La mentira política y el arte perdido de preguntar
El objetivo de una comparecencia pública es enfrentar al poder con la verdad
Juan Ángel Anta
Doctor en Criminología y director de Detecta
Jueves, 27 de noviembre 2025, 01:07
El prestigioso psicólogo Robert Feldman afirmaba que mentimos una media de tres veces por cada diez minutos. Antes de escandalizarnos, conviene recordar que se refería ... a esas mentiras leves que facilitan la convivencia y evitan conflictos innecesarios. El problema surge cuando la mentira deja de servir para allanar la vida social y se convierte en herramienta para manipularla. Y eso, precisamente, es lo que parece estar ocurriendo en la comunicación política.
Nuestros representantes se presentan como servidores públicos empeñados en ganarse nuestra confianza -y nuestro voto- para mejorar nuestra vida. Sin embargo, la realidad muestra a demasiados políticos atrapados en el beneficio a corto plazo, más pendientes del rédito personal que de la transparencia. Sus discursos se han convertido en escaparates de incoherencias verbales y no verbales que delatan algo peor que falta de profesionalidad: falta de honestidad.
Basta observar ciertos comportamientos en el ámbito institucional. ¿Qué transmite un político que en una comisión de investigación pretende demostrar transparencia parapetándose tras un discurso leído, rígido y cerrado? Desde el punto de vista comunicativo, hablar de todo y de nada es una perorata, un indicio que denota que se está ocultando algo. Repetir datos irrelevantes, intentando hacernos creer que eso es lo importante, es un intento de desvío de atención. Evitar responder, alegando que «todo está aclarado», es un indicio de ocultación. Apelar al dolor de las víctimas, sin una sola expresión emocional congruente con lo que se dice, es otro indicador de engaño. Y autoproclamarse defensores de la transparencia mientras se impide que esas mismas víctimas estén presentes en la comparecencia ya no es solo una comunicación incongruente: es una incongruencia de facto, es decir, un hecho que contradice todo el discurso. Como señalé anteriormente, lejos de mejorar la convivencia, estas mentiras la deterioran. No solo con un coste social, también emocional y, en algunos casos, incluso vital.
Mientras tanto, el escenario se agrava por otro factor: el abandono absoluto del arte de preguntar. Lo vimos en la reciente comisión del Senado en la que compareció Pedro Sánchez. Algunos senadores se esforzaron más en atacar al presidente que en obtener información útil. El ejemplo más revelador fue la insistencia en pedirle que respondiera sí o no, como si el interrogatorio político fuera un formulario de casilla única. Exigían respuestas rápidas, cuando su propia falta de estrategia impedía formular preguntas inteligentes.
En este contexto, resulta evidente que el debate político ha renunciado a la búsqueda honesta de información. Se ha sustituido el análisis por el chascarrillo, la argumentación por el exabrupto y el humor por la burla. Ningún comunicador solvente construye credibilidad riéndose de su adversario. Y si la política prescinde de la comunicación veraz -qué se dice, cómo, para qué y con qué coherencia corporal, facial y emocional-, entonces abandona uno de sus pilares esenciales: el respeto a la ciudadanía. Porque quien no se esfuerza en comunicar con honestidad tampoco se esfuerza en gobernar con ella.
Sin embargo, en medio de tanta torpeza comunicativa, no todo está perdido. En la reciente comparecencia sobre la tragedia de la dana en Valencia, pudimos observar una excepción notable: uno de los diputados logró llevar a cabo su interrogatorio con rigor y eficacia. Formuló preguntas pertinentes, permitió que el compareciente se explicara y dejó que fueran sus propias palabras las que expusieran imprecisiones, contradicciones y, finalmente, mentiras. Incluso acompañó su interrogatorio con una emotividad coherente con la gravedad del asunto, expresando de forma congruente la indignación provocada por las evasivas, la falta de empatía hacia las víctimas y el intento de manipular la realidad.
Un buen interrogatorio debería buscar contradicciones, permitir que el interpelado amplíe su explicación para obtener más información, observar su comunicación verbal y no verbal, detectar indicios de ocultación o veracidad y, a partir de ahí, reformular. Preguntar no es gritar «responda sí o no», sino trazar una estrategia que nos acerque a la verdad. Lo otro solo pone en evidencia el bajo nivel comunicativo y la incapacidad de quienes interrogan.
Quizá ahí resida la enseñanza pendiente: es la capacidad de comunicar con coherencia, escuchar con atención y observar con criterio lo que nos protege de la mentira. Mientras la política siga despreciando este principio, la búsqueda de la verdad continuará siendo un simulacro. Pero cuando el interrogador hace bien su trabajo la mentira no necesita ser denunciada, porque se denuncia sola. Y ese, justamente, debería ser el objetivo de toda comparecencia pública: no entretener al espectador, sino enfrentar al poder con la verdad.
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