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'Breath of the Wild' y 'Tears of the Kingdom' Switch 2 Edition: Los Zelda que nunca se acaban

Crítica ·

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Viernes, 13 de junio 2025, 09:42

Hubo un tiempo en que los videojuegos eran líneas. Trazaban una dirección, una intención, un final. Se empezaban para llegar a alguna parte: una princesa, un jefe, un desenlace. Hoy, algunos de ellos se parecen más a archipiélagos. No se recorren: se habitan. No se superan: se visitan. Y en esa categoría extraña, indeterminada, suspendida, Zelda —o al menos sus últimas encarnaciones— ocupa un lugar tan inconcreto como inevitable.

Llevo años saltando de una isla a otra dentro de Hyrule. Terminé Breath of the Wild, aunque el verbo «terminar» no sea del todo justo. Digamos que vencí a Ganon, vi los créditos, cerré mi tiempo ahí... Tears of the Kingdom, en cambio, sigue abierto como una fruta que no se decide a pudrirse. No lo terminé en su día. No creo que lo haga. Pero sigo acudiendo a él como quien vuelve a un recuerdo: sin saber del todo por qué, sin esperar nada nuevo, sin más motivo que el de estar un rato cerca de algo que me sostuvo una vez.

En estos días, con la llegada de Switch 2 y sus bendiciones técnicas —texturas más afiladas, 60 fps que cortan el aire, esa nitidez quirúrgica que a veces resta más de lo que da—, Nintendo ha puesto sobre la mesa un gesto tan esperable como extraño: actualizar el pasado. Breath of the Wild y Tears of the Kingdom han recibido su baño de juventud digital, y se muestran ahora rejuvenecidos, brillantes, casi desvergonzados. Pero lo que late detrás de esa cirugía estética es la oportunidad de regresar, más allá de una experiencia mejorada. Volver no como quien reemprende un viaje, sino como quien camina entre ruinas conocidas.

Lo primero que noté al cargar mi partida de TOTK fue, aunque no lo creas, el eco. Nada de la resolución, ni la fluidez, ni siquiera la música, sino el eco. Ese eco interior que solo ciertos juegos activan, como si hablaran tu yo anterior en lugar de con tu conciencia presente. Aparecí en un risco, con media rueda de resistencia y una sospecha imprecisa de por qué estaba allí. El mapa estaba garabateado, los ítems desperdigados, los enemigos en su sitio. Pero yo no. Yo había cambiado. Y, aún así, el vínculo seguía allí, como un lazo que ni el tiempo ni el olvido terminan de soltar.

Decimos que los videojuegos cuentan historias. Pero los Zelda recientes no narran: esculpen. No en mármol, sino en sensaciones. Lo que permanece no son los eventos ni los diálogos —esos se difuminan rápido— sino la textura de lo vivido. La vibración de una hoja moviéndose sola en un claro. El sonido de tus pasos en la cima de una torre. El momento en que decides obviar el camino trazado para lanzarte al abismo y confiar en que la paravela te alcance. Son pequeños islotes de experiencia que se acumulan como piedras en el bolsillo: fragmentarios, pero innegables.

Por eso Tears of the Kingdom no me pide que lo termine. Me pide que lo recuerde. Que lo vuelva a tocar. Que le dé treinta minutos entre dos obligaciones, una noche de esas que no invitan al compromiso, pero sí a la contemplación. No hay urgencia. Solo posibilidad. Y en ese gesto sin promesa, sin recompensa, está la clave de su permanencia.

A menudo me descubro comparando TOTK con un álbum de fotografías mal ordenado. Si lo miro con calma veo que su cronología, su lógica y su desarrollo está desperdigada. Es un cúmulo de momentos: aquí Link está en una caverna, rodeado de musgo y luciérnagas. Allí en el cielo, sobre una piedra flotante que cruje al pisarla. Más allá, en la profundidad, con la luz teñida de rojo y el corazón acelerado por cosas que no se ven. Cada imagen es un recuerdo. Cada recuerdo, una isla. Y como todo archipiélago, no importa tanto cómo se conecta, sino cómo se siente cada fragmento al pisarlo.

Esa es, quizá, la mayor revolución de estos Zelda: han disuelto la linealidad sin perder la dirección. Te lanzan al mundo para que te disuelvas en él en lugar de para que lo conquistes. Y eso produce un tipo de vínculo que no se parece a los de antes. No hay nostalgia, porque no hay un «antes» definido. Hay presencia. Zelda no se juega como una novela, sino como un diario al que uno vuelve cuando necesita respirar distinto.

Con Switch 2, los contornos del mundo se han afilado. Las sombras se proyectan con más elegancia. Los reflejos del agua son menos torpes. Pero la sustancia sigue siendo esa mezcla indeleble de libertad y vacío. Porque Zelda, en el fondo, no ha cambiado. Y tampoco yo. O sí, pero solo lo justo para entender que no quiero un juego que me devore, sino uno que me permita desaparecer a trozos. A veces paso semanas sin tocarlo. Pero sé que puedo volver. Y eso lo convierte en algo más que un entretenimiento. Lo convierte en refugio. En idioma privado. En topografía emocional. No sé si lo terminaré algún día. Tal vez sí, tal vez no. Pero eso ya no importa. No porque no me interese el desenlace, sino porque he entendido que Tears of the Kingdom no es una historia que se cierra, sino una colección de momentos que se abren. Y entre esas aperturas encuentro mi lugar.

Hay juegos que se conquistan. Otros que se entienden. Zelda, en cambio, se recuerda. Como se recuerda una canción que escuchaste de niño, como se recuerda una casa donde fuiste feliz, aunque no sepas cuántas ventanas tenía. Así es mi Zelda: un archipiélago emocional, disperso y esencial, que sigo visitando cuando el mundo me exige demasiada coherencia.

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