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'Arco': Donde la arena del desierto absorbe la sangre y la memoria

'Arco': Donde la arena del desierto absorbe la sangre y la memoria

Crítica ·

Una original aproximación al western disponible para Nintendo Switch, PC y Mac

Martes, 21 de enero 2025, 09:21

La forma en que un juego trenza sus historias y nos obliga a lidiar con ellas me parece mucho más poderosa que cualquier tabla de especificaciones técnicas o frames por segundo. Sobre todo cuando nos topamos con casos como 'Arco', una pequeña gran rareza que mezcla el ruido del desierto, una sed de venganza atávica y unos combates tácticos que brillan como el filo de un cuchillo. El viaje de Arco me dejó el corazón temblando, los sticks de la Switch hechos un ovillo de sudor, y la certeza de que hay historias que uno no puede sacudirse con un simple clic en 'New Game+'.

Arco arranca, a primera vista, con una secuencia que podríamos calificar de serena: un campamento, el cielo azul límpido y la silueta de un joven en su búsqueda de un lugar supuestamente sagrado. El pixel art minimalista, pero lleno de matices, que roza la apacible belleza de los murales que alguien pintaría con cuatro pinceladas de color. Sin embargo, basta avanzar un poco más para percibir el ambiente cargado, esa tensión de la que uno se percata cuando la calma se impone, sí, pero de manera forzada. Como si algo hubiera reventado antes de llegar nosotros.

No tardamos en descubrir que esta tierra, aparentemente fértil y amable, está manchada de sangre antigua. Una sangre que, por lo que indican las voces del pueblo, volverá a fluir. Cuatro historias, cuatro relatos de gente a la que la fortuna no le regala ni una pequeña tregua, se entretejen en un solo tapiz: la llegada brutal de unos colonizadores que parece haberlo contaminado todo, la búsqueda desesperada de justicia por parte de unos guerreros y comerciantes, y un trasfondo de magia que, a ratos, roza lo sagrado. El resultado es un mosaico de personajes tan auténticos que uno casi oye su respiración a través de la pantalla. Arco fragmenta su historia en grandes actos —o tal vez sería más exacto hablar de 'arcos', literalmente—, cada uno con un protagonista distinto y un tono propio. Puedo asegurar que el salto entre uno y otro es como cambiar de caballo a mitad de la carrera: al principio desconcierta, pero acabas agradeciéndolo. No quiero hablar de más, sobre ellos y otros personajes. Solo diré que cada uno maneja sus motivaciones y su relación con esa invasión que devasta la región. Cada uno sufre el choque contra el mismo enemigo, sí, pero por caminos que parecen contradecirse o, al menos, divergentes, hasta que la trama los va cosiendo en un broche final que… Bueno, no diré más, pero consigue ese efecto de «qué demonios, me quedaría en este universo para siempre» que solo los grandes relatos imponen.

Lo mejor, quizá, es que no se conforman con ofrecer historias paralelas. Desde el primer capítulo, Arco se encarga de recordarnos que todo es un solo tejido. Un personaje que viste un poncho casi ridículo, un comerciante que dice llevar noticias de no sé qué tribu, un mercenario con el ceño arrugado, todos ellos van cruzando sus caminos y dejando un rastro. Es al final cuando uno ve la estela que han conformado y, honestamente, el aplauso mental es inevitable. Podría extenderme en la narrativa, pero prefiero no sabotear lo que Arco oculta entre las dunas y el polvo de su mundo. La obra no se limita a ofrecernos una panorámica predefinida de quién vive y quién muere, de cómo se resuelven las disputas entre la gente del lugar y los colonos. Tampoco se contenta con un sistema binario de karma, tan habitual en el medio. En su lugar, maneja una idea más compleja y, al mismo tiempo, más íntima: la culpa. El juego rastrea las acciones que tomamos en los diálogos y en el mundo, y las va transformando en un espectro que pesa sobre nosotros. Literalmente.

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Imagínate que, en un ataque de desesperación, te niegas a ayudar a un aldeano gravemente herido. «¿Qué demonios gano yo con desperdiciar mis últimas vendas aquí?», piensas. Efectivamente, tu inventario queda intacto, tu salud no corre riesgo, pero esa acción te persigue luego en forma de fantasma en el siguiente combate. Un fantasma que no acata las reglas del turno, se abalanza a su aire cuando menos te lo esperas y te obliga a adaptarte y ceder. Es una pirueta brillante: la moral, esa entelequia inasible, convertida en algo corpóreo, en un obstáculo muy real. Y, por supuesto, la culpa no solo surge si actúas con crueldad. Un pacto con un viejo enemigo, un favor a un desconocido… a veces la culpa aflora por causas más retorcidas, que solo uno mismo entiende. Así, el juego te empuja a reflexionar, a debatirte con tu conciencia. ¿Merece la pena un atajo inmoral, pero que alivia la partida? No es la típica moralina de «buen final o mal final», sino una invitación a sentirte tan enredado como los propios personajes.

