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Durante años, el mapa conceptual del videojuego ha adorado trazar fronteras. Ha dicho: 'aquí va el rol occidental, allá el JRPG; esto es acción, aquello es narrativa'. Como si el medio pudiera encajar en casilleros con etiquetas limpias. Pero la historia —caprichosa y contumaz— nos enseña una y otra vez que las fronteras se disuelven, que las influencias se filtran por ósmosis y acaban contaminándolo todo con su polen conceptual. Y aquí aparece la afirmación que nos sacude como una bofetada: «Elden Ring es, de hecho, el Dragon Quest III de From Software». La frase surgió en un intercambio entre Víctor Martínez y Adrián Suárez (nombres familiares para el lector versado en la prensa especializada patria), y al principio suena a boutade, a chiste interno. Pero es como una semilla plantada en la cavidad craneal: cuanto más la piensas, más sentido cobra, más savia destila, más ecos hallas al rascar bajo la corteza de una supuesta incoherencia.
El JRPG lleva décadas filtrándose bajo la piel de la industria, trasvasando sus modos y maneras no sólo a su descendencia directa (los Final Fantasy, los Persona) sino a géneros y tradiciones en apariencia extrañas. Ha ocurrido con tanta sutileza que a veces no somos conscientes de ello. Pero cada vez que un juego nos sugiere explorar sin empujarnos, cada vez que una historia se fragmenta en pedazos mínimos que debemos recomponer con voluntad detectivesca, cada vez que la libertad se encastra con un plan maestro invisible, es probable que el ADN del JRPG esté latiendo, inadvertido. En algún punto del genoma cultural del medio, Dragon Quest III plantó las bases de una filosofía que hoy palpita, casi cuarenta años después, en las laderas oscuras de las Tierras Intermedias de Elden Ring.
Corría 1988 y Dragon Quest III no era sólo un videojuego: era un fenómeno social en Japón, un ritual colectivo. Lo que allí se estableció trascendía una simple fórmula: era una epistemología del diseño, un nuevo lenguaje que redefinía cómo pensamos los videojuegos. Su mapa —reducido comparado con nuestras dimensiones actuales— era, sin embargo, un prodigio de sugerencias. Cada pueblo no sólo vendía ítems; era un nodo narrativo, un compás en la partitura del viaje. Cada mazmorra equilibraba desafío y descubrimiento. Cada vez que el jugador avanzaba, entendía mejor no sólo las mecánicas, sino la lógica interna del mundo. Dragon Quest III enseñaba, con su voz suave, que se puede guiar sin arrastrar, que la libertad es más dulce cuando el jugador cree elegir, aunque la arquitectónica del mundo haya sido diseñada con el ojo de un relojero.
Aquello no era sólo una moda: era un acta fundacional. El JRPG se empapó de esa lección y con el tiempo la exportó a otras sagas, a otras épocas, a otros géneros que ni remotamente pensaron estar bebiendo de la misma fuente. Como un río subterráneo, la influencia siguió corriendo bajo el suelo. Y no tardaría en aflorar en lugares insospechados.
Si algo define al JRPG es su condición proteica. Cuando otros géneros se estancaban en fórmulas cerradas, el JRPG se comportaba como un alquimista medieval, tomando elementos ajenos y devolviéndolos transfigurados. Lo hemos visto en Mass Effect, con su insistencia en la dimensión emocional de la tripulación, un eco lejano de las parties de héroes con su drama interno. Lo vemos en Dark Souls, que, aunque se presente con ropajes 'occidentales' en su estética, encierra un corazón que entiende el progreso del jugador como un viaje cognitivo, algo muy querido por el JRPG: el crecimiento de tus estadísticas que, a la vez, se entrelaza con una comprensión cada vez más profunda del entorno.
El JRPG no se aferra a sus tropos superficiales. No necesita combates por turnos para transmitir su esencia. Lo que define al JRPG no se encuentra en un decálogo rígido; más bien está en cómo concibe el viaje del jugador: una coreografía que entrelaza exploración, narrativa y descubrimiento gradual. Y ese modo de pensar ha impregnado a la industria entera. Así vemos 'Breath of the Wild', 'The Witcher 3' o incluso shooters con progresiones de héroes que, al final, beben sin saberlo de esa sensibilidad nipona que Dragon Quest III consolidó. El JRPG es hoy un idioma latente, un sustrato conceptual y emocional.
Tomemos aire y volvamos a la hipótesis chocante: «Elden Ring es el Dragon Quest III de From Software.» ¿Significa que Elden Ring es un JRPG de manual? No, claro que no. Elden Ring no viste armaduras kawaii ni trocea su progresión en menús superpuestos. Pero sí hereda la filosofía esencial: un mundo abierto, no entendido como parque de atracciones con íconos por doquier, sino como un tejido donde la libertad y la estructura se entrelazan. Como hacía Dragon Quest III en su escala 8 bits, Elden Ring ofrece un mapa que a la vez sugiere y retiene, que libera y encauza. El jugador investiga, se pierde, encuentra secretos. No hay necesidad de una flecha brillante: el diseño está hecho para que la intuición y la curiosidad sean tus mejores herramientas. Eso, amigos, es pura herencia del JRPG clásico, que ya enseñó cómo el mapa podía ser un maestro silencioso.
