La rebelión de siete amamas feministas
Antonia, Genara, Paula, Pilar, Presen, Victoria y Visi son un claro ejemplo de madurez activa que en la tercera edad han decidido coger por los cuernos al toro del machismo para sublevarse. «La gente joven se reivindica, pero también tienen que conocernos a las de siempre», advierten
Ni siquiera el feminismo se ha percatado en su justa medida de la función tan imprescindible que han desempeñado durante años las mujeres mayores. Los ... antropólogos hablan de ellas como las grandes olvidadas. Las siete amamas que aparecen en este reportaje, por ejemplo. De entrada diremos que son muy diversas. Vienen de diferentes trayectorias y cada una tiene una forma de pensar a nivel político, social y personal. Comentan que a estas alturas de su vida por fin afrontan el día a día con serenidad y con una saludable autoestima, pero que se encuentran inmersas en un momento de redefinición de sus vidas. «A mis 83 años estoy recuperando el tiempo perdido. Rascando de la pensión todos los meses, acabo de hacer mi segundo crucero», ilustra Paula Martín, una de ellas. Las siete se confiesan más atrevidas y arriesgadas que de jóvenes, porque se sienten más seguras de sí mismas. Por separado dan grandes lecciones de vida y juntas son la leche. Enseguida encuentran las unas en las otras el ímpetu para romper sus propios moldes y sacar a relucir un congénito inconformismo reconociéndose como mujeres que creen, por encima de todo, en la igualdad de derechos entre ambos sexos. Y por esto mismo andan atentas a la necesidad de revertir pequeños y grandes detalles. «Ya no le pongo las zapatillas a mi marido al llegar a casa ni le coloco la ropa en la cama cuando sale de la ducha», apunta Presen Merchán.
Así de espontáneas se muestran, sin disimular sus ganas de cambiar lo que erróneamente se daba por establecido; esa idea de que las mujeres mayores son extremadamente vulnerables, que 'calladitas' están mejor y que su único valor es estar ahí día y noche para cuidar... de todos. De los hijos, del marido, de los hermanos, de los padres y los suegros, de los nietos. Además de Paula Martín (83 años) y Presen Merchán (70), están Antonia Benito (71 años), Genara Cañibano (81), Pilar Ibarbia (84), Victoria Oribe (83) y Visi Vielva (70), siete magníficas que en la tercera edad han decidido tomar la iniciativa, coger al toro del machismo por los cuernos y rebelarse contra ideologías caducas. «Somos viejas, sí, pero las chicas jóvenes que se reivindican en la calle tienen que conocer a las feministas de siempre. Nos gusta divertirnos y tenemos la agenda llena. A veces me pregunto cómo me daba tiempo de ir a trabajar, si ahora que estoy jubilada no me llega. Los lunes y miércoles gimnasia, los martes, memoria, informática, coser, pilates, baile, el mercado de productos locales...», interviene Presen. «Yo quiero viajar y viajar. A los míos les digo, lo que tengo me lo voy a gastar solo para mí», avanza Paula. «Nunca he dicho a nada que no, ahora empiezo a hacerlo», subraya Victoria Oribe, mujer octogenaria cada vez menos recatada.
Con el objetivo de promover un diálogo que trasciende edad y género, EL CORREO ha reunido a esta generación de mujeres silenciadas, que no silenciosa, para que aporten sus saberes y resignifiquen su indispensable papel en el tejido social. Hemos tocado la puerta de tres colectivos, la Asociación cultural Manuela Eguiguren, las mujeres de Emays y el Club de Jubilados Lagun Zaharrak. «Vemos a mujeres presidentas de muchos sitios y nos alegramos, pero nosotras las mayores no nos sentimos para nada interpeladas ni por la sociedad ni por las instituciones. Se ha avanzado mucho, pero en nuestro caso queda mucho por hacer», advierten las convocadas. Y con estos preliminares, se arrancan. «¿Que qué significa para nosotras luchar por los derechos de las mujeres? Pues conseguir cosas que no hemos tenido, como la libertad». «Para sacar una libreta en el banco tenías que tener la autorización del marido. Y si no, del padre o de un hermano», dice Pilar. «Si ibas a un hotel sola tenías que dar la dirección del esposo y si ibas con una pareja tenías que llevar el libro de familia», continúan. «Jolín, no hemos hecho otra cosa que trabajar. En casa y fuera de casa. Yo trabajaba en una empresa de patatas y pedí la cuenta cuando me casé, casi obligada, porque una vez casada no te querían igual. Me ofrecieron estar por horas y estuve así cinco años. Ni baja de maternidad ni nada. Al final acabé abriendo un negocio y he estado de autónoma hasta que me he jubilado. En 30 años no he cogido ni una baja. De siete de la mañana a diez de la noche. Pero mi marido llegaba a casa de trabajar y tenía la mesa puesta. Así he sido», resume de nuevo Presen.
«Me casé con los ojos cerrados, sin saber nada»
Paula se anima otra vez: «Ay, es que había cada uno... Yo tengo amigas que hasta hace bien poco no se atrevían a quedarse a tomar un café después de un taller porque el marido les decía a tal hora en casa». «A la madre de una señora que yo conozco el marido le pegó una patada estando embarazada y se murió. Y ese hombre no fue juzgado nunca por nada», revela otra de las mayores. «La ropa se la planchabas y se la guardabas. No te lo exigía, pero era como una educación que habíamos recibido y lo hacíamos así», reflexiona Pilar. «Yo he conocido a matrimonios donde él la zurraba a ella por la noche y luego les veías en la calle juntos en apariencia felices. Ahora está todo más tapado, más discreto, ya no hay tanto chismorreo y las mujeres denuncian, pero entonces no lo podías decir», reconoce Genara, una mujer inquieta, enemiga de las comodidades y habitual en las concentraciones de mujeres en la calle.
