«Seguimos rodeados de fuego»
Vecinos de Balmaseda y del barrio de La Herrera, en Zalla, relatan la angustia que están viviendo: «Delante de algo así, no somos nada»
Balmaseda es una población en estado de shock. Quienes presenciaron lo ocurrido ayer por la mañana no van a olvidarlo nunca y, hoy, lo relatan ... una y otra vez, lo comentan, lo analizan, como si darle tantas vueltas fuese a servir para entenderlo un poco mejor: el día grande de la fiesta, en el que por fin volvían las tradicionales putxeras después del paréntesis de la pandemia, se convirtió de pronto en una pesadilla sin precedentes. Era una jornada para andar por ahí, charlar, tomarse unos potes y quizá montarse en la barraca del Supercanguro, pero los vecinos ya no pudieron quitarse de encima la angustia ni apartar la mirada de las laderas que rodean la villa, salpicadas de llamaradas y humaredas.
«Parecía que se acababa el mundo –resume Ángel Jorge, con un tono apocalíptico que comparten muchos vecinos, porque parece el más atinado para describir lo que sucedió aquí–. El sol, a través del humo, se veía rojo como sangre». A su lado, Elena Herrero evoca sus sentimientos de aquel momento: «Fue, sobre todo, indefensión. Ni siquiera me importó que se suspendieran las fiestas, porque tenía esa congoja de que se quemaban los bosques y de que, delante del fuego, no somos nada». Cuando se cancela en el último momento esta fiesta de San Severino, significa que algo horrible está pasando: ya se hizo en 1980, aquel otro 23 de octubre en el que estallaron las escuelas de Ortuella.
Hoy el viento, más flojo que el de ayer, trae a ráfagas el tufo de la vegetación quemada. Y, en cuanto uno toma alguna de las carreteras o las pistas que trepan a las montañas, no tarda en toparse con el rastro fúnebre del fuego: el airón –o, corrigen algunos vecinos recelosos, la mano aviesa del ser humano– multiplicó los focos en torno al pueblo. En el barrio de Arbiz, Asier Orio y Susana Martín contemplan con cierta incredulidad su agroturismo, ya terminado –solo falta una mano de pintura– pero aún sin inaugurar. «Hemos estado a punto de perderlo antes de abrirlo», suspira la pareja. El incendio arrasó un caserío en ruinas y unos invernaderos que están a tiro de piedra y, cuando todo parecía perdido, respetó el negocio que han levantado Asier y Susana. Se detuvo a dos o tres metros del edificio. «Me ha dicho un bombero que ha sido gracias a que esto está limpio –explica Asier señalando el círculo sin vegetación que rodea la casa–. Es por la obra, claro, y también porque hemos limpiado la maleza y los helechos de aquel otro lado».
Asier y Susana viven en El Cristo y han pasado la noche tratando de identificar su agroturismo, allá a lo lejos. «Desde casa veo el tejado y solo lograba distinguir fuego alrededor. ¡Qué angustia! Se veían un montón de puntitos de color naranja por toda la montaña. Vi arder este caserío de al lado y dije 'pues el nuestro también'. No me he creído que se había salvado hasta que lo he visto», relata la mujer.
El pañuelo de fiestas
Iker Cirión, que utilizaba como trastero el viejo inmueble vecino, llegó a tiempo de hacer todo lo posible para salvarlo, pero fue en vano: «Intentamos apagar el fuego con una manguera de obra y con cubos. Estábamos unas cuatro personas, nos poníamos en la boca el pañuelo de fiestas para no tragar humo», comenta. Carretera adelante, está (o, más bien, estaba) el caserío de Goyo el pastor, que también ha quedado destruido por el fuego. Su amigo Juan Antonio Benítez anda por allí con su familia, pasando revista al destrozo. Es un paisaje desolador: el tejado hundido, escombros por todas partes, las botellas para la sidra hechas añicos, un árbol que sigue soltando lenguas de fuego cuando sopla el viento y un gallo asustado que corretea por el prado, como si aún lo persiguiesen las llamas. Juan Antonio está penando por su amigo: »Anoche se marchó de aquí llorando. Se llevó lo que pudo coger y las ovejas marcharon para abajo. ¡Cómo salían las llamas por todas las ventanas, fue un caos! ¡Menuda humera...! Esto es su vida, es su ganado, son sus cosas, y ahora ha ardido todo como una tea«. Se interrumpe porque a unos metros, en el monte reducido a negro, se ha desplomado de pronto un árbol.
Mientras en Balmaseda hacen ya recuento de los daños, algunos pueblos vecinos siguen mirando con pavor hacia los bosques. En La Herrera, barrio de Zalla, la montaña continua envuelta en un humo espeso y esta mañana los bomberos tendían una manguera ladera arriba, hasta el cortafuegos que protege la línea de alta tensión. Antes habían tenido que pasar una vez más por el pequeño barrio de La Mella, ceñido a la peña y amenazado por las llamas que todavía reinaban un poco más arriba. «Seguimos rodeados de fuego, lo estamos viviendo con muchos nervios. Ayer había unas llamas impresionantes a media ladera, fueron bajando y esta mañana, con el viento, se han reavivado. Los bomberos han echado un montón de agua, pero viene el viento y se reaviva otra vez. Se nos ha llenado todo de pavesas», explica Marian Orrantia, que escruta con atención de vigía el entorno de la casa de sus padres. La vegetación silvestre ha ardido hasta el límite justo de su huerta y todavía quedan ahí mismo un par de árboles que siguen llameando: Marian y su cuñada Leo van refrescando el terreno con cubos y con la débil manguera de regar la huerta. «Ya sabemos que nos vamos a pasar todo el día así».
La abuela de 99 años
Un poco más adelante está la casa de Eva Corral, una de las vecinas que ayer desalojaron sus domicilios, en vista de la proximidad del fuego. «Nos marchamos a todo correr antes incluso de que vinieran los municipales. Aquí siempre se ha dicho que, cuando el fuego empieza en la peña, pronto lo arrasa todo. Al principio yo pensaba que se trataba de calima, todo naranja y el sol rojo, pero a las nueve había unas llamas de la leche», se espanta Eva, que vive con su abuela de 99 años. «Cogí el gato pequeño y dos conejos, los metí en una caja y nos fuimos las dos. El fuego estaba por todas partes: había empezado allí, en el lado del cementerio, pero saltó hasta aquí». La abuela, Teresa Allende, no estaba por la labor de abandonar su querido hogar, el que levantó su marido cuando se casaron, pero al final aceptó que no quedaba otro remedio: «Aquí no me iba a quedar», concluye la anciana.
Por la mañana han podido volver a casa, aunque un poco más arriba sigue ardiendo el bosque y los camiones de bomberos no dejan de ir y venir. En el cielo, un alimoche lleva toda la mañana dando vueltas, como si formase equipo con el hidroavión y el helicóptero de los servicios de extinción. Doña Teresa se ha apostado en la ventana para observar el drama que se desarrolla a su alrededor, nuevo para ella a pesar de haber vivido tanto.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión