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Iratxe López
Jueves, 28 de noviembre 2024, 00:59
El Algarve portugués es fruto de un ir y venir. Ir de olas rugientes que horadan el litoral, venir de ondas que tras el contacto con la costa logran apaciguarse un poco, como el minero exhausto que sueña con volver a casa. La embestida lleva siglos picando a conciencia, el Atlántico roba cada año centímetros a los 150 kilómetros de ribera con los que cuenta esta zona de Portugal. La piedra caliza en la que se formaron algunos de sus mayores tesoros enfrenta esos ataques mareales igual que enfrentaba antiguamente los de piratas, con una buena dosis de estoicidad. Resistir forma parte de la naturaleza de esta extensión lusa nutrida por 4.960 kilómetros cuadrados por la que pasaron romanos y musulmanes. Las tierras algarvías fueron las últimas del país en ser conquistadas al dominio árabe a mediados del siglo XIII. Necesitaron el empeño de los Caballeros de la Orden de Santiago, liderados por Paio Peres Correia, para conseguir sumar esta franja sureña al reinado de Alfonso III. Ellos pusieron punto final a más de cinco siglos de dominio musulmán impregnados aún hoy en la región, incluso su nombre tiene origen en aquellos tiempos, 'Al-Gharb' significa 'El Occidente'.
Muchos detalles recuerdan ese ayer, especialmente los enrejados de los balcones y las chimeneas que ostentan un aire oriental, igual que la mayoría de casas encaladas, novias níveas a punto de matrimoniar. Observar con atención esas chimeneas forma parte de la visita a este destino, los lugareños las utilizan para dar salida al humo y a la originalidad de sus propietarios. Dicen de ellas que reflejan como un espejo el carácter de quien las manda construir, además de su nivel económico. El muestrario es amplio, cuanto más intrincado el diseño, más ojos se detendrán a contemplarlas y más podrá pavonearse el hacedor. Otra originalidad dentro de la arquitectura algarveña luce el nombre de platibanda, traducido para recién llegados, la franja que remata las fachadas. Ornada a base de formas geométricas, supone la nota de color junto a los marcos de puertas y ventanas; contrastan con el imperante e imperativo blanco en cuya búsqueda se afana el vecindario por pulcritud y un toque incontenible de vanidad.
El Algarve puede jactarse (y lo hace) de sus bondades bioclimáticas. Regala sin pudores un clima mediterráneo agradable con más de 3.000 horas de sol y poca lluvia, por eso la región se ha convertido no solo en un destino excelente de cara a la primavera y el verano, sino en un acierto para las estaciones otoñal e invernal. De hecho, alardea de poseer las mejores condiciones climatológicas de Europa a lo largo del año, de ahí que no falten turistas que, como las olas que arañan la costa, van y vienen, vienen y van. Algunos pasan las horas tumbados al sol, aunque la mayoría alterna la actividad horizontal con recorridos verticales a lo largo de carreteras y caminos, en coche, a pie o en bicicleta.
Si llegas a Faro en avión y miras a través de la ventanilla, las vistas dejarán claro desde el principio que agua, tierra y arena forma un trío bien acompasado que hidrata la piel de este plácido cuerpo rendido a un aire fácil de respirar, a una brisa con olor a salitre en la costa, a campo en el interior. En un entorno así, navegar puntúa como una de las mejores opciones, siempre con el permiso de un Atlántico dispuesto a acunar los barcos que acuden en busca de cuevas y delfines, de arenales y ballenas. Es una de las experiencias obligatorias, de ahí que empresas como 5 Emotions (www.5emotionsalgarve.com/pt/) oferten paseos desde el puerto deportivo del municipio de Portimão, junto a la Ría de Alvor. Con las vistas de la cuca localidad de Ferragudo en la otra orilla, ornada por el Castelo de Sao Joao de Arade que antaño invitaba a los corsarios a cambiar de rumbo y hoy aloja huéspedes. Serán dos horas y media de travesía acompañada por biólogo marino y explicaciones también en español. Para conocer cavidades imposibles de conquistar de otra manera pues su acceso se hace solo por mar, y partir en busca de cetáceos que saludan a los marineros ocasionales mientras se zambullen en el agua, de aves que extienden sus alas bajo un cielo zarco y pescan en azul, veloces y certeros.
