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'South of Midnight': los hilos del alma rota

'South of Midnight': los hilos del alma rota

Crítica ·

La última exclusiva de Microsoft llega el 8 de abril a Xbox Series, Game Pass y compatibles

Viernes, 4 de abril 2025, 09:49

Hubo una época en la que el sur de Estados Unidos era un lugar fantasmal en los mapas del videojuego. Un espacio apenas explorado, donde el folclore parecía demasiado denso, demasiado herido, demasiado incómodo para traducirse en mecánicas de juego. Por eso, cuando South of Midnight apareció con su estética de bruma espesa, criaturas traumatizadas y guitarras oxidadas, muchos quisimos creer. No en un milagro, sino en una forma distinta de habitar lo lúdico: a través de la cicatriz.

Hazel Flood, su protagonista, no es la heroína de un cuento clásico. Es más bien la nieta espiritual de esas mujeres del sur profundo que crecieron escuchando historias al borde de la hoguera, entre superstición y hambre. Su viaje comienza en mitad de un huracán —literal y familiar—, cuando la casa que compartía con su madre es arrastrada por la corriente y lo que queda de su mundo se disuelve como madera vieja. A partir de ahí, lo que se despliega no es una aventura en busca de gloria, sino una caminata por los márgenes de una cultura herida. Un intento de recoser los hilos rotos de una historia que siempre fue fragmentada.

Una fantasía gótica del trauma

South of Midnight no quiere ser solo un videojuego. Aspira a convertirse en una elegía jugable. Y cuando lo logra, lo hace con una belleza que abruma. Sus pantanos parecen pintados con tinta de luto, sus mansiones abandonadas respiran humedad emocional. No hay rincón de su mundo que no esté cargado de una tristeza antigua, como si el juego hubiese heredado el pesar de todos los cuentos que nacieron en el sur sin permiso.

El trabajo artístico es extraordinario, pero no por su fidelidad visual, sino por su capacidad de evocación. El estilo stop-motion aporta una textura de fábula incompleta. Como si todo lo que vemos fuese un sueño a medio recordar, una postal recuperada de una caja olvidada en el desván. La sensación de desarraigo está ahí desde el primer fotograma.

Musicalmente, el juego se permite algo que pocos títulos se atreven: cantar. No metafóricamente, sino literal. Su banda sonora, firmada por Olivier Derivière, se convierte en narradora. Las voces no adornan; cuentan. Cada área tiene su lamento, su canto desgarrado, su blues convertido en viento. Hay momentos en que la música se cuela por las grietas de la exploración y parece salir de la tierra misma, como si los árboles recordaran. Guitarras decrépitas, coros espirituales, una bruma sonora que acompaña más que cualquier compañero de viaje.

La belleza de lo inmóvil

Y, sin embargo, cuando uno se pone a jugar, algo se rompe.

El diseño jugable de South of Midnight es funcional, incluso amable, pero también insípido. Lo que prometía ser una exploración densa del dolor se acaba convirtiendo en una cadena de plataformas livianas, combates reiterativos y misiones que parecen cosidas con hilos de rutina. El juego no quiere desafiarte ni hacerte pensar con las manos: prefiere que observes, que sientas. Y ahí nace su contradicción: no termina de decidir si quiere que camines o que te detengas a mirar.

Las secciones de combate, por ejemplo, están ancladas a un diseño de arenas planas que ahogan cualquier posibilidad de improvisación. Las habilidades que desbloqueas apenas se combinan entre sí, los enemigos se repiten, y la cámara —enemiga declarada del ritmo— se empeña en girar en el peor momento posible. Todo parece conspirar contra la fluidez. No se siente como una batalla, sino como una espera: a que se recargue la habilidad, a que el enemigo termine su animación, a que el juego te permita volver a avanzar.

La mecánica del «desenredo», que se plantea como un acto simbólico de sanación, termina reducida a una coreografía incómoda: derrotas a un enemigo, te acercas, inicias la animación, la cámara se encierra, y en ese paréntesis de solemnidad llega otro golpe por la espalda. Lo que debería ser un momento de catarsis se vuelve una interrupción, como un suspiro mal colocado en medio de una canción.

Cuando explorar deja de ser descubrir

La exploración también sufre el peso de lo predecible. No por falta de belleza —cada rincón tiene una postal digna de enmarcar—, sino por la rigidez de su estructura. El juego está dividido en zonas donde todo está delimitado, subrayado y etiquetado. Ves una pared con ramas y sabes que tienes que usar tu habilidad para despejarla. Ves un saliente pintado de blanco y sabes que ahí toca saltar. No hay descubrimiento real, solo reconocimiento de patrones. Como si el juego te guiara con la mano y no confiara en tu curiosidad.