«Cuando yo trabajé en una casa me daban dos perras y eso no era pagado. ¿Y todas estas mujeres que vienen de fuera y están como cuidadoras interinas y reciben 800, 900 euros? Eso no es precio. Las horas de la noche, ¿qué?», plantea esta mujer. «Yo me acuerdo de que en el pueblo venían mis hermanos del campo y mi madre me pedía que les pusiera la palangana y una muda para que se lavaran, y yo se la ponía. ¿De las edades nuestras, ¿qué mujer no lo ha hecho?», se pregunta Presen. «Mi madre iba al campo y yo cuidaba de mis hermanos. Ellos iban a la escuela, pero a mí me tocaba hacer las tareas domésticas y solo iba de vez en cuando. Ahora, es verdad cuando iba lo aprovechaba bien, me encantaba. Con 12 años fui a la escuela de adultos. Te enseñaban a hacer ganchillo, la comida, a ser buena esposa y también a leer. Pero de la vida, nada. Recuerdo que a mí me vino el periodo con diez años y medio y no sabía lo que era. A los 14 me fui a Barcelona de sirvienta. Después trabajé en Suiza y en Alemania en un hotel y en dos fábricas. Siempre me he buscado la vida. Me casé con 23 años con los ojos cerrados, sin saber nada. La noche de bodas, una tía mía me dijo 'lleva una toalla y ponla en la cama'. Yo no sabía más, suerte que él era muy comprensivo, que si llega a ser un animal... Y ahora las niñas de 12 años saben todo, ¡to-do! Mi suegra me contó que, cuando yo nací, la única niña entre cuatro, mi madre dijo sin ilusión, 'mejor hubiera sido un hombre, porque para venir a sufrir a este mundo...'. Ella veía el panorama de las mujeres», lamenta Paula. «Las mujeres como ella trabajaban y trabajaban ¿para qué? Para no ser apreciadas».
«Los hombres, avergonzados en el mercado»
«En general, las madres les hemos hecho todo a los hijos. Y además de trabajar llevábamos la casa. A mí no me ha parecido tan grave», sostiene Visi. «Recuerdo que hubo una época de crisis en la que muchos hombres se quedaron en el paro y se les veía en el mercado avergonzados haciendo la compra», evoca Pilar Ibarbia. «¡Y no guardaban la cola! Pasaban por delante de todas y de malos modos y con mucho morro decían 'a ver, dame a mí'. Algunos les atendían para librarse de ellos cuanto antes». Victoria lamenta que «muchas entramos en el mercado laboral de manera informal y estuvimos años sin cotizar y, por supuesto, sin pagas». «No calculamos y ahora tenemos pocos recursos», le apoya Visi, que a sus 70 años cuida «a dos nietos aquí y, cuando se me necesita, a otros dos en Segovia». «La generación nuestra ha sido dura. Nos ha tocado ayudar a sacar la casa de los padres cuando nos hicimos mayores. Luego, hemos tenido que cuidarlos. Después, formar nuestro hogar y criar a nuestros hijos. Y ahora, atender a los nietos. No es como ahora, que lo que ganan los hijos es todo para ellos, incluso vienen a casa a comer», le sigue Presen. «¡Y se llevan el tupper!», concluye Antonia. Todas se ríen.
Estas mujeres hablan asimismo de sus asignaturas pendientes. «Me hubiera gustado ser jardinera o tener una tienda de flores y tener un caserío. Nunca tuve dinero, nacieron las chavalas, tenías que pagar el piso...», sorprende Antonia. «Todavía estás a tiempo», le incita Visi. «A mí me hubiera gustado estudiar para tener una cultura más amplia, mi abuela era maestra sin título, pero yo en casa tenía un libro grande y con ese tenía que arreglarme», reconoce Presen. «Antes tenías una enciclopedia en casa y con eso hacías todo», habla Pilar, que estos días anda inmersa en la lectura de 'Los ojos del tuareg', novela de Alberto Vázquez-Figueroa. La peluquería les gustaba a Visi y a Paula, «pero no hemos tenido oportunidades». «Un oficio como electricista, que tiene muchas salidas y puedes además hacer chapuzas, me hubiera gustado», opina Victoria. «Yo he descubierto que sé pintar y se me da bien», explica Paula, que hace la comida todos los días a dos de sus nietas y que trabajó mucho tiempo en Francia y Suiza. Genara Cañibano, viuda desde hace once años, habla de su marido con cariño. «Siempre ayudó en casa, menos quitar el polvo. Y me hacía gracia, cuando hacía recados, yo le ponía la lista de la compra, pero no se salía ni una pizca. Yo cuando iba a la panadería le compraba unos bollos que sabía que le gustaban. Pero cuando él iba, si no estaban puestos en la lista, no los compraba». Se confiesa preocupada por la vejez. Saca de una bolsa morada un árbol de Navidad hecho con la técnica del patchwork. «Este es para mi hija la pequeña».
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