La reina entre tanta princesa de piedra, la que luce en su trono la corona de oro y repite en ecos infinitos su nombre es la Cueva de Benagil. Forma parte del escarpado litoral de Lagoa, repleto de extravagantes esculturas calcáreas, de grutas y peñascos. También de algares, pecas con forma de abismo aparecidos en la naturaleza, creados por el agua, cuyas faldas esconden complejas redes de galerías subterráneas. Conocida como 'El Templo', se ha convertido en una de las imágenes icónicas de El Algarve. Desde arriba, un amplio agujero ayuda a descifrar el fondo arenoso, desde abajo son solo dos minutos los permitidos a cada embarcación para que sus ocupantes se hinchen a fotos y descubran la alternancia de tonos rosas y cremas en contraste absoluto con el azul turquesa del agua. Por la abertura superior se cuela un sol que, como el resto de habitantes, muestra una curiosidad casi infantil ante lo visto; los paseantes asomados a esta ventana natural en su cima saludan a la tripulación náutica al fondo (y al revés), sabedores de que comparten un momento único que atesorarán para siempre en la memoria.
Durante esta travesía y otras caminatas, el turista contemplará rocas surgidas del agua como puntas de lanzas prehistóricas que emergieran para defender sus dominios. En ellas anidan halcones peregrinos y cernícalos, gaviotas y palomas, populares habitantes de estos hogares que vigilan desde balconadas imaginarias a quienes transitan cerca. También en Lagoa, en la Praia da Morena, se encuentra el 'leixão' del submarino, nombre otorgado por su aspecto. Son tantos que la única forma de hacerse una idea pasa por acudir a verlos en persona y ponerles sobrenombre según los parecidos que cada cual encuentre. Muchas de esas estancias naturales conectan entre sí a través de túneles en la roca, pasa por ejemplo en las playas de Solaria, Batata, Estudantes, Três Irmãos y Alvor.
Hablando de arenales, los hay más concurridos y más tranquilos. Entre los imbuidos en calma destacan Camilo, Canavial, Porto de Mós y João de Arens; entre los concurridos, Dona Ana y Praia da Rocha, aunque esta no es una ciencia exacta. No muy lejos, custodiada por acantilados, dicen de Vau que sus arcillas cuentan con propiedades medicinales y destacan en Marinha sus rocas modeladas. Alguna playa hasta suma leyenda, como la de Rocha en Portimão. Cuentan que una sirena repartió su amor entre un pescador, hijo del Mar, y a un labrador, hijo de la Sierra. Cada cual pretendía exclusividad en las artes amatorias, por eso una furiosa Sierra lanzó rocas gigantescas hasta su contrincante, el Mar, que respondió abalanzándose contra ellas. Incapaz de elegir, la criatura acabó convirtiéndose en arena dorada para recibir eternamente el abrazo de ambos enamorados. En algunos de los restaurantes situados junto a la orilla (el Atlántico, por ejemplo), podrá probar el foráneo uno de los platos más típicos, la cataplana.
Pero regresemos al principio, no de los tiempos, sino de estas líneas. Hablábamos de un mundo que recorrer a pie y, paso a paso, alcanzaremos algunas de las opciones más buscadas. Sin alejarse demasiado, muchos se calzan las deportivas para afrontar el 'Recorrido de los Siete Valles Colgantes'. Asciende y desciende por barrancos, por caminos de tierra y algo pedregosos. A lo largo de 6 kilómetros, más otros tantos de vuelta, entre la Praia da Marinha y la de Vale Centeanes, o al revés. Impacta la presencia de arcos, grutas, algares y abismos, viejos conocidos ya. Durante la ruta, la Playa de Benagil aparece asociada a la desembocadura de uno de esos arroyos torrenciales que crearon un barranco estrecho en el acantilado. En la Praia do Carvalho se accede al arenal por un túnel excavado en los calizos del Mioceno, dan fe de ello las conchas marinas incrustadas en la matriz de la roca. Por el camino se distinguen palmeras enanas; sobre la cabeza, currucas cabecinegras; y una simbiosis de paisaje mediterráneo y aspecto lunar única que embriaga los sentidos. Otra leyenda, por cierto, afirma que el peñedo de Leixão do Ladrão lo modelaron las lágrimas de una princesa por su difunto amado. Cerca del faro de Alfanzina se halla un bosque de osados pinos de Alepo capaces de colonizar alfombras de piedra y aridez.
