«Para conocerte a ti mismo, no hay nada mejor que alejarte de tu país»
El compositor Toshio Hosokawa, galardonado por ser puente entre la tradición y la modernidad, ha aprovechado su visita a Bilbao para admirar la obra de su amigo Isozaki
Cuando habla en su propio idioma, da una imagen distinta a la que nos tiene acostumbrados. Menos parsimoniosa, mucho más directa y hasta bromista. O ... puede que el desayuno del hotel le haya causado al compositor japonés Toshio Hosokawa (Hiroshima, 1955) un efecto estimulante y libre de trabas. Algo muy necesario cuando se tienen que afrontar cinco entrevistas y supervisar el ensayo general de la Euskadiko Orkestra, que entre otras piezas tocará su Concierto para violín 'Génesis', con Akiko Suwanai como solista y el director hispano-argentino Fabián Panisello al frente de los músicos.
Es una obra que celebra la vida prenatal, con acordes que evocan el vaivén del líquido amniótico, y un arpa que reproduce los latidos del corazón de la madre. «La compuse para que sirviera de bendición al bebé de la violinista que la estrenó. La música purifica y transmite esperanza, incluso en el peor de los mundos», asegura con un tono que no deja lugar a dudas. Mientras el intérprete traduce al castellano, cierra los ojos y parece estar registrando mentalmente el ritmo y sonoridad de las palabras. No lo puede evitar. Deformación profesional. Hoy se entregan en el Euskalduna los Premios Fronteras del Conocimiento de la Fundación BBVA y él ha hecho méritos de sobra para recibirlo en la categoría de Música y Ópera.
El jurado ha destacado en su caso «el extraordinario alcance de su música, puente entre la tradición japonesa y la estética contemporánea occidental». En un panorama internacional cada vez más crispado, la imagen de un puente que no estalla en mil pedazos, sino que ofrece una comunicación pacífica se presenta como un acto de fe y de resistencia. Hijo de una superviviente de la bomba atómica que Estados Unidos arrojó sobre Hiroshima, en su familia siempre se ha cultivado el amor por la armonía y la naturaleza.
Los días de la infancia que pasó en el campo, ahora que tiene 69 años, son los que tiene cada vez más presentes. En la acomodada ciudad de Karuizawa donde reside, a unos 150 kilómetros de Tokio, los suele evocar mientras trabaja con vistas imponentes al monte Asama. Uno de sus ilustres vecinos, además de gran amigo, era el arquitecto Arata Isozaki. «Me enseñó mucho. Lo considero un maestro y me alegro de haber podido, por fin, admirar su obra en Bilbao. Es la tercera vez que vengo y hasta ahora no había tenido tiempo de hacerlo. Me ha encantado el entorno y la sensación que provoca». Mientras habla, busca rápidamente en su móvil las fotos que ha captado desde el puente Calatrava, con las torres de 83 metros y 23 plantas al fondo, y las enseña con orgullo.
Isozaki estaba marcado por la tragedia de Hiroshima y Nagasaki. Fue testigo directo de la destrucción y toda su vida estuvo obsesionado por el vacío y el espacio. Tal como veía este arquitecto el mundo, la presencia y la ausencia no eran realidades opuestas sino complementarias. Una actitud similar a la de Hosokawa, que siempre ha prestado la misma atención al sonido y al silencio. Cada momento es efímero y valioso, como las notas de una partitura, que él concibe y mima incluso antes de que se escuche nada. A su manera, sigue el patrón de la caligrafía japonesa, un ritual que empieza con la pluma suspendida en el aire. El gesto importa tanto como el trazo en el papel.
Nacido en el seno de una familia muy tradicional -su madre tocaba la cítara nipona y su abuelo daba clases de ikebana-, confiesa que en su infancia y adolescencia no se identificaba con las tradiciones de su país. Es más, todo aquello le parecía «tremendamente aburrido». Y lo dice sin ningún remordimiento porque así debía ser. En la senda de la vida estaba predestinado a encontrar sus raíces en el extranjero. Todo tiene un sentido en su visión del mundo y de la música. Hasta que no dejó su país, a los 21 años, para ampliar sus estudios de Composición en la Universidad de las Artes de Berlín no cayó en la cuenta de que era japonés hasta la médula.
Vanguardias y música popular
«Todos deberíamos alejarnos de nuestro país en algún momento. Te ayuda a madurar, conocerte a ti mismo y ver las cosas en perspectiva. Mientras yo vivía en Japón, no me daba cuenta de quién era realmente. Me sentía igual a todo el mundo, no me había tomado la molestia de reflexionar sobre mis orígenes». En Alemania sintonizó por primera vez con el alma oriental de la mano de su profesor y mentor, Isang Yun, un compositor surcoreano que le hizo sentir la realidad de «un sentimiento, un pensamiento y una sustancia asiática». A mediados de los 70 los estudiantes más vanguardistas no se limitaban a escuchar a Stockhausen, Boulez, Ligeti y Xenakis, también profundizaban en la música popular de Indonesia, India y Japón.
Aquellos años de formación, entre 1976 y 1986, que le llevaron de Berlín a Friburgo, le sirvieron para afinar su enfoque como músico. Uno de sus maestros, Klaus Huber, le aconsejó que volviera a su país para desarrollar un estilo personal, empapado de la idiosincrasia nipona. Y lo ha conseguido sin necesidad de recurrir constantemente a instrumentos tradicionales, como la flauta de bambú o el laúd de tres cuerdas. Todas sus partituras, también las que precisan de una orquesta occidental al cien por cien, apelan a «la energía cósmica que hay dentro de todos nosotros». En la cultura japonesa esa fuerza interior recibe el nombre de 'ki'.
- ¿Cree que el 'ki' tiene cabida en estos tiempos en los que la IA no cesa de expandirse?
- Sí lo creo. El arte verdadero se conecta con lo infinito. No busca la perfección, sino la profundidad. Eso es algo que no puede conseguir una herramienta como la IA que se limita a entrelazar, combinar y sumar elementos.
- Por cierto, ¿qué piensa hacer con los 400.000 euros del premio?
- (Sonrisa) Barajamos la posibilidad de crear un certamen para jóvenes músicos en Japón.
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