El castillo de Sibirana, oculto en la oscuridad
Uncastillo (Aragón) ·
He visto y visitado decenas de castillos. Grandes, pequeños, en pie y arruinados, altos y no tanto, evocadores o simplemente defensivos. Pero creo que ninguno ... me sorprendió tanto como lo hizo el de Sibirana cuando lo descubrí a la vuelta de un recodo en el bosque, apareciendo como de la nada, enhiesto en su peñasco particular.
Sibirana está en Aragón, en tierra de castillos. Hay unos cuantos más y eso se explica porque hace más de diez siglos, cuando el reino de Aragón se empeñaba en defenderse de los musulmanes, levantó un rosario de fortificaciones a lo largo de sus fronteras. Entre los años 905 y 925 el rey Sancho Garcés I de Pamplona mandó construir más de una docena de emplazamientos defensivos, torres o castillos con epicentro en el imponente escenario de Uncastillo, en la comarca zaragozana de Cinco Villas. Se citan en esa lista, entre otros, lugares como Luesia, Biel, Royta, Agüero o Petilla de Aragón.
Sibirana estaba, según algunos historiadores, también entre aquellos; otros afirman que lo construyeron los musulmanes del mismo Banu Qasi antes del 891 y solo le perteneció a Sancho Garcés después de conquistarlo, armas y batalla mediante, en 921. Y aún otra versión de la historia dice que es más tardía su existencia, de la primera década del siglo X, cuando aparece citado en documentos de entrega a la reina Felicia de Roucy.
Esto es bonito, que ni los más sabiondos se aclaren para decirnos quién hizo qué, que no sepamos quién hizo aquel castillo roquero perdido en el bosque y para defender a quién. Y eso se suma a la sorpresa del descubrimiento para hacer de Sibirana ese rincón perdido que nunca se olvida.
Lo dicho, a la vuelta de una curva en el camino que recorre el barranco de Sibirana, se descubre una roca que parece en equilibrio sobre el manto de bojes y carrascas. Y encima, tiesa como tirada a escuadra, levanta sus muros una de las dos torres del castillo. Perfecta, estirada, inaccesible. La otra se levanta más allá, en el otro extremo del peñasco, y tiene que haber dos porque no caben de otro modo, ambas unidas por sendos muros que configuran un recinto inexpugnable. Solo unas escaleras de madera permitían el acceso a las torres, siempre que nadie se defendiera antes lanzando flechas desde las saeteras.
Al pie del castillo se sostiene para la memoria un viejo despoblado medieval, mayormente arruinado, y del que sobresale el esqueleto de la ermita de Santa Quiteria. Sabemos que el templo estuvo bajo la influencia del arte románico de la Jacetania por las perfectas labras de su ábside, las tallas del tímpano de su pórtico y por sus ajedrezados en jaqués del friso interior del ábside.
Si algunos aragoneses estuvieron en Sibirana para contener al musulmán, rodeados de bosques y escondidos donde a nadie se esperaba, no lo sabremos con certeza. Podemos sospechar que al menos bajarían a por agua y con seguridad a darse plácidos baños a las pozas del arroyo Arba, allí donde el barranco de Sibirana desemboca. El río salta en cascadas y ha labrado rincones de exultante belleza, como el pozo Pígalo, donde las aguas turquesa invitan al sosiego y la escucha. La Poza de Santa María, aguas arriba, obliga a entrar en la espesura del carrascal para conocerla.
Nunca un castillo llamó tan poderosamente mi atención. Sibirana esconde en un bosque perdido sus murallas verticales y es vecino de un arroyo de remansos estremecedores.
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