'Mafia: The Old Country': Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie
Crítica ·
La producción de Hangar 13 ejemplifica el arte de abrazar las propias limitacionesEl otro día estaba hojeando mi ejemplar de Il Gattopardo, esa novela de Lampedusa que me regaló una ex hace años y que releo cada vez que siento que el mundo se me viene encima, cuando me topé otra vez con la frase que da título a este texto. «Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie», le dice el príncipe Salina a su sobrino mientras contempla desde su palacio siciliano cómo la vieja aristocracia se las apaña para sobrevivir a los nuevos tiempos. Y pensé en Mafia: The Old Country, que he terminado esta semana pasada con una mezcla extraña de satisfacción y melancolía que no me había provocado un juego en meses.
Porque este juego de Hangar 13 es, en muchos sentidos, puro Lampedusa digital. Una reflexión sobre cómo ciertas cosas permanecen inmutables mientras todo a su alrededor se transforma, sobre cómo las formas cambian, pero las pasiones humanas siguen siendo las mismas. Y también, aunque esto suene más pretencioso de lo que me gustaría, es una lección sobre cómo abrazar las propias limitaciones puede ser más honesto —y más conmovedor— que perseguir una perfección inalcanzable.
No voy a engañar a nadie: Old Country es un juego imperfecto. Tiene la inteligencia artificial de sus enemigos más tonta que un niño jugando al escondite, unas fases de sigilo que se resuelven prácticamente solas y esa manía irritante de los mundos semiabiertos de ponerte un contador en pantalla cuando te alejas dos metros del camino marcado. Me he pasado media partida maldiciendo a los guardias que se quedan mirando paredes como si fuesen críticos de arte en el Prado, y la otra media preguntándome por qué cojones me obligan a recoger estatuillas romanas si luego no puedo hacer nada interesante con ellas.
Pero es que todo eso, al final, no importa. No importa porque Old Country hace algo que muy pocos juegos consiguen últimamente: te cuenta una historia que te llega a las tripas y la cuenta sin complejos, sin vergüenza, asumiendo que tú, como jugador, vienes aquí buscando exactamente lo que él te quiere dar. Es como esos restaurantes de barrio que no tienen estrella Michelin, pero donde comes el mejor guiso de tu vida, porque la abuela que lo cocina lleva haciéndolo cincuenta años y sabe que no necesita inventar nada nuevo.
La primera vez que vi a Enzo contemplando la mina de Valle Dorata con esa mezcla de ingenuidad y ambición pintada en la cara, supe que estaba ante la enésima variación del tema del pobre diablo que se mete en la mafia y acaba perdiendo el alma en el proceso. Lo sabía, lo sabías tú, lo sabía hasta mi hijo. Y, sin embargo, a medida que avanzaba por esas primeras horas de ambientación lenta y construcción de personajes, me di cuenta de que los tipos de Hangar 13 no pretendían sorprenderme con giros inesperados o subversiones inteligentes del género. Pretendían algo mucho más difícil: hacer que me importase una historia que ya conocía de memoria.
Y vaya si lo consiguen. Porque aunque Enzo siga el arco clásico del héroe trágico mafioso —desde la inocencia inicial hasta la corrupción inevitable, pasando por ese momento de revelación en el que comprende que ya no hay vuelta atrás—, está interpretado y escrito con una humanidad que hace que cada paso de su caída se sienta inevitable pero no predecible. El romance con Isabella funciona por la misma razón. No es que sea original —el amor prohibido entre el mafioso y la chica buena es un tropo más viejo que la tos—, pero está ejecutado con esa delicadeza que solo se consigue cuando los guionistas entienden que no estás escribiendo sobre mafiosos sino sobre personas que resulta que son mafiosos. Sus encuentros furtivos en los jardines de la villa de Don Torrisi, cargados de una tensión sexual que debe tanto a El Padrino como a cualquier telenovela italiana, me recordaron por qué estos clichés se convirtieron en clichés: porque funcionan, porque conectan con algo primario en nosotros que reconoce la verdad emocional por encima de la originalidad formal.
Don Torrisi, Luca, Cesare... Todos son arquetipos que hemos visto cientos de veces, pero están dibujados con esa precisión que convierte los arquetipos en personas. No necesito que me expliquen por qué Luca se debate entre la lealtad a su jefe y su propia conciencia; se ve en cada gesto, en cada pausa antes de responder, en esa forma que tiene de mirar hacia otro lado cuando el Don da una orden que sabe que está mal. Es escritura de actores, no de guionistas, si me permites la distinción.
Una de las cosas que más me han llamado la atención de Old Country es cómo maneja su mundo aparentemente abierto. Y digo aparentemente porque, seamos honestos, es una ilusión. Puedes moverte por esa Sicilia rural preciosa, sí, pero solo hasta cierto punto, solo por donde el juego quiere que te muevas. En cuanto te alejas demasiado del sendero marcado, aparece ese contador humillante que te ordena volver como si fueses un niño que se ha portado mal. Al principio me molestó. Pensé: si me vas a dar un mundo tan bonito, al menos déjame explorarlo. Si me enseñas esas colinas cubiertas de olivos y esas ruinas romanas desperdigadas por el paisaje, ¿por qué no puedo acercarme a curiosear? Pero luego me di cuenta de que estaba pidiendo peras al olmo. Old Country no pretende ser un mundo abierto; pretende ser un escenario teatral, un decorado cuidadosamente construido para servir a una historia concreta.
