Sí, el continuismo puede ser el mayor acto de honestidad en el videojuego
Frente a la exigencia de lo inédito, Kojima y otros defienden el derecho a explorar de nuevo sus propios sistemas e ideas. Una reflexión sobre madurez, obsesión y profundidad en tiempos de scroll infinito
Hay algo hipnótico en la obstinación de Claude Monet: ese afán casi místico por pintar la catedral de Ruan una y otra vez, a distintas horas y bajo distintas luces. Cualquiera diría que es locura, o tedio: el mismo motivo, repetido hasta el vértigo. Pero en cada cuadro, la piedra vibra de forma diferente; la diferencia está en el matiz, en el temblor sutil de la atmósfera, no en el contorno general. Pienso en Monet cada vez que el mundo del videojuego se escandaliza por el continuismo. El último epicentro ha sido Death Stranding 2, acusado de repetir mecánicas y obsesiones. Como si la reiteración fuese, de entrada, una renuncia al arte y no, quizás, una de sus formas más profundas de exploración.
Esa obsesión por la novedad —ese ídolo de la cultura digital— a menudo niega el valor del crecimiento auténtico. Igual que Monet buscaba en la repetición el milagro del matiz, hay juegos que regresan a sus sistemas y temas para ahondar, no para dormirse. El continuismo no es la tumba de la creatividad: puede ser la manera más honesta de decir «aún no he terminado con esto».
Frente a la fiebre del cambio constante, defender el regreso —mirar con otros ojos— es reclamar para el videojuego el derecho al tiempo lento y al eco. Lo que propongo aquí es intentar descifrar qué nos susurra un juego cuando insiste en sus propios pasos. La palabra «nuevo» en videojuegos se ha vuelto poco menos que dogma. Nuevo personaje, nueva mecánica, nueva ambientación: la industria y la comunidad parecen atrapadas en un ciclo de actualizaciones y anuncios donde todo debe ser ruptura, promesa de lo inédito. El scroll infinito, esa liturgia diaria ante la pantalla, resume bien nuestra ansiedad: sólo lo distinto merece atención.
Sin embargo, la novedad suele ser un espejismo. El progreso en el videojuego, como en el arte, es menos una línea recta que una espiral: muchas veces, cada vuelta apenas modifica el dibujo, pero transforma nuestra manera de observarlo. Esta exigencia de originalidad se ha convertido, a veces, en una camisa de fuerza: no se trata tanto de avanzar como de aparentar que todo avanza. Por eso, el miedo al estancamiento genera una carrera de novedades superficiales, en la que se valora más el disfraz de lo nuevo que la honestidad de volver a mirar lo mismo desde otra perspectiva. Y en ese vértigo, corremos el riesgo de perder la verdadera cadencia: la capacidad de detenerse, observar y entender que avanzar también puede ser profundizar.
Quizá por eso, cuando la maquinaria de la novedad se vuelve agotadora, busco refugio en aquellos artistas que han encontrado en la repetición un territorio fértil. No pienso sólo en Monet y sus catedrales. Pienso en Yasujirō Ozu, filmando una y otra vez los mismos salones bajos, las mismas conversaciones cruzadas entre padres e hijos en hogares japoneses donde el tiempo se pliega y las generaciones se miran de reojo. Ozu filmó la misma película tantas veces que acabó inventando un género propio: la poética de la variación mínima, el temblor de lo familiar que, con cada iteración, revela una grieta distinta.
En la música, el minimalismo de Steve Reich o Philip Glass descansa en la repetición obsesiva de motivos, que poco a poco se desplazan, se entrelazan, se bifurcan, generando un efecto hipnótico. Hay piezas donde apenas se percibe el cambio, pero al final de ese largo viaje circular, la melodía nos ha transformado, como si hubiésemos atravesado una frontera invisible. El jazz, también, lleva ese ADN de la reiteración creativa: el estándar tocado una y otra vez, cada vez distinto, cada vez igual, en busca de un brillo que sólo emerge cuando se acepta la estructura y se juega con sus márgenes. Incluso en la literatura, la obra de Proust o de Beckett se construye sobre la reiteración: la búsqueda del tiempo perdido, el personaje que repite gestos y palabras, atrapado en un bucle que es a la vez condena y promesa de redención.
