La primera cuestión a resaltar de la decisiva jornada electoral que se vivió ayer en Euskadi es la de la participación, mucho mayor de la ... que cabía esperar ante la apatía con la que la ciudadanía vasca acogió inicialmente la campaña electoral, llegando a superar en tres puntos el 60% prepandémico, aunque todavía muy lejos del 78,9% de 2001, con una sociedad altamente politizada y polarizada entre nacionalistas y constitucionalistas.
Con todo, que casi cuatro de cada diez ciudadanos hayan decidido no ejercer su derecho al voto debe hacernos reflexionar, pues intuyo que no solo tiene que ver con el creciente descontento por el deterioro de los servicios públicos. Debe de haber un factor menos coyuntural, no sé si de índole emocional-identitario o racional-crítico que hace que un número considerable de ciudadanos haya decidido no ir a votar, evidenciando así su desconfianza en que la actual clase política sea capaz de ejercer con la debida lealtad, eficacia y honestidad el mandato democrático.
Pero vayamos a los votos contantes y sonantes, que son los que al final cuentan, legitiman y deciden cómo serán las cosas a partir de ahora. Y, con el escrutinio finalizado, no parece que estas vayan a diferir mucho.
Por una vez la demoscopia ha funcionado. Las encuestas vaticinaban un empate técnico entre PNV y EH Bildu y, con el 98,6% del voto escrutado al momento de escribir estas líneas, ambas formaciones empataban a 27 escaños, independientemente de que el PNV se reivindicara como ganador de las elecciones al mantener intacto su palmarés de imbatibilidad en votos, evitando así el temido 'sorpasso' tan largamente ansiado por EH Bildu.
Se da la paradoja, no obstante, en este caso, de que no es lo mismo ganar perdiendo que perder ganando y, si vamos al histórico, nunca una victoria tuvo tanto sabor a derrota como la del PNV que, pese a salvar los muebles 'in extremis' se dejaba 4 escaños con respecto a los 31 que obtuvo en 2020. Mientras EH Bildu sumaba 6 a los 21 que ya tenía, al fagocitar hasta su extinción a Podemos y hacerse con el triunfo en Álava, superando así su mejor resultado histórico (el del 2016), con lo que se consolida como alternativa de gobierno y como oferta electoral de izquierdas para un electorado y en un territorio tradicionalmente no abertzale.
A partir de esa realidad, puede que todo siga aparentemente igual tras estas elecciones autonómicas, porque nadie duda (ni ha dudado nunca) de que el PNV y el PSE-EE volverán a coaligarse para gobernar al sumar mayoría absoluta. Pero ya nada será lo mismo. Los jeltzales le han visto las orejas al lobo. Por primera vez han sentido el aliento en la nuca de quienes vienen decididos a desalojarles de palacio.
Habrá que ver cómo interpretan este resultado, más allá de los discursos triunfalistas de rigor de la noche electoral y si son capaces de enmendar el rumbo, con la necesaria humildad, para afianzarse de nuevo en el poder, lo que pasa por renovar, no las caras, sino las maneras de hacer, y por atraer el voto joven que es el único seguro de vida a futuro.
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