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En la película 'Cónclave', de Edward Berger, el cardenal decano Thomas Lawrence, Ralph Fiennes, pide a los demás cardenales que dejen fuera del cónclave sus ... certezas. Eso me ha hecho reflexionar. Las certezas categóricas nublan nuestro pensamiento, lo vuelven espeso, inamovible y nos hacen incapaces de reconocer las razones que puede tener el otro para pensar de la manera que piensa.
Creo que todas las certezas intransigentes nacen de nuestra inseguridad, de escondidos intereses y del miedo a perderlos. Por eso pienso que esas certezas tan rotundas nos empujan al fanatismo y, cuando las defendemos, lo hacemos con desatada vehemencia, quizás debido a que se cuecen en lo más profundo de nuestras tripas sin pasar por el tamiz de la razón.
Al hablar de la certeza hay algo muy importante que se debe señalar. Certeza no es, ni muchísimo menos, sinónimo de verdad. Tener certeza significa creer en algo sin el menor asomo de duda, esa falta de dudas es, por tanto, el corazón de la certeza y lo que nos puede convertir en intolerantes. Las certezas inquebrantables nos llevan, pues, a la intransigencia y al dogmatismo. Semejante actitud cerril y terca va lógicamente acompañada de cosas muy feas: falta de flexibilidad para adaptarse a nuevas situaciones, obstinación a la hora de reconocer errores por pequeños que sean, dificultad para aceptar la incertidumbre que nos rodea desde que nacemos, miedo a no tener la razón y que el de enfrente no discuta nuestros argumentos sino que nos descalifique a nosotros mismos. En fin, un auténtico surtido fiesta nada bonito de caca de la vaca, con perdón de la vaca y sus pobres boñigas.
Por otra parte, la certeza no solo hace acto de presencia en grandes temas políticos, religiosos o filosóficos, sino que también aparece en pequeños acontecimientos cotidianos, mostrándonos lo insensatamente tozudos que podemos llegar a ser.
Un caso muy común e irritante suele suceder, por ejemplo, cuando no encontramos las gafas, la mayoría de las veces tenemos la certeza absoluta de que las hemos dejado encima de la mesa de la cocina, es un decir, y allá vamos con la total seguridad de que están ahí. Pero llegamos a la cocina y, al tropezarnos de frente con la nada, nos entra una desazón existencial que va mucho más lejos de la pérdida de los anteojos, porque nos quedamos cara a cara con la sinrazón de la indiscutible certeza que nos ha llevado hasta allí.
Entonces nuestro mundo se tambalea, empezamos a dudar de nosotros mismos y la inseguridad, que siempre nos acompaña aunque de puertas afuera parezcamos hombres y mujeres invulnerables, planta sus reales. Así que dejamos atrás el orgullo y empezamos a buscar con histérica actitud dentro del frigorífico, en la basura, entre la ropa sucia, en el interior de los pucheros, en los sitios más absurdos, porque sabemos que somos capaces de haber dejado las antiparras en el lugar más disparatado y, cuando en una de esas acertamos con el escondrijo, nuestra desolación no tiene límites y debemos admitir que es muy nuestro meter la pata con tajante certeza hasta el corvejón, músculo de los cuadrúpedos situado entre la parte inferior de la pierna y superior de la caña, eso dice la RAE.
Bien, en temas más serios, solemos analizar los hechos desde el punto de vista de nuestros intereses o creencias y, para que no asome ninguna duda por el horizonte y podamos convivir felizmente con nuestras certezas, no escuchamos más que a los que piensan como nosotros, no leemos más que a los que opinan como nosotros y solo vemos los telediarios de la cadena que es de nuestra cuerda. Todo eso también lo hago yo.
Por tanto, después de reflexionar, he llegado a la conclusión de que las certezas rotundas son el corazón del fanatismo, la intolerancia, el extremismo y cosas de esa calaña, que a lo largo de la historia han causado mucho dolor y no pocas guerras. De manera que hace muy bien el cardenal Lawrence en recomendar a los cardenales dejar la certeza fuera a la hora de elegir papa. Y espero que ese consejo me sirva a mí también.
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