Elden Ring no inventa la rueda del mundo abierto; la reescribe bajo su código genético, uno que proviene en parte de esa estirpe antigua. Con Dragon Quest III aprendimos que la progresión no consiste meramente en avanzar niveles; radica también en desentrañar las lógicas profundas que rigen su mundo. Elden Ring lleva esa noción hasta el paroxismo: ni siquiera necesitas entender una historia lineal, basta con absorber la geografía, la posición de los enemigos, las migas de pan que From Software coloca con su sadismo habitual. La relación es conceptual, no superficial, y ese es el tipo de conexión que vibra más fuerte cuanto más la piensas.
En Dragon Quest III, cada ciudad era un semillero de historias mínimas: el rumor del herrero, la chica que perdía un colgante en las afueras, el anciano que recordaba una época distinta. No eran tramas épicas, pero cimentaban un clima que te hacía creer en el mundo. Avanzamos décadas, y From Software elimina gran parte del texto y las conversaciones. En Elden Ring, las aldeas podrían ser ruinas; las historias las cuentan los huesos en el suelo o un objeto con descripción críptica. Pero el principio es el mismo: narrativa distribuida, fragmentada, sugerida en lo minúsculo. El jugador debe hilar, igual que en un JRPG clásico, donde cada habitante daba una pista para reconstruir el mosaico del lore.
Esta continuidad conceptual nos recuerda que el JRPG no era sólo combate: era una filosofía sobre cómo un mundo cobra vida. Donde antes teníamos NPCs parlanchines, ahora tenemos ruinas elocuentes sin voz. Cambian las herramientas, persiste la idea: el mundo no te escupe la verdad; te la deja al alcance, esperando que tú la recojas y la recompongas. Es un puente invisible entre el ayer del JRPG y el hoy de Elden Ring.
La pregunta '¿Elden Ring es un JRPG?' acaba siendo un espejo de cómo consumimos los videojuegos hoy. Las etiquetas se han disuelto. Aún conservamos nombres, pero suenan huecos. El JRPG ya no es una cajita acotada: su huella está en todas partes. Este fenómeno no es casual: la industria madura, las influencias viajan a la velocidad del meme, las fronteras culturales se disuelven y las ideas sobrevuelan hemisferios. Un juego de Yoko Taro puede inspirar una mecánica que, diez años después, acaba en un ARPG escandinavo; una solución de diseño de Dragon Quest III, tras multiplicar su ADN en docenas de títulos nipones, termina filtrándose en la visión de Hidetaka Miyazaki para Elden Ring.
Es un mestizaje que no atañe sólo a los AAA ni a los indies puros. Como un virus cultural beneficioso, el JRPG infecta nuestra memoria colectiva, garantizando que las mejores lecciones no se pierdan. Por eso Elden Ring puede 'sonar' a JRPG sin necesidad de adoptar sus tópicos formales: la influencia es más sutil, más profunda.
La mayor enseñanza que deja esta reflexión es que el videojuego es un organismo vivo que muta con el tiempo. Dragon Quest III, lanzado en una época dorada, pero primitiva, plantó semillas que ahora germinan en bosques lejanos. Elden Ring, un soberano del mundo abierto actual, puede verse como un fruto tardío del linaje que ese JRPG ochentero-noventero instauró. No importa cuánto cambien los gráficos, las mecánicas o el tono: las filosofías originales siguen respirando entre las líneas de código y las piedras del camino.
Y allí, en la distancia temporal, Víctor y Adrián señalaron la conexión. Al principio uno ríe incrédulo, pero después asiente: sí, Elden Ring participa de ese legado. No es cuestión de decir «Elden Ring es un JRPG» en un sentido estricto —nadie pide tal rigor— sino de entender que las ideas de libertad sutil, progresión cognitiva, narrativa dispersa y equilibrio entre guía y sorpresa se remontan a la tradición del JRPG clásico. Este reconocimiento, esta voluntad de tender puentes entre juegos aparentemente inconexos, es un acto de lectura histórica, de arqueología cultural. Como si Elden Ring, al exponer sus ruinas y retos, te invitara también a recordar las huellas más antiguas del medio.
Así, la provocación deja de serlo. La afirmación de Adrián no buscaba una respuesta dicotómica; buscaba resaltar el tapiz complejo de influencias que nos rodean. Si Dragon Quest III fue un cimiento, Elden Ring es una catedral diferente, pero que en sus arbotantes esconde la misma fuerza conceptual. Si una obra como esta puede leerse bajo el prisma del JRPG, es porque el JRPG—ese alquimista sin nacionalidad fija— ha impregnado la consciencia del videojuego.
Tal vez ya no importe responder con un 'sí' o 'no': la belleza está en la tensión creativa que nos hace repensar las categorías y las genealogías. En un mundo donde todos los géneros se tocan, la afirmación inicial se erige en un recordatorio de que, bajo la capa superficial, las líneas del tiempo se entrecruzan. Y si Víctor y Adrián, curtidos en la contemplación crítica, se quitan el sombrero ante esta idea, es porque ella nos obliga a volver a mirar el mapa mental del videojuego y descubrir, con placer y asombro, que la historia se escribe en susurros y no en proclamaciones estridentes. Lo que Dragon Quest III inició, Elden Ring lo renueva sin necesidad de fanfarronear. Y ahí, en el silencio y la complicidad de los que saben leer entre líneas, radica el sentido de esa reflexión.
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