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Antonio Santo
Lunes, 16 de diciembre 2024, 10:13
AIndiana Jones y el Gran Círculo le sienta bien el salto a la primera persona; y lo más sorprendente de todo no es que MachineGames haya decidido tomar una de las franquicias cinematográficas más icónicas para probar nuevas fórmulas, ni que Bethesda haya confiado en ellos para ello, sino el modo en que han adaptado al arqueólogo más célebre del cine a un medio en el que, por norma, se imponen las lógicas de la gratificación inmediata y la acción directa. Podría haber resultado un mero experimento, un producto complaciente que intentara aferrarse a las reliquias del pasado sin comprender al personaje. Podría haber sido un mal remedo del Indiana de Harrison Ford, un atropello creativo con la marca como simple reclamo publicitario. Sin embargo, aquí estamos, ante una obra que, además de entender a la perfección la identidad de Indy, la traslada a un lenguaje distinto, y que, en vez de perderse en la imitación reverencial, opta por dialogar con el presente sin perder el aroma clásico.
Lo insólito es que este videojuego no se limita a clonar las películas… con permiso de un inspirado prólogo que funciona tanto como piedra fundacional del juego a nivel mecánico y conceptual, como prueba del reverencial respeto con el que los suecos han tratado un material tan legendario. La obra no persigue un calco servil del Indiana Jones cinematográfico, como si bastara con poner un látigo, un sombrero y unos cuantos nazis para arrancar aplausos. En su lugar, El Gran Círculo propone una inmersión tan genuina como desconcertante: la primera persona. Un recurso que, antes de su lanzamiento, generaba suspicacias. ¿No debería Indiana Jones lucirse en tercera persona, para contemplar su pose heroica, su silueta mítica recortada contra el sol del desierto? ¿No consiste su iconografía en esa mezcla de elegancia y torpeza que, vista a distancia, nos ha acompañado durante décadas en el cine? La respuesta fácil habría sido sí, pero MachineGames opta por el camino extraño: fundir al jugador con el protagonista, borrar la distancia que separaba al espectador del héroe. Y lo más peculiar es que esa decisión tan poco ortodoxa funciona, encaja y sedimenta la experiencia hasta hacerla fluir con una naturalidad asombrosa.
¿Por qué funciona? Quizá porque el equipo de desarrollo ha comprendido algo esencial del personaje: Indiana Jones es más que un icono estético, es un hombre que suda, que duda, que respira polvo, que improvisa con nerviosismo entre ruinas y bibliotecas clandestinas. Es el héroe que, antes de disparar un revólver, observa el relieve de una pared para descifrar un acertijo. Que, antes de buscar una salida a golpe de machete, examina la correspondencia entre un mapa antiguo y las estatuas que le rodean. Esta faceta intelectual, curiosa e inquisitiva, a menudo queda sepultada bajo el impacto visual de sus hazañas fílmicas, donde la cámara nos ofrece el espectáculo y el héroe se presenta como un semidiós del ingenio. El videojuego, en cambio, permite algo distinto: ponernos en su piel. Sentir que cada mirada, cada paso vacilante, cada minúscula pista descubierta, nos acerca un poco más a su mente. La primera persona no es una extravagancia, es un guante que encaja en la mano del jugador, invitándolo a pensar con la cabeza de Indy.
Este es el primer impacto: el videojuego no teme contrariar nuestras expectativas visuales y narrativas, porque no busca ser un souvenir de la saga, sino una relectura fiel a la esencia. No hallaremos aquí la complacencia de una producción que se conforma con escenificar la nostalgia. De hecho, El Gran Círculo podría haber fracasado al intentar apropiarse de la iconografía sin el contexto adecuado, cayendo en la caricatura. Pero el título no se limita a exhibir elementos reconocibles: el sombrero, el látigo, los nazis, las trampas mortales… en lugar de eso, integra todo en un ecosistema narrativo donde el arqueólogo no se siente un invitado: es el verdadero dueño de la aventura.
Podemos hablar también del contexto industrial: en tiempos en los que las licencias clásicas del cine se exprimen con cierta desgana, un mal que no solo sufre el mundo de los videojuegos, este proyecto podría haber caído en la tentación de reducir la complejidad del personaje a un conjunto de escenas de acción sin ton ni son. El marketing fácil habría sido montar un juego de acción en tercera persona con latigazos, explosiones y personajes sin matiz, confiando en el poder de la marca. Pero MachineGames, avalada por su experiencia en narraciones de acción con trasfondo histórico, ha comprendido que la fuerza de Indy va más allá de sucesión de escenas espectaculares, reside en el equilibrio entre la acción, la reflexión y la épica íntima. Aquí no se trata solo de abatir enemigos, sino de entender su función en el mundo. No solo de recorrer pasillos llenos de trampas, sino de comprender el porqué de su diseño. Cada amenaza, cada enigma, tiene una lógica interna que el jugador debe desentrañar, lo que devuelve a Indiana Jones la dimensión de estudioso y aventurero filosófico.
