Poesía y duende
Necesitamos como el pan de cada día un bálsamo que nos haga sentirnos iguales frente al amor y al dolor
He decidido escaparme por un rato de las guerras, la miseria, el desmadre político que nos rodea, no sé si idiota o cruel, el miedo ... y la muerte. Voy a hablar del duende de la poesía y de la música, porque el duende se dirige al corazón, y necesitamos como el pan de cada día un bálsamo que nos haga sentirnos iguales frente al amor y al dolor.
«Poesía es la unión de dos palabras, que uno nunca supo que pudieran juntarse y que forman algo así como un misterio», decía Federico 'Garcia' Lorca, él escribía García sin tilde. Por su parte, los neurólogos Jesús Romero Imbroda y Cristóbal Carnero Pardo definen el duende del cante como «una emoción compartida». Esa «emoción compartida», igual que ocurre en el cante, está también en la poesía. La poesía, haciendo malabarismos con términos tan manoseados que ya no nos sobresaltan, consigue que las palabras se vuelvan nuevas, como si las oyéramos por primera vez, ese es el duende que nos une a todos en las mismas emociones poéticas.
El duende de la poesía convierte las palabras en un microscopio gigante, en rayos láser alfabéticos capaces de llegar al misterio de lo cotidiano y al misterio de lo más insondable que hay en nosotros, y entonces abre un boquete muy grande por el que podemos mirarnos por dentro, ahora somos capaces de tocar con la punta de los dedos el misterio. «Sólo el misterio nos hace vivir, solo el misterio», decía también Federico.
Cuando leo poesía siempre me quedo perpleja, porque, con ingredientes corrientes de andar por casa, el poeta sabe poner palabras a la realidad más irreal, sabe «romper las barreras entre lo visible y lo invisible», explicaba el poeta checo Vladimir Holan. Ahí está su poema 'Resurrección' donde cuenta que, después del juicio final, si vuelve a oler el olor a café recién hecho de su madre, sabrá que está en el cielo. Y es que la poesía pone palabras a todo eso que se va volando escaleras arriba hasta las estrellas.
Siempre que hablo de poesía recuerdo que, cuando acercaba al poeta Blas de Otero a mis alumnos, solía hacer un juego que nunca fallaba. Estaban ellos escuchándome y tomando apuntes con cara más o menos aburrida y yo les señalaba el cielo que veíamos por la ventana y les decía: «Un avión, ¡qué cabrón!, a reacción». De pronto, todo era silencio, el silencio profundo de mis jóvenes alumnos ensimismados en aquel poema de Blas de Otero, de golpe, habían entendido el duende de la poesía y juntos querían ser libres, levantar el vuelo, surcar los cielos y alcanzar el misterio, como el avión cabrón de Blas de Otero.
Dicen que un día estaba Blas de Otero en una tasca en Andalucía, había unos parroquianos tocando la guitarra y él se puso a leer sus versos a los amigos. Unos segundos después, las guitarras se callaron y uno de ellos dijo: «Este tío me ha tocao». Eso les pasaba a mis alumnos, que aquel avión les había hecho tocar la libertad mientras estaban encerrados en clase una tarde de primavera.
Ocurre igual con la música, esta vez nos llega el duende a través de sonidos, de notas, que aparentemente no quieren decir nada. La música, sin pronunciar una palabra, nos transfigura y transfigura el mundo que nos rodea, nos transporta desde el presente, sin cápsulas transportadoras, sin IA, sin botones mágicos, sin nada, nos lleva de la mano al pasado, al futuro, a lugares donde nos dicen que nunca podremos ir, es capaz de recrear para nosotros lo que pensábamos perdido, es una magdalena de Proust elaborada con sones, que quizás tampoco se nos ocurrió nunca que pudieran ir juntos.
Y es que la poesía y la música tienen duende, sí, duende, que nos permite compartir la magia, el misterio con los otros. La música, la música clásica, el jazz, el blues, en fin, toda la música, incluso la que llena estadios y se canta a gritos, nos hace sentir, tocar, oler cosas invisibles, y tanto milagro nos une a los demás, nos atrapa con su duende, nos hermana, porque todos sentimos lo mismo, como decía Shakespeare «si nos pinchan, ¿acaso no sangramos? Si nos hacen cosquillas, ¿acaso no reímos…?»
Pues eso.
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