'007: First Light', el hombre antes del número
IO Interactive reinventa a James Bond como un joven aún sin licencia para matar. En esa fragilidad, quizá, habita algo más honesto que en décadas de martinis y esmoquin
No hay martini. No hay esmoquin. Solo un gesto que no sabe aún si quiere ser sonrisa o amenaza, y una sombra que aún no sabe cómo habitar. Así aparece Bond en First Light, lo nuevo de IO Interactive. Un Bond de 26 años, sin licencia para matar, sin gadgets absurdos, sin la arrogancia cultivada del mito. Y eso, aunque no lo creas, no lo empobrece. Lo vuelve reconocible.
Porque James Bond siempre ha sido una excusa. Una forma de mirar la fantasía de poder sin sonrojarse. Un arquetipo con traje a medida que iba modulando su acento al ritmo de las décadas. Fue el caballero imperial en los 60, el avatar posmoderno en los 90, el espía traumatizado del siglo XXI. Pero en 2026, IOI propone algo distinto: no un Bond que encarne el presente, sino un Bond que aún no sabe en qué convertirse. Un Bond en potencia.
Y en eso hay algo extrañamente honesto.
Es cierto que no es la primera vez que rejuvenecemos un mito. Kratos, Lara Croft, incluso Batman han pasado por el quirófano narrativo que es la precuela. Pero First Light no se limita al efecto rejuvenecedor del marketing. Hay, más bien, una sincronía curiosa entre este joven Bond y el tipo de héroe que parece interesarnos hoy por hoy: roto, en formación, aún sin armadura simbólica. Como si la épica solo pudiera construirse, ahora, desde la duda.
Durante décadas, Bond fue un gesto seguro. Cada movimiento —beber, disparar, seducir— tenía un aura de coreografía perfecta. Incluso cuando se mostraba vulnerable, como en Casino Royale, lo hacía desde la estética del control: todo herida elegante. Pero este Bond parece otra cosa. Parece... torpe. No torpe en lo motor, sino en lo simbólico. Como quien aún no sabe qué papel debe interpretar.
Y eso es importante, porque marca un desplazamiento cultural. De héroes que se sabían héroes, a protagonistas que aún no saben quiénes son. No es casualidad que en muchos juegos recientes —Life is Strange, Final Fantasy VII Remake, Pentiment— el conflicto principal no sea derrotar al villano, sino descubrir cómo se forma un sentido. La lucha no es contra el mal, sino contra el vacío. First Light se inscribe, entonces, en esa corriente de relatos donde la juventud es un espacio ético y no sólo una etapa cronológica. Un lugar donde aún no se ha decidido quién se es. Un lugar, sobre todo, donde se puede fallar.
Porque eso también cambia: la relación con el error. Donde antes Bond caía y se levantaba con una frase ingeniosa, ahora quizá no se levante del todo. O se levante cambiando de idea. IOI, al asumir esta dirección, no solo está diseñando un nuevo Bond. Está ensayando una nueva gramática del héroe. Más provisional. Más permeable. Menos «número» y más persona. No es un giro menor. Significa entender que el poder ya no reside en la certeza, sino en la capacidad de preguntar. Y que ser un agente doble puede querer decir, ahora, ser también un sujeto en construcción. Alguien que habita un «entre»: entre el deber y el deseo, entre la formación y el instinto, entre lo que se espera de él y lo que no está dispuesto a asumir.
Hay algo profundamente político en ese gesto. Porque desmontar un icono como Bond, aunque sea para reconstruirlo, implica desactivar su aura. Implica decir: esto que parecía natural, también fue aprendido. También fue impuesto. También fue una coreografía. Y en ese sentido, IOI está haciendo lo que hace bien desde Hitman: jugar con los marcos, desnudarlos, mostrar sus costuras. Si Bond era el espía que nunca fallaba, ahora es el cadete que duda. Si antes se escondía tras un esmoquin, ahora se esconde tras una expresión todavía maleable. Una expresión, diría, mucho más interesante.
Porque hay belleza en lo que no está definido.
Y quizás eso explique parte de la fascinación que me produce este anuncio. Más allá del gameplay —que promete variedad, ritmo y cierto glamour—, lo que me llama la atención es la elección de contar los inicios. Como si IOI nos dijera: antes de que todo fuera estilo, hubo silencio. Antes de la fama, hubo entrenamiento. Antes del icono, hubo una persona.
Una persona que aún no sabía cómo mirar.
Y es que mirar es clave. Porque Bond no solo era mirado: también miraba. Y su mirada, históricamente, ha sido masculina, colonial, seductora, impune. Recuperar a Bond antes del cinismo, antes del juicio experto, es también una forma de preguntarnos si puede mirar distinto. Si puede no replicar, automáticamente, los vicios de su linaje.
¿Puede Bond aprender?
Esa es la pregunta que subyace bajo el título First Light. Porque el amanecer, si algo tiene, es que no garantiza el día. Solo lo insinúa. Esta luz primera no ilumina un mundo ya formado: apenas perfila sus contornos. Y eso es lo que ofrece IOI: contorno. No certeza. Por supuesto, hay riesgos. La tentación del «origen» como marketing ya la conocemos. Las franquicias tienden a rejuvenecerse por necesidad comercial en lugar de artísticas. Pero incluso dentro de esa lógica, hay formas más o menos inteligentes de hacerlo. Y esta, por ahora, parece entre las mejores. Porque no busca justificar al mito, sino ponerlo en pausa.
Y en ese silencio, ojalá quepan otras cosas. Un Bond más vulnerable. Más incómodo. Más fallido, si hace falta. Porque lo contrario sería repetir con piel nueva el mismo argumento. Hacer de lo joven otra forma de lo viejo. Eso sería lo fácil. Lo difícil es sostener el temblor. No convertirlo en estilo. No decorarlo. Dejarlo actuar. Dejarlo hacer preguntas que no suenen a guion. Preguntas que no resuelvan la escena, sino que la abran. Como por ejemplo: ¿qué significa ser útil? ¿Qué se sacrifica cuando uno decide ser una herramienta? ¿Qué se pierde cuando te dan un número y te lo crees?
Este Bond no es aún 007. Y esa distancia no es una falta, sino un espacio. Un margen donde cabe algo más que eficiencia. Cabe la duda. Cabe el miedo. Cabe incluso la ternura, si IOI se atreve. Y eso, en un universo que suele premiar la contundencia, es una grieta hermosa.
Porque mientras no haya número, hay posibilidad. No hay manual. No hay patrón. Solo una luz que empieza a filtrarse entre las formas. Y en ese umbral, quizás podamos encontrar algo que no sabíamos que necesitábamos: no un nuevo Bond, sino una nueva manera de contar qué es convertirse en alguien.
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