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Imagen del cementerio de Santa Isabel. J. Andrade

El listín telefónico y una habanera

Se non è vero... ·

Domingo, 18 de octubre 2020, 03:22

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Mucha gente odia los lunes. Hasta le hicieron alguna canción -I don't like Mondays- a la aversión a ese primer día laborable que pone fin al sesteo del fin de semana. Yo, en cambio, no puedo con los martes. Me parecen unos días desabridos e inhóspitos por los que me cuesta transitar, como si afrontara una senda empinada en un día de perros que se obstina en hacerse imposible de remontar.

Y si me da por pensar en el sentido de la vida estoy jodido. Porque como es martes, no se lo encuentro lo mire por donde lo mire. Y trémulo, me sobrecoge un agobio insoportable y me entran tentaciones suicidas típicas del martes. Ya pueden hacerse cargo de mi padecer. Y tengo que pertrecharme de argumentos para salvar el día y alcanzar el miércoles, que viene a ser como esa tabla a la que se aferra el náufrago con uñas y dientes tras el hundimiento del barco.

Y así, semana tras semana, año tras año, he ido encontrando la manera de superar ese muro que me separa del miércoles y que, finalmente, aparece como una vaguada que conduce al fin de semana y que anticipa una vida repleta de sensaciones placenteras, aunque efímeras. Pero el pasado martes ocurrió un imprevisto que a punto estuvo de desmembrarme el alma cuando ordenaba una caja de papeles viejos largo tiempo almacenada en una estantería del camarote.

El caso es que entre fotos, álbumes, apuntes y otros restos de mi peripecia vital, hallé una guía telefónica vieja del siglo pasado de Álava, creo que de 1975, de esas que editaba gratuitamente la única compañía de teléfonos que operaba por aquel entonces. Siempre me había resistido a tirarla, y había sobrevivido a docenas de mudanzas, porque en las guías de antes, cuando no existía esta idiotez de la protección de los datos personales, figuraban junto al nombre los dos apellidos, la calle en la que morabas, el número de portal y el teléfono fijo.

Aquel libro era realmente útil cuando necesitabas localizar a algún antiguo amigo, a sus padres, o a algún otro familiar. Seducido por el hallazgo, me puse a hojear aquel índice onomástico, repasando apellidos y cotejándolos con los recuerdos que se agolpaban entre el polvo y los cacharros viejos de mi memoria. Nombres de familiares, amigos y compañeros de infancia y adolescencia tan asociados a mi existencia como mi propia piel.

Repentinamente, era martes, caí en la cuenta de que prácticamente todos los que figuraban en aquella guía telefónica sencillamente ya no existían. Ni en sus domicilios, ni en parte alguna de la faz de la tierra, salvo en la memoria de los seres que los amaron, si acaso, los más afortunados.

Abrumado por aquella certidumbre, y sin estar preparado para el descubrimiento, decidí deshacerme de aquella reliquia y arrojarla a la basura. El lugar de aquel listín telefónico no podía estar en el contenedor de reciclaje de papel, por supuesto, para que sobre él reimprimieran cualquier estupidez que privara de sentido aquel rosario de nombres.

Así que, a hurtadillas, opté por cavar un pequeño agujero junto a la tapia del cementerio de Santa Isabel una tarde de otoño. Pensé que era el lugar más adecuado para depositar aquel compendio de datos de todas aquellas personas que caminaron por las calles por las que hoy deambulo y que contribuyeron a dar forma al éxito y al desastre que, aunados, definen la ciudad en la que habito.

Aquel día en que me deshice del listín no pude evitar pronunciar entre dientes una oración por todos aquellos alaveses que llenaron con sus apellidos y domicilios cientos de páginas de una historia que jamás será contada por historiador alguno, ni tan siquiera hoy por sus deudos en reuniones familiares imposibles, declaradas clandestinas y prohibidas por orden gubernativa.

Subyugado por el pesimismo y a punto de sucumbir a la desolación decidí ponerme en manos de profesionales. Lo mío y los martes era un asunto que había que zanjar de una vez y para siempre, so capa de acabar arruinando mi vida de manera irremisible. Aquello no podía durar un minuto más y ya era tiempo de atajar la angustia de una vez y para siempre. Barajé varias opciones que fui descartando, entre las que se encontraban la de acudir a la consulta de un amigo psiquiatra, visitar a una vieja compañera psicóloga o reclamar la intercesión de un cura de la parroquia de San Andrés a la que, sin yo saberlo, adiviné que estaba adscrito.

Al final, opté por zanjar la cuestión cogiendo el toro por los cuernos. Era yo o el abismo. Y me fui a un bar donde no me conocían. Y como un parroquiano destartalado desnudé mi alma ante el camarero que me miraba como las vacas al tren. Aprovechando que no había nadie, me confesé y recé el «señor mío Jesucristo, Dios y hombre verdadero, creador, padre y redentor nuestro» que me enseñara don Benito en las clases de catequesis de la parroquia de San Pablo de Ariznavarra y que aún me sale de corrido, tallado como está a golpe de vara de avellano.

Retorno a Brideshead

En la barra de aquel bar, inicié el retorno a mi Brideshead particular gracias a los sensatos consejos que aquel profesional de la hostelería tuvo a bien obsequiarme. Uno de ellos, sobre todos, resultó balsámico para el mal de espíritu que me aquejaba: -Déjese de tonterías y trabaje con las manos. Y lo de pensar, déjelo un ratico de lado , me aconsejó. No le pase como cuenta Cervantes de don Alonso Quijano, que del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro.

Desde entonces, cuando noto que el martes aparece agazapado y amenazador, tras cada lunes, dispuesto a abatir mi ánimo, me voy a la huerta y le doy a la azada como un poseso. O despliego como un atlas la tabla de planchar y surfeo las arrugas de las camisas como si fueran las olas de los mares del sur. Y cuando, a pesar de todo, la inquietud sigue tratando de buscarme las cosquillas, quedo a cenar con los amigos que me aguantan los humores y que me recuerdan que siempre fui un poco gilipollas y llorón cuando niño.

Y me aguantan cuando me arranco y canto unas habaneras y una lágrima se desliza por mi mejilla mientras entonamos el día que aquel barco de vela cargado de ron salió de La Habana rumbo a Nueva York. Y en medio del mar aquellos pobres marinos, pobres pedazos de corazón, perecieron por culpa de una borrachera del capitán del barco. Que la mar brava se los tragó. Y vuelvo a casa como un bendito. Y les dedico la última habanera a todos aquellos vitorianos cuyos apellidos llenaban las hojas del listín telefónico al que di cristiana sepultura sigilosamente junto al camposanto durante uno de mis martes de pasión.

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