Pero ya advertimos que el Algarve es mucho más que costa. Según avanzas hacia el interior dejando atrás las formaciones de dunas, surgen lagunas recortadas y pantanos salados, campiñas y vegas. El Barrocal señala la transición entre el litoral y una sierra que ocupa el cincuenta por ciento del territorio, añade a este cóctel calcáreas y esquistos. Los algarvíos adoran a esa madre que cuida de ellos y cede productos agrícolas, madroño, miel y corcho. La Sierra a secas, por su parte, brinda entre esquisto y rocas graníticas. Quien busque algo de altitud tendrá que partir hacia la de Espinhaço de Cão o la de Monchique, guardiana del punto más alto del Algarve a 902 metros, o a las de Caldeirão o de Mú.
Con las botas de senderismo regresamos a uno de esos puntos donde bañarse y caminar lejos del agua es posible, Lagos. En Barão de São João organizan cada año, en noviembre, la 'Walk & Art Fest', oferta de recorridos temáticos. El resto del año, allí mismo hay tres senderos a través del bosque: el Passeio das Figuras, el Passeio a Ver o Mar y el Passeio dos Poetas, que cubren 1.800, 2.100 y 5.100 metros respectivamente. Sus nombres indican el sujeto que los impulsa: esculturas en el primer caso, panorámica sobre el océano en el segundo y poemas cincelados en la roca en el tercero. Acabada la cita, vale la pena parar a comer en el restaurante Beco do sol, un vegetariano que mantendrá al senderista en la vía más saludable.
Después aguardan los acantilados de Ponta da Piedade, a dos kilómetros del municipio de Lagos, en la Costa d'Oiro. Allí abundan grutas, bahías y playas tranquilas. Una pasarela de madera permite acercarse hasta varios miradores que se asoman a vistas de postal. Si tuvieras que elegir una imagen para mandarla por correo, seguramente escogerías la captada tras descender una larga escalinata que lleva al mar. La naturaleza ha engendrado caprichosas piedras y el imaginario humano les ha puesto nombres igual de caprichosos como Chaminé (chimenea), Catedral (catedral) o el original General De Gaulle. Halcones peregrinos, cuervos, grajillas, vencejos reales, vencejos pálidos, garcetas y garcillas bueyeras pueblan el vecindario. Como habrá deducido el lector o lectora atento a estas alturas del reportaje, El Algarve atrae a amantes de la observación de pájaros. Son tantos y tan osados que los aficionado al 'birding' pueden toparse con una garza durante el almuerzo (del ave), mientras da cuenta de insectos desprevenidos a solo dos palmos de la nariz. Durante una salida en bici eléctrica guiada por Bikesul (www.bikesul.pt/) que arranca en (redoble de tambores)... el idílico entorno de Praia da Senhora da Rocha. Allí, a falta de puente donde amarrar candados, libres de la roña que aires marinos aplicarían, en lo árboles, ventanas y paredes de esta ermita han colgado multitud de conchas amantes devotos, declarándose amor eterno (las palabras se las lleva el viento –y el tiempo afirmarán los descreídos–, pero las vieras no). El templo, elegido por muchas parejas como entorno idílico donde oficiar su casamiento, luce como un sombrero blanco sobre un saliente hacia el Atlántico, parcela de tierra que emula la quilla de un barco recién alzada el ancla.
Unos 40 kilómetros pondrán alfombra roja a la salida en bicicleta por las localidades de Armação de Pêra, a través de la nueva pasarela con vistas al mar que funde panorámicas con chalés de infarto, humedales con tierra seca, azul, amarillo y verde. Por Salgados, Galé, São Rafael, la rocosa Praia dos Arrifes, Marina de Albufeira, Albufeira, Páteo, Vale Parra, Pêra y Porches. Para regresar al punto de partida justo cuando el sol cae, agotado de brillar con una sonrisa eterna en los labios como las misses, tras declararse justo vencedor en el certamen de belleza frente a un photocall de tonos rojizos y anaranjados que darán paso a la hermana luna. Esa luna a la que el poeta algarveño António Aleixo dedicó sus versos: «A lua só nos deslumbra enquanto o sol nos não guia; tal é o valor dos que brilham com a luz que não é dia» (La luna solo nos deslumbra mientras el sol no nos guía; tal es el valor de los que brillan con una luz que no es de día«).
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