Gilbert convierte Bilbao en una gran clásica
El belga bate a Aranburu y Barceló tras subir el abarrotado monte Arraiz en un final que recuerda a la Lieja-Bastogne-Lieja
Luce Bilbao, presumida, desde el techo del monte Arraiz. Philippe Gilbert reconoce el entorno. Abre los ojos en la rampa más dura. Ve abajo ... la ciudad y, a unos metros, cómo se retuercen tras su estela Alex Aranburu y Fernando Barceló, dos perlas de 23 años. Gilbert fija entonces la mirada en la cima. A derecha e izquierda le flanquean hileras de parras de txakoli. El belga exprime sus piernas, pisotea los pedales como en una cuba de uvas y encorcha la mejor botella. Un clásico. Se siente como en casa, en las Ardenas. Nació en el recorrido de Lieja-Bastogne-Lieja. Ha ganado esa clásica y también el Tour de Flandes, el Giro de Lombardía y la París-Roubaix. De los cinco monumentos del ciclismo sólo le falta la Milán-San Remo. Tiene 37 años y está aún a tiempo. Le faltaba algo más. Una victoria en Euskadi. En Bilbao. Cuenta saldada.
«Escuchaba mi nombre en las cunetas. Me animaban», agradecía el belga. «Me encanta correr aquí. Es como estar en Flandes. Pero pese a correr muchas veces aquí nunca había ganado». Arraiz le dio la ocasión. Dos kilómetros de pared con rampas del 25%. Un muro. Gilbert es valón con corazón flamenco. Y descubrió un pedazo de Flandes en Bilbao. Su compañero De Clerc le alfombró la fuga. Y en cuanto se abrió la trampilla de Arraiz, Gilbert se colocó en cabeza. Controlando. Patrón. A Barceló sólo le repetían un nombre desde el coche del Euskadi-Murias: «Gilbert, Gilbert...». El aragonés se colocó en la chepa del belga. Como Aranburu. Dos novatos junto al maestro. «Verme detrás de Gilbert me ha puesto los pelos de punta», reconoció Barceló. Sufría emocionado. «Gilbert ha manejado el final como ha querido», confesó Aranburu. No pudieron seguirle cuando el excampeón del mundo detonó sus piernas. Perdieron, pero sonreían. Caer ante un ciclista así honra. Y da talla. El futuro es suyo.
El maño y el guipuzcoano trataron de atrapar en el descenso hacia Basurto a Gilbert, que les vigilaba entre curvas. La carretera no ofrecía tregua. Las nubes amenazaban desde El Abra. Aire de mar. Pero la lluvia se contuvo. La carretera no daba tregua. Tras la dureza vino el vértigo. Aranburu y Barceló se encogieron hasta adoptar la postura más rentable. Se acercaron a Gilbert lo justo para asistir en primera fila, a apenas tres segundos de distancia, al primer triunfo del belga en Euskadi. Es uno de los pocos trofeos que le faltan. Por eso, porque lo tiene casi todo, al entrar primero en el anfiteatro abarrotado de público de la Gran Vía bilbaína, Gilbert elevó sus dos manos y desplegó los diez dedos. Era su décima victoria en una gran Vuelta. Aranburu, segundo, y Barceló, tercero, le felicitaron con el rostro infantil de quien se acerca a un ídolo para pedirle un autógrafo.
El triunfo de Gilbert cerró una jornada para el recuerdo y ratificó que Bilbao tiene escenarios de sobra para montar una gran clásica. El belga lo confirmó al final de una etapa que salió quemando goma del Circuito de Los Arcos, en Navarra. Banderazo y gas. Corazones al galope hasta el kilómetro 107. Mil fugas y ninguna buena. Y justo en ese punto, en el descenso de Dima, una veintena de dorsales recibieron el visto bueno del equipo Jumbo, la guardia pretoriana del líder, Primoz Roglic. En un suspiro ahorraron cinco minutos. Los fugados, hermanados, sintieron que la victoria estaba en sus manos. ¿Quién sería el elegido? De hacer la selección se iban a encargar tres jueces. Inflexibles. Duros. Los altos de Urruztimendi, el Vivero y, tras el paso por el corazón de Bilbao, la subida al muro de Arraiz, un descubrimiento. Allí, antes de bajar a la meta de la Gran Vía, estaba la llave del tesoro.
Los dos kilómetros de Urruztimendi, entre Fika y Bilbao, trasladaron la Vuelta al escenario de una clásica de la Ardenas. Público entusiasta, banderas, camino estrecho y asfalto a dos tintas, seco y húmedo. El belga Gilbert, que nació en una acera de la cota de La Redoute -punto mítico de la Lieja-Bastogne-Lieja-, se sintió en su jardín. Con él iban Rojas, Boaro, Crossscharnter, Grmay, Arndt, Ventoso, Marcato, Conti..., más dos dorsales del Euskadi-Murias, Barthe y Barceló, y los dos de siempre del Caja Rural, Alex Aranburu y Jonathan Lastra, que es bilbaíno, del barrio de Rekalde, de la curva desde la que parte la subida a Arraiz.
Lastra, que una mañana vio cómo las escavadoras derriban el muro de la autopista que cegaba su casa en el acceso a Bilbao por la calle Sabino Arana, salió a tumbar la pared del Vivero. Pero fueron Crossscharnter y Grmay los que se pusieron a la tarea. La afición vasca seguía abriendo una cremallera de voces e ikurriñas. Los dos descendieron por Enekuri a Bilbao. La ciudad les esperaba. Abierta. Nueva. De exposición. Con todo el mundo en las aceras. Bilbao le ha cogido gusto a la Vuelta. Parecía el Tour. O mejor, la Lieja-Bastogne-Lieja, la decana de las clásicas. Guiño a Gilbert. Eco. El grupo fugado atrapó al dúo. Y en el primer giro de Arraiz, Gilbert ocupó la carretera. Su hábitat.
Empuñó su ambición. Veía a unos cuantos escaladores. No se fiaba. «Para meterne en la fuga he tenido que atacar treinta veces. Estaba fatigado», dijo. Todos le miraban a él. Lo sabían. Y acertaron. Les dejó atrás. Puro músculo. «Los esfuerzos de ocho minutos son los míos». Miró Bilbao desde Arraiz. Bajó a por la ciudad donde el público le jaleaba por su nombre y apellido: Philippe Gilbert, el campeón que ha convertido Bilbao en una gran clásica ciclista.
A tres minutos, en un grupo de 17 dorsales, venían Valverde, López, Quintana, Pogacar y el líder, Roglic. «No conozco los Machucos. Ahora los voy a conocer», declaró el esloveno. «Me han dicho que son muy duros». Hablaba tranquilo, convencido. Hacia esa cima partirá la Vuelta desde Bilbao, una ciudad clásica en la historia de la Vuelta.
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