La huida y un cachopo
Teníamos que salir de allí como fuera. Costase lo que costase. Quedarse no era una opción. En la Radiotelevisión del Principado de Asturias, sintonizada en ... el comedor del restaurante Puertu Chicu de Llanes, acababan de anunciar que el Gobierno de Asturias había recibido la autorización del ministro Illa para decretar el confinamiento obligatorio en toda la comunidad.
Yo estaba dando buena cuenta del primer cachopo de mis vacaciones, cuando escuché al consejero de Sanidad asturiano dando la noticia con la solemnidad de una declaración institucional. A su espalda las enseñas asturiana, europea y española no presagiaban nada bueno. El traje, de color oscuro. La corbata, espeluznante.
«Tengo el deber de anunciarles que el Gobierno de España ha aceptado la solicitud cursada ayer por el Gobierno del Principado. Acaba de publicarlo el BOE hace apenas unos minutos. Asturias permanecerá cerrada a cal y canto desde este mismo momento, las 14.00 horas del 26 de julio de 2020. Las autoridades garantizarán que nadie pueda entrar ni abandonar nuestra comunidad mientras no se suspenda la excepcionalidad de la medida ni remitan las causas epidemiológicas que la fundamentan. La gravedad de la situación así lo exige».
El impacto de la noticia hizo que el trozo de filete que acababa de meterme en la boca, mayor de lo estrictamente aconsejable, se cruzara en mi gaznate y desencadenara un proceso fulminante de asfixia, fruto del colapso del sistema respiratorio. A punto de perder la consciencia, ya imaginaba los titulares de EL CORREO del día siguiente: 'La ingesta de un cachopo pone fin a la brillante trayectoria de …'
Por fortuna, el camarero de la sidrería, un armario de cuatro cuerpos, advertido por los gritos de alarma de mi esposa y por mi torpe manoteo que recordaba a los estertores de un mudo que intentara cantar una jota, al observar cómo mi cara iba adquiriendo un sospechoso tinte amoratado, se abalanzó sobre mí y me pegó un abrazo de mil pares de cojones demostrando su pericia en aquellas lides.
Aquel mocetón sabía lo que se traía entre manos, que en aquel momento era yo mismo. Experto en las lides de desatascar atragantamientos gracias a un curso de la Cámara de Comercio asturiana sobre la mejora permanente del gremio de hostelería, me volteó como a una peonza y me hizo la maniobra de Heimlich para desobstruir mi tráquea de aquel trozo de cachopo que amenazaba con colapsar mis pulmones.
Tras la pesadilla pensé que quizás fuera pronto para emprender un viaje, entre tanto rebrote infeccioso
Al tercer estrujamiento, y tras algún crujido de mis costillas sospechosamente inadecuado, un trozo de ternera empanada rellena de cabrales y algún pimiento rojo salieron como disparados de mi boca, para ir a aterrizar en el pelucón de una señora que se afanaba en grabar el espectáculo con su IPhone, mientras tocaba disimuladamente el culo del camarero con su mano izquierda.
Sentí que el aire entraba de nuevo en mis pulmones, que mi vista conseguía enfocar de nuevo la realidad del perímetro y que mi cerebro, recuperado al fin de la anoxia, restablecía su función de raciocinio. Entonces, adueñándome de la situación por un segundo, exclamé a voz en cuello: -¡Que nos han confinado en Asturias, joder!
Allí estaba yo, completamente destartalado, sentado de nuevo frente a aquel cachopo amenazante que me retaba a un duelo personal. Me sentí un Juanito Oiarzabal frente al Annapurna, segundos antes de la última tentativa de hollar cumbre, mientras calculaba las dimensiones del desastre que estaba a punto de operarse en mi vida.
Si no estaba en la reunión de la ejecutiva de mi partido que tendría lugar en tres días podía ir olvidándome de mis aspiraciones a ocupar plaza en el nuevo ejecutivo de coalición que echaría a andar apenas en un mes. Así que sin ser visto, y en pos de mi cita con la historia, decidí abandonar a mi mujer en el restaurante, dirigirme al coche y salir pitando hacia el País Vasco. Ya la llamaría más tarde. Mi futuro político estaba en juego y era la prioridad en aquel momento.
Conduje por carreteras secundarias confiando en pasar desapercibido y poder cruzar la muga sin ser visto. Pero cuál sería mi sorpresa cuando unas luces destellantes de mil colores, como de 'Encuentros en la tercera fase', me obligaron a frenar en seco el vehículo cuando trataba de incorporarme a la Autovía del Cantábrico.
Todo se precipitó en unos segundos. Lo que parecía un extraterrestre, pertrechado con mascarilla, visera plástica, EPI, calzas verdes y guantes de color azul cobalto se acercó a la ventanilla de mi coche. El ruido de sirenas y la indumentaria facial de aquel bípedo me impidieron reconocer los ruidos guturales que aquel sujeto articulaba tras la mascarilla animándome con gestos a bajar la ventanilla de mi automóvil.
Bajé unos centímetros el cristal para evitar lo que en un primer momento me pareció un intento de abducción en toda regla. Por eso, me resistí a que se aproximara, cuando vi que su mano derecha sostenía un hisopo con la aviesa intención de meterlo por mi nariz. Nunca hubiera imaginado que aquel artefacto llegara a rascarme el cráneo por dentro, como así acabó sucediendo, cuando otro de los alienígenas se introdujo en el coche por la otra puerta y procedió a inmovilizarme con una llave de la que ni el mismísimo Canuto hubiera sido capaz de desembarazarse.
Cautivo y aterrado fui introducido en una suerte de carpa hinchable donde me colocaron una vía en el brazo y me extrajeron tres frascos de sangre en un visto y no visto. Mientras, yo repetía por activa y por pasiva que no sabían con quién estaban tratando. Que se les iba a caer el pelo. Que era un cargo público. Que quería hablar con mi secretario general y con mi abogado.
Cuando me agitaba entre contorsiones tratando de evitar convertirme en un cobaya humano, pude abrir los ojos para despertar de la pesadilla y encontrarme de nuevo en el suelo del restaurante Puertu Chicu, en brazos de aquel maromo con delantal que no era otro que nuestro camarero, con algo que parecía un trozo mordisqueado de cachopo en la mano, animándome a incorporarme y continuar degustando mi frugal menú -fabes, cachopo y arroz con leche-.
Desperté de la siesta empapado, febril y hecho un manojo de nervios. Estaba en Vitoria a punto de salir de vacaciones para Asturias y acababa de despertar de una pesadilla vivida dentro de otra pesadilla, a cuál más agónica, por culpa de un cachopo asesino. Pensé por un momento que quizás fuera excesivamente pronto para emprender un viaje, entre tanto rebrote infeccioso como anunciaban. Así que recogí mi maleta del baúl del coche y regresé a casa a rematar los últimos capítulos pendientes de 'Ozark' en Netflix. Después bajé al Gloria Bendita y me apreté un plato de jamón que quitaba el sentido con un pan con tomate y aceite picual. Definitivamente, pensé, aquel cachopo y aquella huida tendrían que esperar para mejor ocasión.
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