'Henry Halfhead': media cabeza, corazón completo
Crítica ·
Lululu Entertainment recupera la capacidad infantil de transformar cualquier cosa en cualquier otra, convirtiendo la limitación más radical en la libertad más completa para habitar el mundo desde todas sus perspectivasRecuerdo vívidamente cómo de pequeño el sofá del salón se convertía, sin previo aviso, en una nave espacial. La pelota de fútbol era un planeta lejano que exploraba con las manos, y la escoba de mis padres, cuando conseguía hacerme con ella, se transformaba en un caballo de batalla invencible. Había algo mágico en esa época en la que cualquier cosa podía ser cualquier otra cosa, cuando bastaba cerrar los ojos y apretar fuerte para que la realidad se plegara a nuestros deseos de transformación. Henry Halfhead, lo nuevo de Lululu Entertainment, entiende esa magia de una manera tan literal que resulta casi desconcertante: su protagonista homónimo es, efectivamente, solo media cabeza, pero puede poseer cualquier objeto que encuentre a su paso. No es una metáfora; es un videojuego que convierte la capacidad infantil de habitar las cosas en su mecánica central, y que desde ahí construye una historia sobre cómo navegamos las distintas etapas de la vida adaptándonos, transformándonos, siendo siempre nosotros mismos a través de lo que no somos.
El genial truco de Henry Halfhead —la Gran Idea, como diríamos— está en cómo convierte esa limitación aparentemente absurda (ser solo media cabeza, carecer de extremidades, no poder interactuar físicamente con el mundo de manera «normal») en la libertad más completa imaginable. Henry puede habitar una pelota y experimentar la ligereza, el rebote elástico, la velocidad descontrolada; puede meterse en una silla y sentir el peso, la estabilidad, la solidez; puede convertirse en un lápiz y descubrir la precisión, la fragilidad, la capacidad de dejar huella. Cada objeto tiene su personalidad física diferenciada —pequeños detalles que importan más que las grandes ideas—, y el juego entiende que la experiencia de «ser» cada cosa es tan importante como lo que puedas hacer con ella para resolver el puzzle de turno. La narración, cálida y empática, nunca se comporta como un instructor que te dice qué hacer, sino como un cómplice que comprende tus motivaciones incluso cuando decides ignorar el objetivo principal para experimentar con ese objeto brillante que has visto en una esquina. Es un juego que recompensa la curiosidad por la curiosidad, que entiende que tocar y experimentar no es el medio para llegar a otra cosa, sino el fin en sí mismo.
Las mecánicas se despliegan con una sencillez engañosa que esconde una sofisticación considerable. Poseer un objeto es tan simple como acercarse y pulsar un botón, pero cada posesión es un pequeño acto de empatía: para moverte eficazmente como pelota necesitas entender cómo ruedan las pelotas; para usar una silla como plataforma tienes que comprender su peso y su estabilidad. El juego funciona como una clase magistral de animismo lúdico, esa capacidad de ver personalidad y alma en los objetos cotidianos que perdemos cuando crecemos. Henry avanza por las etapas de su vida —infancia, adolescencia, vida adulta, vejez— y nosotros con él, experimentando cómo cambia nuestra relación con las cosas, cómo el mundo se vuelve más serio y las posibilidades de transformación más limitadas, hasta que en algún momento recuperamos, si tenemos suerte, esa capacidad de asombro que teníamos de pequeños.
El contexto cultural de Henry Halfhead se remonta a una tradición que tiene en Katamari Damacy su máximo exponente: esos juegos japoneses que encuentran lo sublime en lo cotidiano, que ven en lo absurdo una vía de acceso a verdades emocionales más profundas. Hay algo de Keita Takahashi en la manera en que Lululu Entertainment construye su cosmovisión doméstica, ese universo coherente que surge de la acumulación de pequeñas interacciones con objetos familiares. No necesitas grandes despliegues técnicos ni mundos fantásticos cuando cada cosa tiene su propia densidad emocional, su propia manera de relacionarse contigo y con el resto de elementos del juego. Es lo que hacían también los primeros juegos de Nintendo, esa capacidad de convertir lo simple en significativo a golpe de precisión y cariño. Henry Halfhead dialoga con esa tradición, pero también la actualiza, encontrando en la posesión de objetos una metáfora perfecta para nuestra manera de adaptarnos a las circunstancias: no podemos cambiar lo que somos, pero podemos cambiar cómo habitamos el mundo, qué perspectivas adoptamos, cómo nos relacionamos con lo que nos rodea.
No llegaría a decir que todo funciona a la perfección en Henry Halfhead, aunque sus aciertos superan con mucho sus carencias. El juego sufre de cierta repetición mecánica en su tramo medio, cuando la novedad de poseer objetos empieza a rutinizarse y algunos puzzles se resuelven más por inercia que por descubrimiento genuino. Hay momentos en los que se nota la tentación de añadir complejidad por la complejidad, objetos que están ahí más para inflar el número que para aportar algo específico a la experiencia. Pero son consideraciones menores cuando piensas en Henry Halfhead en global, en lo compacto y memorable de una propuesta que tiene la inteligencia de terminar antes de que se agote su magia. El juego dura lo justo —unas dos horas si vas a lo básico, bastantes más si te dejas llevar por la experimentación— y esa brevedad es una virtud, no un defecto. Es un juego que entiende que hay historias que necesitan contarse despacio, con tiempo para la contemplación, pero que también saben cuándo han dicho todo lo que tenían que decir. La construcción emocional es progresiva y acumulativa: empiezas sonriendo por las travesuras de Henry niño y terminas emocionándote con las reflexiones de Henry anciano, sin grandilocuencia ni aspavientos exagerados, solo con esa elegancia que resulta atemporal cuando se trata bien a los sentimientos.
Al final, Henry Halfhead nos recuerda que seguimos siendo, en el fondo, esos niños capaces de convertir un sofá en una nave espacial. Los pequeños detalles de una vida completa no están en los grandes momentos, sino en nuestra capacidad de encontrar magia en lo ordinario, de seguir siendo curiosos cuando todo conspira para que dejemos de serlo. Media cabeza es suficiente, parece decirnos el juego de Lululu Entertainment, si mantienes el corazón completo. Los objetos nos esperan, pacientes, dispuestos a prestarnos su manera de ver el mundo. Solo tenemos que recordar cómo habitarlos.