Hablar de Arco sin mencionar su combate sería un sacrilegio. Puede que, en las primeras horas, te pille algo descolocado. Pareciera un híbrido entre un RPG táctico isométrico y un puzzle de reflejos. El turno no es estático: cuando todos los enemigos se preparan para disparar en el próximo 'tiempo', tal vez tu mejor baza sea una voltereta para ponerte a cubierto, o un ataque que corte el flujo de su rifle. Si te quedas quieto calculando todo, verás un icono sobre la cabeza de cada rival, adelantándote si van a cargar, disparar o moverse. Te corresponde a ti interrumpir, esquivar o aprovechar la ventana en la que recargan para asestar un flechazo. Mientras, cuidas tu barra de habilidades, que pide un pequeño reposo entre usos, y mimas tu salud, protegiéndote con ítems que decidiste equipar antes de lanzarte a la gresca. A veces, cuando al fin te ves libre de proyectiles y ves un atisbo de victoria, surge una oleada extra que te pilla exhausto, obligado a un repliegue desesperado. Así se fragua la adrenalina en Arco: un combate tenso, donde un paso en falso se paga bien caro. Además, el escenario o la climatología pueden inclinar la balanza. Una tormenta de polvo reduce tu precisión, un charco maloliente podría intoxicarte… y si tu culpa personal se ha disparado, surgirán esos entes terroríficos que ignoran los turnos. Así, la progresión de la campaña, la trama moral y la faceta táctica se integran con una elegancia que muchos triple A envidiarían.

Que Arco sea un título en 2D con un estilo pixel art más que aparente, no impide que cada escenario nos entre por los ojos como un paisaje pintado al pastel. Bosques con brillos turquesa, desiertos anaranjados que se funden con el horizonte, pueblecitos repletos de recovecos donde husmear por objetos escondidos… Es una de esas cosas mágicas que tiene el pixel art bien pulido: sugiere más de lo que enseña, y lo que sugiere es un mundo rico y lleno de detalles. La banda sonora, por su parte, se alinea a la perfección. No es música de fondo, sino un aliento que realza la tensión de cada momento. La calma tensa de un poblado al anochecer, un temor ancestral que eriza la piel cuando te internas en un pasillo de rocas en el noroeste, el estruendo heroico cuando la venganza por fin estalla en el punto álgido de la historia… Uno de mis recuerdos más vivos es la percusión que irrumpió, salvaje, en un combate crucial. Tardé unos segundos en recordarme a mí mismo que debía respirar.

A pesar de contar con varias historias vertebradas, Arco se las ingenia para evitar la sensación de linealidad cerrada. El mapa, que abres entre una escena y la siguiente, te permite visitar zonas secundarias, aceptar encargos y forjar amistades que pueden volverse puñaladas si no eres prudente. También hay montones de recados o misterios que quizá no lleven a un gran botín, pero sí a un pedacito de historia local que enriquece el retrato del mundo. Esa voluntad de animarte a perderte, a tomar desvíos, hace que te sientas aventurero más que títere de un guion.

El enemigo en Arco no es un dragón ni un demonio intangible: es una fuerza colonizadora que pisotea la cultura local, engulle recursos y profana lugares sagrados. Ese poso de denuncia histórica se siente en cada diálogo, cada lamento de un anciano que rememora cómo su tribu vivía en armonía y ahora malvive entre ruinas. No hay impostación ni disimulo: la violencia del colonizador es seca y real, y aunque Arco decora su escenario con algún rastro de misticismo, no elude la lectura política de su conflicto. Es un punto que no quita épica, sino que la realza, porque uno asiste al dolor genuino de un pueblo al que arrebatan algo más que la tierra: la dignidad.

Al final, cuando has derrotado a jefes que parecían imposibles, cuando has cargado con culpas que te devoran en sueños —o en fantasmas que entorpecen tu siguiente batalla—, descubres que Arco no trataba sólo de la venganza, sino de la forma en que esa venganza cincela a los que la persiguen. Cada historia, al unirse, compone una balada colosal sobre la justicia, la supervivencia y el precio de jugárselo todo por lo que consideramos correcto. Terminas Arco con un revoltijo de emociones: la satisfacción de un combate táctico que te reta, la punzada de la culpa y las decisiones que tomaste a ciegas, el alivio o la rabia según veas tu final y, sobre todo, la nostalgia de abandonar un mundo que se siente real. No es casual (pero sí doloroso) que haya sufrido una difusión discreta: es de esas joyas que se elaboran con fervor y pocos recursos. Pasa de puntillas. Pero su impronta persiste en tu pecho. Si uno se acerca a Arco con la disposición de ver más allá de los «datos técnicos», se encontrará con algo que pide ser masticado y reflexionado. ¿Cómo no hacerlo con un título que condensa política, cultura, fantasía y un sistema de combate a la vez fresco y exigente? ¿Cómo no preguntarse por la dimensión humana de esa culpa convertida en fantasmas, o la soberbia de un colonizador que cree tener derecho a desmantelar lo ajeno? Arco exige pensarlo, sentirlo y, sí, escribirlo. Quien se siente ante esta hoguera, con la mente abierta, notará el calor de un relato que no se olvida y el escalofrío de la culpa surcando la noche. Arco merece un sitio en nuestro atlas cultural. Hay historias que piden más que un puñado de datos. Piden la palabra justa y un espacio junto al fuego.

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