Hay un vacío en esa confianza. Porque South of Midnight no quiere que te pierdas, pero al evitarlo, renuncia también al misterio. Sus coleccionables no cuentan grandes historias; sus caminos alternativos son tan cortos como obvios. Y eso duele más en un juego que precisamente quiere hablar de secretos familiares, de heridas enterradas, de pasados que se insinúan más de lo que se explican. ¿Cómo puede ocultar lo esencial si ni siquiera se permite una cueva sin recompensa?

Hazel como espejo y silencio

Hazel es una figura fascinante. No por lo que dice, sino por lo que calla. Su relación con su madre, el corazón ausente del juego, se despliega a través de gestos, frases sueltas, recuerdos distorsionados. A veces parece que el juego quiere que ella sea protagonista, pero otras la empuja a ser testigo. Recorre un mundo plagado de historias ajenas, de criaturas que nacen del dolor de otros, de espíritus que cuentan tragedias que no son las suyas.

Eso, que podría ser una debilidad, acaba por convertirse en una virtud. Porque en su silencio, Hazel representa a quien hereda un mundo roto y no sabe qué hacer con él. A quien escucha, acompaña, pero aún no entiende cuál es su papel. Es una joven sin doctrina, una tejedora que apenas empieza a comprender qué significan los nudos que tiene que desatar. No salva el mundo. Solo lo recorre, lo honra, lo cose.

Y a través de ella, el juego se permite contar pequeñas fábulas donde la magia no es salvación, sino eco. Cada criatura que encontramos tiene su origen en una pérdida, en una injusticia, en un olvido. El folclore se convierte en archivo emocional. No se trata de monstruos, sino de memorias con dientes.

¿Y la esclavitud?

Hay una ausencia que resulta incómoda: la esclavitud apenas se menciona. Se insinúa en diálogos, se rodea, se enmascara en metáforas. El juego quiere hablar del dolor estructural, pero evita ponerle nombre. Y aquí el análisis se bifurca: ¿es una decisión cobarde, o un acto de respeto hacia quienes aún sienten el peso de esa palabra?

Quizá ambas cosas. Porque lo cierto es que South of Midnight no necesita nombrarla para que su sombra esté en cada paso. La cultura que retrata, los cuentos que homenajea, incluso la música que lo envuelve, todo remite a una historia atravesada por esa herida. Y sin embargo, al no abordarla de frente, el juego también evita asumir la responsabilidad de narrarla. Prefiere rendir homenaje a los ecos que a las causas. Y eso, aunque comprensible, limita su potencia.

El fracaso noble

A estas alturas, podría parecer que el juego ha fallado. Que su combate repetitivo, su exploración guiada y sus mecánicas livianas lo condenan a la decepción. Pero sería injusto quedarse ahí. Porque hay algo en South of Midnight que trasciende su propia torpeza: la voluntad de hacer algo distinto.

En un panorama donde muchos juegos buscan escalar más alto, golpear más fuerte o durar más horas, aquí hay una obra que se detiene, que escucha, que canta. Que intenta, de verdad, construir una mitología nueva sin recurrir a dragones reciclados ni a estructuras mil veces vistas. Su fracaso es noble porque nace del riesgo. Porque se atreve a contar historias de tristeza sin miedo al silencio. Porque no quiere enseñarte a ganar, sino a sanar.

Hacia un sur más íntimo

El videojuego necesita más obras como esta. No perfectas, pero valientes. No redondas, pero con voz propia. South of Midnight no pasará a la historia como una revolución jugable, pero sí como una de las tentativas más sinceras de hacer de la memoria un lenguaje interactivo. De usar el joystick no solo para saltar, sino para recordar.

Es un juego que no tiene respuestas, pero sí preguntas importantes: ¿cómo se hereda el dolor? ¿Qué hacemos con las historias que nos duelen, pero que nos forman? ¿Se puede jugar con la tristeza sin convertirla en mercancía?

Hazel no lo sabe. Nosotros tampoco. Pero mientras recorremos esos pantanos imposibles, mientras escuchamos un coro de voces viejas cantando al borde de la desaparición, sentimos que hay algo ahí. Un nudo que no se deshace, pero que tampoco se rompe.

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