El resultado es una experiencia de una densidad narrativa inusual. El videojuego no es una película interactiva, ni un remedo perezoso de las grandes escenas de la saga. Es una aventura con entidad propia, que se sustenta en su propia trama, en sus propias mecánicas, y que no se disculpa por exigirnos atención. Aquí la inmersión no se logra a base de alardes técnicos o de fan service descontrolado; se logra gracias a la coherencia interna de un universo que entiende que la arqueología no es decoración, que las lenguas muertas no son una simple excusa argumental, que las culturas antiguas merecen ser representadas con mimo y rigor. Hasta el combate, cuando ocurre, remite más a la precariedad y la astucia que a la brutalidad gratuita. Este Indiana Jones no es un mercenario ni un soldado, y el juego nos lo recuerda con insistencia: cada confrontación, cada puñetazo o disparo, surge de la necesidad, no del exhibicionismo de la violencia.
En este sentido, la obra asume riesgos. La primera persona implica también hacernos sentir vulnerables. Lejos de la elegante lejanía del cine, donde podíamos admirar a Indy sin sufrir sus fatigas, aquí el arqueólogo se encuentra a ras de suelo con nosotros. Además de ser testigos de su estrés al descifrar un código en plena persecución: somos partícipes del desasosiego que provoca sentir pasos enemigos a la vuelta de la esquina, o el estallido de un mecanismo que no logramos desactivar. La perspectiva subjetiva trae consigo una intimidad nueva, una respiración compartida que intensifica la empatía hacia el personaje. Sufrimos su cansancio, su incomodidad, su incertidumbre; y es justamente esa cercanía la que despoja a Indy de la pátina inalcanzable del héroe cinematográfico, convirtiéndolo en un humano con el que podemos identificarnos.
Por supuesto, esta humanización no se produce a costa de la épica. Al contrario, la engrandece, porque las victorias se sienten auténticas, sudadas, merecidas. Cuando resuelves un puzzle particularmente endiablado, cuando encuentras la forma de infiltrarte entre enemigos sin ser visto, cuando entiendes el patrón de un mecanismo ancestral, la satisfacción no procede de una escena cinemática espectacular, sino de la certeza de que has pensado y actuado como lo haría el propio Indy. El juego no te regala la admiración a cambio de nada: debes ganártela usando la cabeza y aprendiendo a leer las señales del entorno. Esta es la clave que convierte a la obra en un diálogo entre el jugador y el personaje, y no en una mera exhibición estética.
Una decisión tan arriesgada como la perspectiva subjetiva, sin embargo, no es lo único que destaca. También sorprende la solidez con que se ha recreado el mundo. Podría haberse optado por escenarios genéricos, un pastiche de lo que ya conocemos: desiertos clichés, templos de cartón piedra, ambientaciones calcadas de las películas. Pero la obra opta por algo más sutil: crea lugares que, sin dejar de ser familiares en su espíritu aventurero, logran transmitir la sensación de ser reales, de haber estado allí mucho antes de la llegada de Indy y el jugador. Las texturas, las luces, las sombras, los murmullos de la brisa entre columnas derruidas, todo conspira para que el juego respire como un mundo vivo y coherente.
Del mismo modo, la banda sonora entiende que la referencia al pasado no debe ser un lastre. No se limita a evocar el tema clásico de Indy a cada paso, ni a utilizar los mismos instrumentos o melodías. La música acompaña y matiza, a veces con discreción, otras con brío, pero sin caer en la repetición vacía. La banda sonora es una cómplice invisible que nos empuja a sentir la tensión del momento, la desazón ante un misterio irresoluble o la alegría serena de un hallazgo. Este matiz se refleja también en el diseño de sonido: las pisadas, los chasquidos del látigo, el eco de las voces en espacios cerrados, todo ello se conjuga para reforzar esa sensación de estar dentro de la aventura, no como simples espectadores.
