Manic Street Preachers y el compañero ausente que siempre está ahí
Hace 30 años de la desaparición misteriosa de Richey Edwards, el ideólogo de la banda galesa, cabeza de cartel del ARF
Podríamos decir que los Manic Street Preachers no son ni tres ni cuatro, sino un extraño concepto a caballo entre ambas cifras, una extraordinaria formación ... compuesta por tres presencias y una ausencia. La trayectoria de la banda galesa, cabeza de cartel del sábado en esta edición del Azkena Rock Festival, está marcada por un suceso del que acaban de cumplirse treinta años: en febrero de 1995, Richey James Edwards (una figura que podríamos definir como guitarrista, letrista, portavoz e ideólogo) desapareció sin dejar rastro. Dejó atrás uno de los grandes misterios de la historia del rock y, en un plano más personal, un hueco que sus compañeros todavía experimentan como una dolorosa carencia. «Richey siempre está ahí», declaraban a principios de esta década, pese al tiempo transcurrido.
Los Manics siempre fueron una cuadrilla especialmente unida, con una amistad forjada en la infancia que no ha sucumbido a las distracciones de la fama y el dinero: los tres supervivientes (el cantante y guitarrista James Dean Bradfield, su primo el batería Sean Moore y el bajista Nicky Wire) siguen residiendo a tiro de piedra unos de otros. Richey empezó conduciendo la furgoneta y fue el último en sumarse a la banda que los otros tres habían fundado en 1986, cuando estaban en Secundaria, pero parece claro que el proyecto habría seguido una senda muy diferente sin su aportación. Porque el guitarrista no era un músico convencional, hasta el punto de que designarlo así, por su instrumento, parece una imperdonable incorrección, casi un insulto.
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En realidad, Richey no tocaba mucho la guitarra, ni sentía ningún interés en dominar ese «feo trozo de madera con metal y cuerdas». Sus aportaciones instrumentales en el estudio son prácticamente nulas, porque el propio James solía encargarse de grabar sus partes, y en directo su amplificador no sonaba a volumen muy alto. En cambio, era un virtuoso en otras habilidades, quizá menos tangibles. Estaba, para empezar, su carisma sobre el escenario, donde componía una magnética figura de decadente filiación glam, con los ojos perfilados y la pose de quien ha metabolizado el rock and roll a nivel celular.
«No toco muy bien, pero quiero que la guitarra parezca letal», comentó una vez. Estaban sus letras, sin tapujos tanto en lo político como en lo íntimo, influidas por una cultura de ávidas lecturas que le llevaba a citar a autores como Camus, Plath o Mishima. Y estaba, en fin, ese papel que unos han descrito como 'ministro de información' de la banda y otros, como 'manipulador de los medios', una función en la que combinaba su facilidad para la provocación con una sinceridad esencial, que le llevaba a abordar en las entrevistas todos esos temas que los artistas todavía hoy suelen eludir, y que eludían aún más en los 90.
Depresión y anorexia
La voluntad de agitación le llevó a excesos verbales (por ejemplo, aquella frase inolvidable: «Siempre odiaremos más a Slowdive que a Hitler») y también a algún episodio escalofriante, como cuando un periodista cuestionó su autenticidad y él respondió escribiéndose en el brazo '4 Real' ('de verdad') con profundos trazos de una cuchilla de afeitar. Por otro lado, aquella franqueza con la que hablaba de sus problemas le convirtió en un adelantado a su tiempo: «Era un caso muy conocido entre los depresivos, los alcohólicos, los anoréxicos, las personas que se autolesionan, porque se trataba de la primera persona que hablaba abiertamente en público sobre esas cuestiones, no con bravuconería jactanciosa ni con el subtexto de 'mira lo torturado y lo cool que soy', sino con humildad, sentido común y, a menudo, un humor lúgubre», lo perfiló la periodista Caitlin Moran en 'The Times'.
