás —la experiencia, el descubrimiento, la comunidad— queda reducido a un ciclo sin fin de consumo y olvido.
Quizá el mayor reto para la próxima década no sea solo resistir la mierdificación, sino aprender a jugar sin miedo, a elegir sin culpa, a mirar el pasado sin convertirlo en coartada para el presente y a saborear, por fin, el placer de perderse… y no de estar siempre en el centro de la última novedad.
Cuando el videojuego deja de ser el producto
En este nuevo orden, el auténtico protagonista ya no es el juego, sino el ecosistema que lo envuelve. Microsoft, Sony y Nintendo han entendido —mejor que nadie— que lo importante no es que juegues a Starfield, Helldivers 2 o Mario Kart World, sino que sigas pagando por estar dentro de la casa: que la cuota entre en tu cuenta bancaria cada mes, que el menú te reciba con luces de neón, que nunca termines de salir del parque temático. El «producto» ha mutado: ya no es la obra individual, sino la plataforma que orquesta tu ocio, mide tu engagement y dicta el ritmo de tu tiempo libre.
Esto, más que una cuestión de negocio, es una transformación cultural profunda. La propiedad se disuelve, el sentido de pertenencia se volatiliza. Los juegos pasan a ser «acceso», «licencia temporal», «contenido incluido», nunca del todo tuyos ni del todo ajenos, y la conversación que antes se tejía en torno a «aquella partida inolvidable» o «ese verano con tal juego» se dispersa en la niebla de las novedades semanales. La memoria colectiva se fragmenta, el ritual del lanzamiento desaparece: lo importante ya no es el juego que marca una época, sino el flujo ininterrumpido de títulos que apenas dejan huella antes de ser reemplazados por el siguiente.
Hoy, el verdadero éxito no es que un juego te marque, sino que logre retenerte en el menú de la consola, que te haga volver una vez más al bucle diario, que te empuje a comprobar la última novedad, a no abandonar la suscripción. Donde antes un lanzamiento era un hito que definía años —Ocarina of Time, The Last of Us, Mass Effect, Dark Souls— ahora es una notificación más entre decenas de impulsos fugaces. Solo algunos gigantes logran perforar ese muro de ruido (Elden Ring, Zelda: Tears of the Kingdom, Baldur's Gate 3), y lo hacen precisamente porque parecen desafiar la lógica de la rueda y reivindican el peso de la experiencia, la comunidad, la conversación larga. Pero la mayoría vive y muere en la barra lateral, en la lista de «recién añadidos» o «a punto de caducar», condenados a desaparecer antes de dejar poso.
Este nuevo modelo no solo diluye la memoria, sino que rediseña la forma en la que jugamos, hablamos y pensamos los videojuegos. El backlog —ese monstruo de juegos pendientes— ya no es una lista de deseos, es un síntoma de ansiedad: lo importante no es disfrutar, sino no quedarse atrás, «aprovechar» la suscripción, tachar juegos como quien rellena una hoja de cálculo. Los hilos de Reddit y las comunidades, antes espacios de conversación lenta, se han acelerado hasta convertirse en feeds de novedades, reacciones y listas de recomendaciones que caducan a la velocidad del algoritmo.
¿Por qué importa? (Y qué podemos hacer)
Podría parecer que todo esto es solo el lamento de quienes crecieron en otro mundo —más lento, más escaso, más memorable— pero sería una simplificación peligrosa. La mierdificación es un problema real porque erosiona el sentido mismo del videojuego como forma cultural: debilita la creatividad (¿para qué arriesgar si lo seguro es copiar?), ahoga la diversidad (todo acaba pareciéndose a lo que ya funciona), banaliza la memoria (el pasado solo existe si puede reciclarse como remake), y convierte la conversación en una sucesión de trending topics que nadie recuerda la semana siguiente.
La solución no es sencilla —y probablemente no sea individual—, pero sí hay gestos, pequeñas resistencias, cambios de mirada. Reivindicar la curación: exigir a plataformas y tiendas mejores herramientas para filtrar, destacar y preservar lo valioso, en vez de premiar el ruido y el volumen. Cultivar la memoria: volver a hablar de los juegos que nos marcaron, compartir experiencias más allá del último hype, recomendar sin miedo a ser «poco actuales». Valorar la pausa y la elección consciente: entender que no jugaremos a todo, que el backlog es una ficción y que la experiencia personal es más valiosa que cualquier estadística de minutos jugados.
Quizá el mayor acto subversivo sea, simplemente, desacelerar: permitirnos jugar sin la presión de estar al día, dedicar tiempo a un solo título, perder el miedo a quedar fuera de la conversación y reivindicar el placer de descubrir a otro ritmo. Convertir el videojuego —otra vez— en un espacio de sentido, de encuentro, de memoria y de creación, en vez de un trámite más en la rueda del engagement y la mierdificación.
Jugar (y recordar) en tiempos de mierdificación
En medio de este torbellino, conviene recordarse (y recordarnos) que jugar nunca fue solo cuestión de consumir. Los recuerdos que nos unen —la primera vez que superamos un jefe imposible, las tardes en casa de un amigo, las partidas compartidas, la sensación de descubrir algo único— no caben en ningún algoritmo, ni pueden traducirse a métricas de retención. Son experiencias lentas, a veces torpes, a menudo imperfectas, pero siempre significativas.
Quizá la verdadera resistencia esté en esos gestos pequeños: elegir volver a un clásico sin presión, regalar o recomendar un indie sin esperar que sea trending topic, dedicarle tiempo a un solo juego aunque la conversación se haya mudado a otro lugar, hablar en profundidad en vez de saltar a la siguiente novedad. Recuperar el derecho a elegir nuestro propio ritmo, a no vivir pendientes del menú ni de la lista de videojuegos pendientes, a hacer del videojuego una experiencia personal, comunitaria, memorable.
Porque mientras haya quienes decidan jugar a su manera, el videojuego seguirá siendo algo más que una estadística, un menú, o un ciclo de consumo. Seguirá siendo, en el fondo, lo que siempre fue: un espacio para la imaginación, el encuentro, la memoria y la libertad. Y quizá ahí, en esa pequeña grieta, esté la semilla de una industria —y una comunidad— capaz de sobrevivir, incluso, a la era de la mierdificación.
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