No podemos pasar por alto la figura del villano. Si bien la saga de Indiana Jones nos ha acostumbrado a enemigos nazis con un mal conceptual fácil de identificar, el juego va un paso más allá. No se limita a presentarnos al antagonista como un saco de maldad sin más, sino que aprovecha las posibilidades del medio interactivo para perfilar una relación más directa, incluso incómoda, con la amenaza. El villano nos afecta de cerca, su presencia es psicológica, además de física, y su hostilidad se expresa, además de con balas, también con palabras, con la tensión de saberse observado. De este modo, el juego explora cómo puede irrumpir en nuestra conciencia, haciéndonos sentir expuestos en un espacio que pretendíamos dominar.
Lo que termina de redondear la experiencia es la ausencia de ese cinismo tan habitual en algunas adaptaciones actuales. El Gran Círculo no parece obsesionado con autocomentarse, con guiñar el ojo constantemente al espectador fan para recordarle que «sí, esto es Indy, ¿te acuerdas de tal escena?». Por supuesto que hay guiños, por supuesto que el ADN de la franquicia está presente, pero la obra se respeta a sí misma lo suficiente como para no convertir la partida en un tiovivo de referencias huecas. Confía en la fuerza del personaje, en la calidad del diseño, en la inteligencia del jugador. Es como si dijera: «Te doy a Indiana Jones, pero en un lenguaje distinto. Confío en que sabrás apreciarlo sin que tenga que explicártelo todo.»
Esta confianza se siente refrescante en un panorama en el que las adaptaciones de propiedades intelectuales míticas suelen pecar de ansiedad, de necesidad de justificarse. Aquí no. Aquí se asume que Indy, como mito, puede renacer en el videojuego sin renunciar a su esencia. La primera persona, en vez de ser un sacrilegio, deviene un acierto inesperado. La ecuación parece simple, pero no lo es: a las ideas clásicas se les suman decisiones formales contemporáneas, y el resultado no explota la franquicia, sino que la reimagina con un respeto profundo.
En definitiva, lo extraño no es que el juego exista, sino que su existencia sea tan coherente, tan orgánica. Era fácil errar el tiro. Era fácil caer en el espectáculo vacío, en la mímica sin alma, en la repetición mecánica de «grandes éxitos» que a estas alturas ya no sorprenderían a nadie. Pero el equipo de desarrollo, lejos de conformarse con eso, ha preferido arriesgar. Ha preferido tensar la cuerda y preguntarse si realmente comprendemos a Indy, si comprendemos que no es solo un héroe de acción, sino un pensador, un explorador intelectual que se sumerge en las culturas pasadas con un respeto y una curiosidad casi sagradas.
Esa pregunta, esa insistencia en que Jones no puede reducirse a un mero puñetazo bien dado, es lo que nos conquista al final. Más allá de la técnica, más allá de la jugabilidad, más allá de la ambientación, lo que queda es la sensación de haber entendido algo esencial: que este personaje se forjó en una época y un medio distintos, pero que su idea central —la búsqueda, la duda, el hallazgo, la conquista del conocimiento— puede sobrevivir y prosperar en nuevos formatos. El Gran Círculo lo demuestra con una claridad admirable.
Así, cuando apagamos la pantalla tras varias horas de inmersión, no recordamos solo las escenas de acción o las set pieces más elaboradas. Recordamos la satisfacción de haber pensado, de haber observado, de habernos sentido Indiana Jones desde dentro. Recordamos que la perspectiva subjetiva, al principio tan extraña, acabó encajando en nuestro imaginario, y que el arqueólogo, más humano, más cercano, nos susurró al oído que la aventura no consiste en quedarse quieto admirando una pose heroica, sino en sumergirse en lo desconocido, sin trampa ni cartón.
Es curioso cómo un medio tan distinto al cine puede arrojar una luz nueva sobre un personaje tan consolidado. Quizá eso fuera lo que necesitábamos: liberar a Indiana Jones de la pantalla plateada y obligarlo a mostrarnos sus cartas en un terreno donde el espectador ya no es pasivo. La sorpresa es que, al pasar de la butaca al mando, no solo no hemos perdido nada, sino que hemos ganado un Indiana Jones más íntimo, más complejo, más completo. Un Indy que sigue siendo el que conocíamos, pero que ahora entendemos mejor, precisamente porque nos hemos permitido habitar su mundo desde su mirada.
Después de tanto ruido mediático, de tantos intentos de revitalizar franquicias con mayor o menor acierto, encontrar una adaptación que no suplica nuestra nostalgia, que no se limita a reptar tras la estela del mito, sino que se atreve a reconfigurarlo con dignidad y arrojo, es más que una buena noticia: es un ejemplo de que los clásicos no mueren, simplemente adoptan nuevos lenguajes. Y ahí, en ese cruce de caminos, es donde Indiana Jones vuelve a brillar con luz propia. De una forma extraña, sí. Pero extrañamente auténtica.
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