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Les puede ocurrir estando de viaje o de alegre vacacioneo por Granada, Motril, Algeciras, Jaén o incluso en Ceuta, al otro lado de las columnas de Hércules. Pasarán ustedes delante del escaparate de una pastelería, verán de refilón el dulce muestrario a través del cristal y de repente darán un respingo. «¡Una carolina! ¡Mira, aquí también tienen carolinas!» Tras una minuciosa inspección ocular dictaminarán que sí, que esos pasteles sureños que tienen ante sus ojos son sospechosamente parecidos a una carolina de Bilbao de toda la vida, con su inconfundible copete merengado, sus voluptuosas curvas ascendentes y su piquito apuntando al cielo. Probablemente también repararán en que algunas de esas carolinas meridionales llevan abrigo de chocolate y otras un fino vestidito de yema, unos polvillos de canela o un ligero bronceado provocado por el horno o el soplete. Muchas van en cueros, enseñando todo el merengue, y mientras que las de cierta pastelería van montadas sobre una base de galleta las de más allá parece que tienen enaguas de hojaldre, parecidas a las de cualquier espécimen carolinero vasco pero mucho más discretas.
Dependiendo de su nivel de curiosidad y del tiempo que tengan es posible que ustedes, queridos protagonistas de esta hipótesis, decidan que lo que están viendo es una simple imitación y sigan tranquilamente su camino o, por el contrario, que crucen la puerta y pidan en el mostrador «una carolina». No les entenderán. Allí los llaman «merengues», sin más. Los únicos que tienen nombre propio son los «pollitos» que hacen en algunas confiterías de Cádiz y Chiclana de la Frontera, que con alas y cresta incluidas son una golosa versión gallinácea del clásico prototipo carolinista. ¿Quién ha copiado a quién? ¿Existe algún tipo de parentesco entre los merengues del sur y las carolinas del norte, o su similitud es una simple coincidencia?
El intríngulis de la cuestión está en que sabemos muy poco, por no decir nada de nada, sobre el origen de nuestra célebres carolinas. La teoría del confitero y padre amantísimo que inventó este encopetado pastel en honor a una hija suya, supuestamente llamada Carolina, hace aguas por casi todos los lados. La primera mención que he encontrado a esa historia se publicó aquí en EL CORREO en el año 2003, prácticamente antes de ayer, y aunque se ha repetido hasta la saciedad nunca se ha dicho ni quién fue el creador ni en qué época ocurrió este merengoso descubrimiento. Lo cierto es que el término «carolina», con el sentido golosón que le damos ahora, no se encuentra en la hemeroteca vasca hasta muy entrada la segunda mitad del siglo XX. Sí que se asomó antes por las páginas de algunas recetarios o publicaciones de cocina: en 1912 por ejemplo en la revista culinaria
El Gorro Blanco aparecieron unos «relámpagos carolinas» (bañados con fondant de café y chocolate) y una «torta de coco a la Carolina», que consistía en una tartaleta de masa quebrada rellena de coco muy parecida a los pasteles de ídem que siguen alegrando nuestras sobremesas. Esos mismos pasteles de coco, de arroz o de crema pastelera son los que normalmente sirven de pedestal a la carolina made in Euskadi, y son bastante similares a lo que el afamado cocinero Ignacio Domènech denominó como «carolinas» en su libro 'La pastelería mundial' (1913): unas tartaletas entre cuyos ingredientes figuraba el arroz Carolina, llamado así por provenir de los estados de Carolina del Norte y del Sur (EEUU).
Hace ya muchos años les conté aquí mismo que la receta más antigua de carolinas amerengadas, encopetadas y bilbaínas se debía a la mano de nuestra querida paisana María Mestayer, marquesa de Parabere. En realidad no es la más antigua, pero casi. Unos meses antes, a principios de 1930, Artes Gráficas Grijelmo publicó en la capital vizcaína el libro 'Cocina práctica'. Escrito por la cocinera zeberiotarra Lorenza Amuriza Zabala, lo tengo en mi poder desde hace pocos meses y por fin les puedo desvelar que incluye la siguiente fórmula:
«Se moldea el hojaldre en unos moldecitos redondos, rellenándolos con unas frutas secas variadas. Se meten al horno y una vez bien hechas se sacan y se les coloca encima un merengue con el tubo, bien a lo largo o en redondo. Se prepara también un poco de huevomol y se les echa un poco con el mismo tubo.»Con eso de «tubo» se refería a una manga pastelera equipada con boquilla o tubo metálico liso, mientras que el «huevo mol» era una especie de almíbar de yema casi igual al que hoy en día se usa para decorar las carolinas modernas. Parece que ya tenemos su referente directo, pero aún nos falta encontrar su posible conexión con los misteriosos merengues del sur de España... Quizás sepan ustedes que una de los posibles cunas del merengue está en el pueblecito suizo de Meiringen, que en la Confederación Helvética son típicos los merengues y que el «merengue suizo» es uno de sus tres modos de elaboración, junto al francés y el italiano. Pues resulta que uno de los postres más populares del famoso Café Suizo de Bilbao (1809) fue el merengue, y que de la misma aldea alpina de la que vinieron sus fundadores salieron otros parientes suyos para abrir en Granada un Hotel Suizo y una Pastelería Suiza, luego rebautizada como Bernina y en la que se popularizaron esos merengues andaluces tan, tan parecidos a nuestras carolinas.
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