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Anoche no pudo cantar por motivos de salud Oksana Dyka, que había despertado expectación al tratarse de la primera vez que abordaba el rol de ... Isolda, pero los aficionados no pueden quejarse. La sustituta dejó una gratísima impresión. Se trata de la soprano inglesa Rachel Nicholls, que a diferencia de la ucraniana ha encarnado este personaje en siete producciones, así como otros papeles wagnerianos de fuste como Brünnhilde, Sieglinde y Senta. Domina el rol y el estilo, con un tono pleno y marmóreo, que se mantiene incólume de principio a fin. A la espera de la pronta recuperación de Oksana Dyka, es muy probable que Nicholls no vuelva a salir a escena en el Euskalduna pero su incorporación ha sido más que afortunada. Llegó, cantó y venció.
Tuvo mucho de conquista esta primera función de 'Tristán e Isolda'. Es sabido que Bilbao no es un bastión wagneriano, pero el público de la ABAO tiene oídos y olfato para la buena música y no le costó rendirse a la evidencia. Pocas óperas más sensoriales que la tragedia de los amantes que ansían morir porque su pasión no es de este mundo. ¿Se trata entonces de una apología del suicidio? Ni mucho menos. Ni Wagner ni Schopenhauer (el filósofo de cabecera del compositor alemán que da enjundia metafísica a esta ópera) contemplaban el suicidio como una opción. En esta obra maestra de Wagner, basada en una leyenda medieval que reescribió él mismo, la muerte es algo simbólico. La única salida para consumar un amor eterno y ser fieles a una voluntad arrolladora.
El espectáculo, que duró poco más de cuatro horas y media, tuvo en Erik Nielsen a un demiurgo magnífico. El extitular de la BOS, que dejó la formación vasca el año pasado, ha retomado las riendas como director invitado con su disposición de siempre. Claridad en forma y contenido. La extrema complejidad de la partitura, una trama de temas y subtemas llenos de significado y empaque sinfónico, se desplegó con nitidez y llena de vida. Es la primera vez que dirige 'Tristán e Isolda', con una orquesta que lo dio todo, y los espectadores gozaron hasta el último compás. En contraste con la música, el montaje del brasileño Allex Aguilera se mostró sobrio y conceptual, con inmensas videoproyecciones para crear ambientes (marítimos y agrestes en su mayoría), algún golpe de efecto y cierta rigidez actoral.
La exigencia vocal es máxima y el objetivo es llegar enteros al final, algo que consiguió el tenor Gwyn Hughes como Tristán con la ayuda de la batuta de Nielsen. No le impuso esfuerzos titánicos por encima de sus posibilidades. A diferencia de Rachel Nicholls, el cantante galés no se siente tan cómodo en el repertorio wagneriano. Salió del paso con oficio, refinamiento y un fraseo de buena ley, aunque se le notó algo cansado en 'O diese Sonne/ Oh, este sol', precisamente durante la agonía de su personaje (lo raro es no flaquear en el tercer acto, que es bestial para los tenores).
Gwyn Hughes encarnó a un Tristán más vulnerable y vacilante de lo habitual. Un enfoque también muy válido. Joven y huérfano, no deja de ser un héroe cargado de dudas existenciales que hallará en una mujer la razón de su vida y su muerte. Sobrino del rey Marke, el viaje a Irlanda para liberar a Cornualles del pago de tributos marca su existencia. Allí conoce a la princesa Isolda. Su primer encuentro no acontece en la ópera pero se evoca para contextualizar la tragedia. Isolda cura sus heridas y se enamora de Tristán antes de descubrir que ha luchado y matado a su prometido. Saberlo no cambiará lo que ha empezado a sentir por él.
Los sentimientos de la princesa se desvelan en el dúo del primer acto entre Isolda y su doncella Brängane (interpretada por la mezzo Daniela Barcellona con un sentido melódico superlativo). Ya en ese arranque tan intenso, con 'Weh, ach wehe! / ¡Desdicha, ah, dolor!', la soprano Rachel Nicholls se hizo fuerte, con frases lapidarias y un cantar de gesta. Está claro que antes de apurar el famoso filtro de amor, ambos ya están perdidamente embebidos el uno en la otra y viceversa. Sus identidades son una y ninguna. Puro amor y voluntad de romper cadenas.
El elixir, que debía ser de muerte porque Isolda quiere cortar por lo sano y abandonar este mundo juntos, acaba siendo un brebaje de amor por un acto de compasión. Brangäne no tiene corazón para obedecer a su señora y da el cambiazo. Así se reafirma la pasión entre ambos y olvidan las convenciones del mundo. Deja de importarles el hecho de que Isolda esté prometida al rey Marke. Dechado de nobleza, el papel del monarca exige un intérprete capaz de reflejar todo el dolor y amargura por la traición del sobrino. El bajo-barítono Marko Mimica tiene la voz y apostura idóneas, pero se le vio y escuchó como ausente en el lamento del segundo acto ('Wozu die Dienste ohne Zahl /¿De qué sirvieron los favores innumerables?').
Más implicado se mostró el bajo-barítono letón Egils Siliņš en el rol de Kurwenal, el fiel escudero de Tristán, que se esfuerza por mantener la esperanza. Lo que no se entiende es la licencia escénica de mostrarlo como un suicida. Según el libreto, muere de las heridas infligidas por los hombres de Marke. No se apuñala a sí mismo en el estómago. Igualmente extravagante, pero más convincente, es el número de Butoh japonés, una danza catártica que habría dejado sin palabras a Wagner. Las contorsiones erráticas de un bailarín con el cuerpo pintado de blanco, al son del corno inglés del tercer acto, no desentonan durante la agonía de Tristán, herido de muerte por su falso amigo Melot (el tenor Carlos Daza, bien en gesto e intención).
Imposible luchar contra la fuerza del sino en esta ópera. El acorde de Tristán, fuertemente disonante, lo impregna todo. Suena como una pregunta o un enigma, más allá de certezas y armonías convencionales. Todo tiene cabida, también momentos mágicos como los avisos de Brangäne desde la lejanía (con Daniela Barcellona en lo más alto de la zona de terraza del Euskalduna), para alertar de la llegada del día a los amantes, que se encuentran en el jardín del castillo de Marke. Único momento de intimidad y paz para ellos.
Este mundo no está hecho para la pareja. Son descubiertos y el joven recibe una estocada mortal. De vuelta a Bretaña, tierra natal de Tristán, muere al poco de llegar Isolda. Marke reaparece conciliador, pero la tragedia se impone. El culmen llega con 'Liebestod / Muerte de amor' que entona Isolda. Es una pieza bellísima que se inflama en una orgía de sonidos insólita. La protagonista no tiene más alternativa que dejar de vivir, poseída por un deseo infinito de muerte. Rachel Nicholls no decayó y coronó una gran noche.
Eso sí, desconcierta en este montaje que Isolda se marche hacia el fondo del escenario, en mitad de un resplandor de focos, mientras los cadáveres de Tristán y Kurwenal, que están sobre una tarima, descienden como si bajaran a los infiernos. Resulta extraño porque Wagner tiene muy presente a Schopenhauer en esta ópera. Para ambos la pura voluntad (que en este caso está ligada al amor) no se extingue nunca. Tristán e Isolda están hechos de la misma materia. Son un fenómeno único e indivisible. Eterno.
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