Con frecuencia me preguntan de dónde saco las historias que les traigo cada lunes. Siempre respondo que, la inmensa mayoría, las encuentro por la calle. ... Unas las veo, otras las escucho y, en ocasiones, me las regalan. Es lo que sucedió durante uno de aquellos cansinos días de viento sur, a principios de mes, que tan lejanos parecen ahora. Había sido invitado a subir a un despacho de una populosa calle de nuestra villa. Su propietario quería contarme un hecho sucedido hace décadas. Pero antes de empezar a hablar, me regaló tres tesoros.
El primero era una baldosa. De las auténticas. Tras las de virutas de hierro, que ya no existen, se fabricaron otras que también son solo recuerdo. Aquel hombre tenía algunas. Las había comprado años atrás a una empresa que las guardaba a la espera de que el ayuntamiento, o algún particular, quisiera adquirirlas. Fue su caso. Las compró y, de vez en cuando, regala una a quien considera que se lo merece. Honrados por el regalo, no imaginamos que aún quedaban otros dos.
El segundo era una hematita. Mineral, compuesto por óxido férrico, que enamoró a quienes buscaban en nuestra tierra un hierro de gran calidad. La expresión 'seguir la vena' viene de los tiempos en los que, tras descubrir este mineral de color rojizo, seguían su recorrido para dar con el filón. Fue tan apreciado que Shakespeare hace referencia a su calidad en 'Las alegres Comadres de Windsor', cuando cita la espada Bilbo, y en 'Hamlet', al referirse a los Bilboes, grilletes apreciados por su resistencia utilizados en el mundo naval para presos y esclavos.
Por la zona de El Regato lo conocen bien. O no. A veces no nos fijamos en lo que tenemos más cerca. Como me sucedió con el tercer regalo. Está por todas partes y jamás lo vi como ahora. Fue tras conocer su historia. Me refiero al legendario Rojo Bilbao, también llamado Rojo de Ereño. Hace cosa de un año fue noticia por entrar en la prestigiosa lista de las 50 rocas de Patrimonio Mundial. Así lo decidió la Unión Internacional de Ciencias Geológicas. Las razones, además de su hermosura, tenían que ver con su uso en la arquitectura y la escultura, desde el siglo I. Desde ese instante podía compartir prestigio con, por ejemplo, el mítico mármol de Carrara. De hecho, pareciendo ser de la misma naturaleza que el italiano, es piedra caliza. Su aspecto similar al mármol lo obtiene tras ser pulida.
Si quieren saber a qué nos referimos acérquense a la flamante Sociedad Bilbaina. En su fachada, y en otros rincones, encontrarán el Rojo Bilbao. También habita, no podía ser de otra manera, en nuestro Ayuntamiento, en el hall del Palacio Foral o en el Arriaga. Y son solo un ejemplo, porque está por todas partes. Tanto aquí, en las iglesias y templos de Ereño, Lekeitio y Zenarruza, como fuera en el Congreso de los Diputados de Madrid, en el argentino teatro Colón de Buenos Aires o en el mismísimo Vaticano. Y nada de ello es casual. Siempre fue un mineral muy valorado. A veces para elaborar suelos, paredes y columnas. Y en otras ocasiones para crear hermosas pilas bautismales o grandiosas estatuas.
Gran parte de la culpa la tiene su color. Ese rojo tan extraño y que lleva misterio. Se lo otorga, siglo a siglo, el óxido de hierro que mancha los sedimentos. Y lo que parecen dibujitos circulares y caprichosos son, agárrense, antiguos fósiles. Corales, moluscos y organismos marinos de los tiempos pretéritos en que todo estaba cubierto por los océanos. De hecho su nombre completo sería caliza arrecifal. Por eso, cuando quiero apreciar toda su belleza, la mojo con agua. Entonces afloran el rojo elegante y el blanco de los fósiles. Según se seca palidece. Como si entrara en un sueño eterno. Seguro que ahora la mirarán de otra manera. En mi caso, como muestra la fotografía, la he colocado junto al hierro y la baldosa. Al fin y al cabo son tres elementos que comparten y llevan por esos mundos, como apellido y a mucha honra, el nombre de Bilbao.
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