«Quién me iba a decir que mi agenda, siempre llena de citas profesionales, iba a estar ahora repleta de citas médicas»
Arantza Furundarena escribe una serie en EL CORREO sobre su nueva vida una vez alcanzada la jubilación
Cada 15 días, los jueves, Arantza Furundarena nos relatará con humor su particular manera de llevar la jubilación, una etapa muy distinta a lo que ella imaginaba.
Así que después de haber leído las primeras treinta páginas, ya vencida por el sueño, cerré el libro y antes de tomar la horizontal esbocé ... una sonrisa y pensé: al final va a ser verdad que nada ocurre porque sí, que este ejemplar de 'Un caballero en Moscú' que ha caído en mis manos por pura casualidad, heredado de un regalo navideño que no iba dirigido a mí, ha aparecido en mi vida en el momento preciso y hasta parece que me estuviera hablando al oído. Diría incluso que me promete más 'autoayuda' que ese 'Manual de transformación para la paz interior' de Ramiro Calle que en mi desesperada búsqueda de sosiego adquirí recientemente y no acabo de disfrutar ni mucho menos asimilar.
Por supuesto que, así de entrada, nada tengo que ver con un conde ruso confinado en la buhardilla de un hotel de lujo en el centro de Moscú en pleno régimen bolchevique. Pero atravesar un desierto siempre es atravesar un desierto, ya sea a las orillas del Volga o, como es mi caso, de la ría del Nervión. «Nadie te prepara para ser madre», recuerdo que me dijo una vez una entrevistada, en pleno ataque de franqueza. «Nadie te dice realmente lo duro, lo complejo, lo desconcertante y distinto a todo que puede llegar a ser… O por mucho que te lo expliquen, no lo comprendes realmente hasta que lo vives». Pues eso mismo (opino yo, que no soy madre) ocurre con la jubilación.
«Se acabó»
A mí en realidad me hicieron miles de advertencias… «¿Ya sabes lo que vas a hacer el día después?». «Más te vale tener algún hobby, algo con lo que llenar el tiempo, porque si no lo puedes pasar muy mal». «Ten en cuenta que este va a ser el cambio más drástico de tu vida activa desde que entraste en párvulos, mucho más fuerte que el de acabar de estudiar y ponerte a trabajar», me advertía con cariño y tremenda lucidez una amiga, que por cierto todavía trabaja… Y otra, con certera retranca, cuando le confesé abrumada el tremendo salto al vacío que representa enfrentarte al resto de tu vida o, por mejor decir, al resto de la última etapa de tu vida, ironizaba: «Bueno, querida, es que de ahí no sales precisamente para irte a preparar la Selectividad».
De todos esos cenizos vaticinios, cuando todavía era una trabajadora activa y le daba a la tecla a diario a cambio de un sueldo, me reía yo a carcajadas imaginando el inmenso panorama de infinito placer que me iba a deparar una vida sin obligaciones, sin horarios, sin jefes, sin la perentoria necesidad de opinar de manera más o menos ocurrente sobre el último acontecimiento social ni devanarme los sesos para formular originales preguntas en la enésima entrevista a un rapero o a una influencer… «Se acabó. Yo ya lo he dicho todo», pregonaba. Ya no doy más de mí. No quiero escribir ni una sola letra más. De hecho, en cuanto cuelgue la chapa voy a firmar con una cruz, como los analfabetos de antaño. No me conocéis, soy una vaga integral, yo no necesito escribir para ser feliz, yo lo que quiero es no hacer nada. Bueno sí, viajar, vagabundear, conocer mundo, disfrutar de la vida…» Y, claro, con semejante actitud, era incapaz de comprender a los amigos ya jubilados que me aconsejaban no idealizar demasiado esta nueva etapa. Me enervaba imaginármelos en el sofá, devorando series de televisión una tarde tras otra. Tampoco podía entender cómo había colegas que, con una economía saneada y ya cercanos a los 70, se empeñaban en seguir trabajando como si no hubiera un mañana (cuando el último en realidad estaba ya a la vuelta de la esquina). Siempre me he tenido por una persona empática (muy maja yo) y sin embargo ahora entiendo, al menos en este caso, mi tremenda y vergonzante incapacidad para ponerme en los zapatos del otro.

Porque sí, para qué negarlo… Hace dos años que colgué la chapa y me he tenido que tragar con patatas todas las sinsorgadas que pude llegar a decir sobre la jubilación antes de experimentarla. Ni en la peor pesadilla podía yo anticipar que, apenas tres meses después de haber escrito el último punto final, mi psique y mi cuerpo empezarían a rebelarse, descolocados quizás ante tan prolongado relax tras 41 años de una actividad laboral tan solo interrumpida anualmente por el consabido mes de vacaciones. Lejos estaba de adivinar que mi agenda, siempre llena de citas profesionales, iba a estar ahora repleta de citas médicas, provocadas por una ansiedad difusa e hipocondriaca que me ha llevado a imaginar todo tipo de dolencias, algunas de ellas muy terminales… Por suerte, nada de eso era real. Sí en cambio el haberme sentido a ratos desorientada y despersonalizada, con vértigo de vivir, miedo a tanta libertad, pánico a un vacío existencial nunca antes conocido.
Sumida en la melancolía
Bueno, tampoco me voy a poner dramática. No me he pasado estos dos años solo visitando médicos, sumida en la melancolía de no saber para dónde tirar o autofustigándome con el látigo de mi inoperancia. También me ha dado tiempo a casarme por segunda vez (de casarse a los sesenta ya hablaré en otro episodio), a viajar por España e incluso a sobrevolar en globo el Serengueti. De acuerdo, soy una privilegiada en muchos aspectos, pero el sufrimiento mental no sabe de privilegios. La princesa está triste, ya saben…
Los desiertos son los desiertos. Y llegan en la vida cuando menos te lo esperas. Lo difícil es saber cruzarlos (como ese conde ruso) con gracia y con elegancia. Y a poder ser con agua, que en mi caso parece ser la escritura, la comunicación. Por eso anoche, antes de disponerme a dormir, al cerrar 'Un caballero en Moscú' y leer en su contraportada que el libro «nos habla de nuestra inagotable capacidad para arrostrar los infortunios de la existencia», no pude evitar sonreír y, recordando esa célebre frase atribuida (parece que falsamente) a Flaubert, exclamé: «El conde Rostov c'est moi».
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