Euskadi fue pionera en el consumo de churros
Vitoria y Bilbao se aficionaron a estos deliciosos fritos a finales de la Tercera Guerra Carlista, poco después de que se popularizaran con el nombre de 'churros' en Madrid
Puede que no podamos presumir de haberlos inventado (¡ya nos gustaría!), pero los vascos contamos con el segundo mejor logro de la historia en lo referente a los famosísimos churros: después de los madrileños, fuimos los primeros en disfrutarlos con ese nombre. Déjenme que haga hincapié en lo del nombre, porque aunque la denominación de 'churro' sea relativamente reciente y se remonte a poco más de 150 años, lo cierto es que la idea de freír una masa espesa compuesta por harina, sal y agua y extruida a través de una herramienta especial existe al menos desde el siglo XVI. Claro que entonces no se llamaba de la misma manera que ahora, sino «fruta de sartén graciosa», «fruta de xeringa» o «buñuelo de jeringa», por utilizarse en su elaboración una jeringa metálica (muy parecida a las churreras modernas) y por pertenecer esta receta a la muy amplia familia de los buñuelos y las frutas de sartén.
Cuando en torno a 1870 comenzó a usarse en Madrid la palabra 'churro' allí ya existían los cohombros (similares a las actuales porras) y los buñuelos anchos (misma fórmula pero con forma de rosquilla), mientras que en otros lugares de España había tejeringos, calentitos, ruedas de masa frita u otras cosas similares. Todos ellos se hacían a base de ingredientes baratos (agua, sal, harina y a veces levadura o masa madre) y se podían preparar rápidamente en grandes cantidades con la ayuda de un fuego, una sartén y abundante aceite –no quieran pensar ustedes en cuántas veces se reusaba–, de modo que las buñolerías, ya fueran tiendas fijas o puestos ambulantes, constituían una estampa habitual en las calles de todo el país… o de casi todo. Parece ser que en tierras vascas, quizás por la antigua carestía del aceite de oliva, no se estiló este tipo de repostería callejera hasta la llegada del churro a finales de la Tercera Guerra Carlista. Seguramente ésa sea la razón por la que fuimos tan rápidos en adoptarlos, más que ningún otro lugar de la península.
Fritura crujiente
Aquí y allá los churros triunfaron gracias a su forma, más fina y crujiente que la de anteriores versiones buñoleras, pero la súbita pasión que se vivió en Euskadi por esta fritura tuvo mucho que ver con el auge de la industria y la llegada masiva de trabajadores procedentes de otras regiones. Uno de ellos fue el madrileño Manuel Builes Otero, que en 1877 pidió permiso al ayuntamiento de Bilbao para instalar un puesto de venta de churros junto al viejo mercado de la Ribera. Él y otros como Ceferino Alonso, Cayetano Palazuelo o Manuel Mínguez pusieron de moda en la capital vizcaína las buñolerías/churrerías al estilo de Madrid: establecimientos humildes que abrían a las 3 de la madrugada y que por un precio ínfimo ofrecían café, licor y churros a los trabajadores más tempraneros.
Si en Vitoria, tal y como contaba en 1875 el periódico El Porvenir Alavés, las vendedoras ambulantes hacían negocio vendiendo a los militares «churros y líquidos tónicos para el estómago en los diferentes puestos de guardia», en Bizkaia la clientela estaba mayoritariamente compuesta por obreros pobres de los muelles, la mina y la siderurgia. Por eso a finales del siglo XIX el grueso del sector churrero estaba localizado en el entorno de la ría, entre Bilbao la Vieja y Uribitarte. En 1876 la Buñolería de la Paz (c/ Ribera, 11) anunciaba en prensa «los ricos buñuelos al estilo de Madrid» (es decir, churros) acompañados de anís Carabanchel y en abril de 1877 El Noticiero Bilbaíno se hacía eco de esta sabrosa novedad diciendo que «la industria buñolera, que era poco menos que desconocida aquí, se va arraigando en Bilbao». En la calle San Francisco había una buñolería que vendía con gran éxito churros y cohombros y tenía hasta varias sucursales en diferentes puntos de la ciudad.
Entre pastel y buñuelo
Hasta entonces los bilbaínos no habían conocido más churros que los del Nervión, ya que así se llamaban los puntos que con marea baja no podían franquear ni las embarcaciones más pequeñas, como el de San Agustín o el de la Botica de Deusto. Aquellos churros desaparecieron con la canalización de la ría y fueron gustosamente sustituidos por los fritos en el habla popular, de modo que en 1896 Emiliano de Arriaga ya añadió la acepción culinaria a la fluvial en su 'Lexicón etimológico, naturalista y popular del bilbaíno neto'. Para él, churros eran «unos entre pasteles y buñuelos, cuya pasta hecha con harina y azúcar, aunque poca, sacan los churreros en interminable chorizo estriado, por una enorme jeringa y cae enroscándose en la vasija de aceite hirviendo donde se fríe, generalmente al aire libre... aunque también hay establecimientos montados para su elaboración».
Llegaba a decir que en el Botxo las churrerías era casi una institución por la costumbre que tenían los obreros de desayunar allí con una copita de balarrasa, hilobala o quitapistas, que era el aguardiente con el que arrancaban motores casi todos los currantes. Aquel churro proletario pronto se convirtió en festivo, estrella curruscante de todas las romerías habidas y por haber o de las barracas que entonces se montaban en agosto en el Campo Volantín.
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