Nada de esto sería posible si la repetición no tuviese, en sí misma, una potencia radical. Si los videojuegos sueñan con ser arte, quizá deberían aprender que el verdadero genio no siempre está en romper el molde, sino en mirar el mismo motivo con ojos nuevos, en descubrir matices donde otros sólo ven rutina. La diferencia no siempre se encuentra en el salto, existe, también, en el matiz: esa luz sutil que sólo revela el paso del tiempo, la experiencia y el deseo de comprender más allá de la primera impresión. Frente a la ansiedad del cambio, existe una forma de creatividad que se asienta en la paciencia, en la fidelidad a una idea que aún no se ha dejado agotar. El arte —y el videojuego, cuando se atreve— puede permitirse la repetición, el eco, la segunda mirada. Lo contrario sería exigir a la vida que cada día sea irreconocible al anterior, y olvidarse de que la belleza a menudo reside en volver a casa y encontrar que algo ha cambiado, aunque las paredes sean las mismas.
El videojuego, quizá por su juventud o por ese apetito perpetuo de epatar al público, ha vivido siempre a medio camino entre la ruptura y la repetición. Hay sagas que han hecho del continuismo un arte; otras han confundido la costumbre con el letargo. Es tentador pensar que sólo sobreviven los que reinventan la rueda en cada entrega, pero la historia del medio —si uno la mira con la calma de quien recorre un museo y no una feria— revela otra verdad: los grandes avances casi nunca llegan de golpe, sino a través de sucesivas capas de insistencia, refinamiento, hasta el punto de que, a menudo, lo que parecía estancamiento era solo una forma secreta de maduración. En el fondo, la madurez de un juego —como la de una saga, o de un medio entero— no se mide por la acumulación de novedades, sino por la capacidad de volver y ver distinto. El peligro no está en repetir, reside en dejar de mirar.
Death Stranding nunca buscó la sorpresa fácil. En un medio acostumbrado a disfrazar lo familiar de prodigio, Kojima prefirió la incomodidad de lo lento, el temblor de la soledad y el viaje introspectivo. Caminar, cargar, volver a caminar: lo esencial era simple, pero siempre había un nuevo matiz en cada trayecto, una atmósfera diferente. La emoción surgía en esa reiteración, en descubrir que el mismo suelo puede ser diferente bajo otra luz. Resulta curioso que la crítica a Death Stranding 2 se centre precisamente en su decisión de regresar: se le acusa de repetir ideas, mecánicas, hasta obsesiones. Pero el regreso —el eco, la insistencia— es parte del lenguaje de Kojima. En Metal Gear, la memoria y el trauma no se resuelven con un único corte; son capas que el autor desmenuza una y otra vez, preguntándose por la herencia, el tiempo, el peso del pasado.
Es fácil exigir revoluciones desde fuera. Más complejo es aceptar que la maduración de una obra (o de un autor) implica ahondar en los propios temas, explorar lo que aún no se ha dicho del todo. El verdadero continuismo no es copiar, sino atreverse a mirar —y a hacernos mirar— desde otro ángulo lo que parece conocido. Hay honestidad, incluso coraje, en volver a la misma piedra.
Quizá por eso, en Death Stranding 2, la promesa vive en el matiz y no en la novedad a cualquier precio; en cómo la reiteración permite afinar el mensaje sobre el mundo, la soledad, la comunidad. Hay historias y sistemas que sólo revelan su profundidad cuando se les concede una segunda o tercera mirada. Quizá el problema real con el continuismo no es el tedio, sino el miedo al tedio. Vivimos en una cultura donde la rapidez es un valor y la novedad, un reclamo constante. Todo lo que se parece a una idea repetida parece sospechoso de pereza.