La influencia de Richey convirtió a los Manics en un proyecto atípico. Ya partían de un planteamiento diferente al de muchos contemporáneos: eran fans de los Clash que también escuchaban a Public Enemy, pero muchas veces su sonido escoraba de manera espontánea hacia el rock duro a la californiana y, de hecho, solían autoexcluirse de la corriente principal del britpop. Pero, además, a eso se sumaban unas letras que huían de la intrascendencia y trataban asuntos como las trampas del capitalismo, la prostitución, el trato a los veteranos de guerra o los trastornos alimentarios. El cuarteto galés hacía cosas tan inesperadas como reproducir en la carpeta de su segundo álbum el poema de Primo Levi 'Canto de los muertos en vano', elegido por Richey, cuya compleja personalidad impregnaba de algún modo la obra de la banda.

Aquel 1 de febrero del 95, se esfumó. Era el día que iba a viajar a Estados Unidos junto a James para una gira promocional, una circunstancia que trae ecos de Ian Curtis, que se suicidó en la víspera de un viaje a América. Y, como ocurre con las últimas horas del cantante de Joy Division, también la desaparición de Richey está documentada de manera minuciosa y obsesiva: pasó la noche en un hotel de Londres, del que se marchó a las siete de la mañana, y condujo hasta su apartamento de Cardiff. En los dos sitios fue desprendiéndose cosas: una caja con vídeos y libros, su Prozak, su pasaporte...
A partir de ahí, todo se vuelve incierto, nebuloso. Un taxista relató que lo había llevado el 7 de febrero por los valles cercanos a Blackpool, hasta que se apeó en una estación de servicio cercana al puente de Severn, en la frontera entre Gales e Inglaterra. Es un punto donde se han registrado numerosos suicidios, y esa ha sido siempre la tesis más sólida sobre su desaparición. Pero se trata de un hecho envuelto en su propia mitología, porque se recogieron testimonios de supuestos avistamientos del músico en lugares como Goa (India) o Canarias.
«Richey es un enigma para el que no tengo la mayoría de las respuestas», admite el vocalista del grupo
El grupo quedó sumido en el desconcierto. Siguieron adelante –y, seguramente, la falta de Richey les llevó por un camino más comercial–, pero durante años ingresaron en una cuenta esa cuarta parte de los 'royalties' que correspondía al compañero ausente, además de instalar un micrófono para él en el escenario. James Dean Bradfield ha admitido que quizá, con el tiempo, la banda no habría logrado satisfacer las ambiciones artísticas de Richey: «Me preocupaba que, como compositor principal de la banda, yo no iba a ser capaz de escribir cosas que le gustasen», ha dicho, mientras que Nicky Wire se imagina a un Richey de 2025 más como «comentarista cultural» que como músico. Sus familiares pudieron pedir que lo declarasen oficialmente muerto a partir de 2002, pero se negaron, y la banda los apoyó: «Nada ha cambiado», dijeron. Finalmente, en 2008 se dio ese paso, con lo que Richey se incorporó al macabro Club de los 27, el nutrido grupo de músicos que han fallecido a esa edad.
Pero, entre los múltiples análisis de su destino, se mantiene la hipótesis de que simplemente se retiró del mundo y escenificó sus supuestos últimos pasos. Un libro de 2019, con apoyo y prólogo de la hermana del músico, brinda argumentos en favor de esa teoría: que desde el colegio le fascinaba la posibilidad de desaparecer, que un tío suyo estuvo perdido diez años en Texas sin dar señales de vida, que admiraba a ilustres reclusos como el escritor JD Salinger... Incluso hay quien lo sitúa en un kibbutz israelí. Una y otra vez se trae a colación una de sus declaraciones sobre el suicidio: «En cuanto a la palabra que empieza con ese, no se me pasa por la cabeza. Y nunca lo ha hecho, en términos de intentarlo. Porque soy más fuerte que eso: quizá sea una persona débil, pero puedo soportar el dolor».
En 2009, los Manics publicaron un álbum con letras que dejó escritas el miembro ausente, y también en la promoción de su nuevo disco han vuelto a hablar de él, como siempre: «Hay una realidad básica sobre Richey –ha declarado James–, y es que es un enigma para el que no tengo la mayoría de las respuestas».
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