El viejo y el mar
El cuadro no resultaba el habitual del paseo matutino de los dos últimos días. Aquella mañana la playa interminable de arena blanca no aparecía desierta ... como solía. A unos metros del hotel, dos hombres sudaban la gota gorda en torno a una yola: la embarcación de madera típica caribeña, con vela latina, para la pesca artesanal.
El más viejo trataba de incorporarse a la barca. Aquel anciano grandullón de piernas largas y cabeza rotunda, se sujetaba mal que bien con ambas manos a la borda de estribor, tratando en vano de encaramarse al interior del bote, desequilibrado por el vaivén de las olas. Desde el interior, el patrón, con el torso desnudo y la piel curtida como el asentador de cuero que usan los barberos para suavizar el filo de la navaja, se las veía y se las deseaba para mantener quieta la embarcación.
Corrí por la playa y me acerqué a la barca, sujetándola por la proa para evitar el cabeceo. El viejo aprovechó el momento de sosiego y se aupó ayudado por el patrón. Pasó una pierna primero y después la otra, no sin dificultad, y cuando se hubo sentado en una de las tablas que cruzan la embarcación de lado a lado, levantó la vista y me invitó a acompañarles con un ademán enérgico de su brazo derecho. -Vamos, vamos. Acompáñenos a ver si pescamos algo. Así me ayuda usted a la vuelta para bajar de la yola, que ando jodido de remos.
Yo no tenía ninguna prisa. Así que acepté aquella invitación que más me pareció una orden, y brinqué al interior con suficiencia. No tenía a nadie esperando en el resort. Estaba solo disfrutando de unas insospechadas vacaciones, fruto de la fortuna en una promoción de Kutxabank. Nunca hubiera imaginado que se sortearan viajes al Caribe o que hubiera algún banco que diera algo a los clientes, aparte de por el saco. Así que cuando me llamaron por teléfono les mandé a la mierda sospechando un timo. Cuando me lo notificaron por mail y a través de la app del móvil no tuve más que dar por buena aquella invitación con gastos pagados a La Romana, al sureste de la República Dominicana. Si van desde Santo Domingo, antes de llegar a Higüey a la derecha. No tiene pérdida.
Y allí estábamos los tres surcando el arrecife: el patrón, un viejo achacoso y un turista accidental. A vista de pájaro, podríamos haber pasado perfectamente por uno de esos tríos de abuelos que dan la murga cantando boleros de los Panchos en los hoteles decadentes de medio pelo que menudean en la segunda línea de playa tras los ostentosos 'all inclusive' de La Romana.
Enseguida reparé en que no llevaba mis gafas progresivas. Así que no veía de cerca. En cualquier caso, allí no había mucho que hacer salvo pelar la pava y cuidar las líneas del curricán. El viejo me dijo que podía llamarle Juancar. Al patrón le decían el Chino. Ya se sabe, ojos que en vez de mirar, sospechan.
Después de prestarle unos pesos porque no llevaba dinero en el bolsillo, su cara me era conocida. Aún le doy vueltas a quién me recordaba el Juancar
Era demasiado pronto pero uno no podía hacerle ascos a unos lambís y unos ostiones con un sorbito de Barceló, para endulzarse el paladar después del saladito y el regusto a limón en los labios. Hubiera preferido un godello de agricultura heroica, pero donde fueres haz lo que vieres. Y la verdad es que el ron, con esa humedad en el ambiente del trescientos por cien -o casi-, obra maravillas en el organismo, desanuda cualquier lengua y borra de un plumazo el más mínimo asomo de timidez.
La cara de Juancar me recordaba a alguien, y su acento como de hablar con un caramelo de tofe de Viuda de Solano en la boca, me traía reminiscencias de un 'déjà vu'. Era un tío campechano. Soy malísimo para los parecidos, pero aquella cara y aquella voz me recordaban a Carlos Latre imitando a alguien. Pero como no veía un pijo, entre la ausencia de gafas y el sol aún horizontal, decidí medio cerrar los ojos y disfrutar de la compañía.
La pericia del Chino al timón compensaba la torpeza del viejo que, sumada a su envergadura, lo hacían una carga difícil de gestionar. Yo trataba de compensarlo echándole una mano al patrón en cada cosa que me reclamaba, asumiendo de facto el papel de zarramplín sin pretenderlo.
Mientras, Juancar, despatarrado en proa para dejar asentar la barriga entre las piernas, asumió el papel de animador, trenzando una conversación que no se interrumpió en toda la travesía. Fue contando averías, aderezadas con unas risas como de quien se descojona de sus cuitas y las da por amortizadas. Hablamos de lo que hablan tres hombres con una botella de ron entre manos: de mujeres. De lo que uno busca durante toda la vida corriendo detrás de ellas. Y de cómo llega el momento en que aquellas a las que perseguimos acaban por mirarnos como a un trasto viejo. El viejo me guiñaba el ojo mientras hacía algún gesto inocentemente obsceno para un hombre de su edad.
-Aquí donde me ves, confesó con solemnidad, no habrá nadie en el mundo que haya pagado un polvo más caro que yo.
-Mucho aventurar es eso, respondí sin pensarlo, movido por un automatismo. Tras varios rones y algunas docenas de lambís y de ostiones, e impelido por mi mirada curiosa, confesó el costo:
-Si te parecen poco cincuenta y cinco millones y un reino, tú dirás.
-¿A cómo está el peso?, pregunté despistado al Chino.
-Euros, terció el patrón. Creo que Juancar habla de euros.
En aquel momento, el perfil del viejo y la imagen de la moneda de un euro desfilaron por mi confundida mente. Juraría haberlo visto antes. Como diría un vitoriano, «me es cara conocida». Enseguida descarté aquella idea descabellada que asomaba por mi imaginación y que atribuí al ron y a la solana que llevábamos encima.
Desembarco fallido
Unas horas después regresamos a la playa desde la que habíamos iniciado la singladura a primera hora de la mañana. El paisaje había cambiado sustancialmente. En la costa se arracimaba un tropel de gente que levantaba los brazos haciéndonos gestos, mientras desde el bote escuchábamos los gritos y llamadas, y veíamos dispararse los flashes de los móviles entre aquel gentío.
A un gesto del viejo, el Chino viró la embarcación con un golpe de timón buscando el abrigo de una pequeña cala al oeste, inaccesible desde la playa. Los gritos seguían atronando a lo lejos. Mientras, procedimos a abandonar la embarcación precipitadamente.
El Chino echó el ancla y entre los dos ayudamos a desembarcar al viejo. Acto seguido llegó una pickup de doble cabina con un negrazo que, sin dudarlo, se acercó a nosotros de dos zancadas. Abrazándolo, levantó al viejo como si fuera una hoja, lo acomodó en el asiento delantero de la camioneta y le susurró algo al oído mientras me señalaba con desconfianza.
El viejo hizo un gesto reclamándole tranquilidad, bajó la ventanilla, y me dijo:
-Disculpa el ruido y las prisas. ¿No tendrás unos pesos por ahí? Es que me he venido sin dinero en el bolsillo y me gusta darle algo al Chino por los ostiones y la gasolina. Yo es que nunca llevo dinero, me dijo. Ya sabes. Un mal polvo y un peor desahucio.
Y que sigo dándole vueltas a quién coño me recordaba el Juancar. Y nada. Que no hay manera.
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