Y como decorado, funciona de puta madre. Cada colina, cada casa de piedra, cada camino polvoriento está ahí para crear una atmósfera, para hacerte sentir que estás en la Sicilia de principios del siglo XX. No para ser consumido como contenido, sino para ser habitado como espacio dramático. Es la diferencia entre un parque temático y un teatro: en el parque temático puedes ir donde quieras, pero todo es igual de falso; en el teatro solo puedes moverte por donde te deja el guion, pero lo que ves es verdad.
Claro que esto genera fricciones. Esos coleccionables desperdigados por el mapa —estatuillas romanas, periódicos— que te obligan a hacer turismo arqueológico en medio de una historia sobre venganza y traición. Esas mejoras de armas y amuletos que solo puedes hacer en sitios específicos, como si Enzo fuese el protagonista de un RPG medieval en lugar de un mafioso siciliano. Son concesiones al mercado, gestos vacíos hacia unas expectativas que el propio juego parece cuestionar con cada decisión narrativa. Pero incluso estos fallos revelan algo interesante sobre el estado actual de la industria. Old Country es un juego que quiere ser una cosa —un drama criminal lineal—, pero se siente obligado a aparentar ser otra —un mundo abierto moderno— para cumplir con ciertos estándares de mercado.
Hay un momento en Old Country, no voy a hacer spoiler, en el que Enzo recibe su primera arma. No es una escena espectacular—no hay explosiones ni cámara lenta ni banda sonora épica—, solo un tipo dándote un arma y Enzo mirándole como si fuese la primera vez que se da cuenta de lo que significa tener el poder de segar una vida. La cámara se queda ahí, en silencio, durante los segundos más largos del juego, y tú, como jugador, no puedes hacer otra cosa que quedarte también, contemplando junto a él las consecuencias de tus actos. Es un momento que cualquier superproducción de 200 millones habría resuelto con un primer plano al protagonista, un flashback a su infancia traumática y tres líneas de diálogo explicando lo que está sintiendo. Aquí no hay nada de eso. Solo silencio, tiempo, y la confianza de que tú, como jugador, eres lo suficientemente inteligente para entender lo que está pasando sin que te lo expliquen.
Esa confianza, esa modestia consciente, atraviesa todo el juego. Desde las animaciones de Enzo —ese andar pausado de hombre que aún no está acostumbrado a la violencia, esa forma de coger las armas como si quemasen— hasta la dirección de arte, que evita la espectacularidad postiza en favor de una belleza más sutil y honesta. Los atardeceres sobre la campiña siciliana no necesitan filtros Instagram para ser hermosos; la arquitectura rural no necesita exagerarse para ser evocadora. Es el tipo de belleza que solo se consigue cuando tienes limitaciones presupuestarias y te ves obligado a ser creativo. Como esas películas de Visconti que parecen carísimas, pero fueron rodadas con cuatro duros y mucha imaginación, o como los primeros discos de Springsteen grabados en estudios cutres que suenan más auténticos que cualquier superproducción moderna.
Porque al final, y esto es algo que la industria parece haber olvidado en su carrera hacia la perfección técnica, la autenticidad no reside en el dinero gastado sino en la honestidad empleada. Old Country es honesto sobre lo que es y lo que no es, sobre lo que puede hacer y lo que no puede hacer. Y esa honestidad, en un mercado saturado de promesas imposibles y expectativas infladas, resulta casi revolucionaria.
Mientras escribo esto, pienso en todas las reseñas que he leído estos días desaconsejando la compra del juego hasta que esté a veinte euros, en todos los análisis que se centran en sus defectos técnicos, como si fueran argumentos definitivos para descalificarlo. Y me da una tristeza extraña, porque siento que estamos perdiendo la capacidad de valorar lo que una obra tiene en lugar de obsesionarnos con lo que le falta. Mafia: The Old Country no es un juego perfecto. Pero en una industria que se ahoga en presupuestos desmesurados y expectativas imposibles, su imperfección honesta se siente más valiosa que la perfección hueca de muchas superproducciones. Es un juego que me ha recordado por qué me enamoré de este medio: no por su capacidad de simular realidades imposibles, sino por su poder para contarme historias que me lleguen al corazón.
Como el príncipe Salina contemplando el ocaso de su mundo, Old Country parece saber que algo está acabando —quizá la era de los juegos mastodónticos, quizá la industria tal como la conocemos—. Y precisamente por eso, su existencia se siente como un pequeño milagro: la demostración de que aún es posible hacer videojuegos con alma, aunque sea con menos dinero, menos recursos y menos pretensiones que la competencia. Al final, cuando aparecieron los créditos y sonó esa música melancólica sobre las colinas sicilianas, sentí lo que no había sentido en meses jugando: que había vivido algo real, algo que merecía la pena recordar. Y en estos tiempos de sobreproducción y saturación, eso ya es bastante.