Pero esa ansiedad nos priva de algo esencial: la epifanía que sólo llega cuando habitamos el matiz, cuando regresamos a una mecánica, una pregunta o un escenario y descubrimos lo que antes se nos escapaba. Saltar mil veces el mismo abismo en Super Mario transforma el salto: primero es reflejo, después es reto, al final casi es rito. Es en la reiteración donde la experiencia se decanta y, a menudo, cobra sentido. La pregunta que deberíamos hacernos no es si un autor se repite, sino si el regreso aporta una nueva mirada, una profundidad que antes no estaba ahí. Al exigir la novedad perpetua, olvidamos la paciencia, el goce del detalle y la posibilidad de la transformación interior. Un sistema, una narrativa, incluso una mecánica, pueden revelar sorpresas si se les concede el tiempo necesario para respirar.
Death Stranding 2 —como tantas otras secuelas o revisitas— nos invita a bajar el ritmo, a aceptar la reiteración como parte del viaje y no como un obstáculo. Frente al dogma de la inmediatez, el continuismo puede ser un acto de resistencia: el derecho a insistir, a buscar significado en lo que todavía no se ha agotado. Existe una idea extendida de que sólo la ruptura radical encierra verdad. Pero hay juegos y autores que han hecho de la reiteración una declaración: una forma de pensamiento, casi una ética. Kojima es un ejemplo claro, pero no el único. Ahí están las arquitecturas repetidas y los ciclos de Dark Souls, donde el mundo parece devolvernos una y otra vez a las mismas preguntas sobre el desgaste, la perseverancia y el sentido.
El continuismo consciente es una invitación a la introspección, no un síntoma de agotamiento. Cuando un creador vuelve a su sistema —a su pregunta, a su obsesión— y decide mirarlo de nuevo, con otra luz o desde otro ángulo, está reconociendo que el significado no se agota con la primera mirada. En Hitman, por ejemplo, el regreso a una fórmula es también un proceso de depuración: cada entrega pule, ajusta, profundiza, y así la repetición se convierte en laboratorio de matices. No se trata de justificar cualquier secuela automática o cualquier skin reciclado. La repetición vacía, sin propósito ni discurso, sí es ruina. Pero cuando hay voluntad y deseo de explorar, la reiteración puede ser la forma más honesta de seguir preguntando. «Aún no he terminado de decir esto», parece decir el autor que regresa, «y quizá tú tampoco hayas terminado de entenderlo».
Por eso, en lugar de rechazar el continuismo por sistema, haríamos bien en preguntarnos qué significa realmente esa insistencia: si hay en ella una búsqueda genuina, una maduración, una invitación a mirar con mayor profundidad lo que antes dábamos por visto. Por eso vuelvo, inevitablemente, a Monet y a su catedral incansable. No es la fachada la que cambia: es la mirada que se detiene, paciente, a descifrar la vibración del aire, el peso de la luz en la piedra. Así también ocurre en el videojuego cuando un autor —sin pedir disculpas— regresa a su propio paisaje de ideas y sistemas. La innovación no siempre pasa por derribar lo anterior; a veces consiste en habitarlo de nuevo, con otros ojos, permitiendo que el tiempo y la experiencia extraigan nuevos matices de lo ya conocido.
Defender el continuismo no es resignarse al ciclo vacío, es aceptar que el sentido hondo llega después de varios viajes, de rodear la misma piedra hasta descubrir grietas y relieves invisibles al primer vistazo. Hay madurez en esa insistencia: la del creador que no se avergüenza de sus obsesiones, la del jugador que encuentra belleza en el regreso.
Quizá Death Stranding 2 no revolucione el medio, ni rehaga las reglas del juego moderno. Pero si se le permite, puede ser el escenario donde la reiteración se transforma en revelación, donde la segunda o tercera mirada descubre un significado que la novedad por sí sola nunca alcanzará. En esa paciencia, en ese eco, está la promesa secreta del videojuego como arte: transformar el regreso en descubrimiento, y la repetición —cuando es honesta— en una forma de verdad. No hace falta dinamitarlo todo para encontrar algo nuevo. A veces basta con mirar de nuevo, y dejar que el matiz hable por sí mismo.