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'Despelote': El balón que rueda por dentro

Crítica ·

Un título independiente ya disponible para Xbox Series, PlayStation y compatibles

Martes, 20 de mayo 2025, 09:58

Recuerdo una imagen suelta, sin fecha ni contexto claro, como todas las que sobreviven al desorden de la infancia: mi hermano pateando una pelota de plástico en el pasillo de casa, con el sonido hueco que hacen los objetos que no están hechos para durar. Recuerdo su risa, el eco rebotando en las paredes, y el sobresalto de mi madre al ver el florero tambalearse, otra vez. No era un partido. Ni siquiera un juego. Era apenas una forma de estar, de habitar el mundo con los pies. Cuando jugué Despelote, fue esa imagen la que volvió, no la de los goles ni los escudos ni los campeonatos. Porque este juego, más que sobre fútbol, habla del tiempo en que la pelota no tenía dueño, solo destino.

Despelote es, en apariencia, un juego menor. Dura lo que un recreo largo. No hay desafíos, ni enemigos, ni siquiera objetivos claros. Es un videojuego que parece huir de la idea misma de videojuego, como si no quisiera molestar demasiado, como si su papel fuese pasar de puntillas por nuestra rutina, rozarnos apenas, como una brisa que huele a tierra húmeda y pan recién hecho. Pero esa aparente ligereza es solo un disfraz. Debajo, late algo profundamente íntimo, algo que no se puede medir por duración, presupuesto o mecánicas. Como un álbum familiar hallado en una caja olvidada, lo que emociona no es la nitidez de las fotos, sino lo que nos hacen recordar de nosotros mismos.

Situado en Quito, Ecuador, en los días previos a la histórica clasificación de su selección al Mundial de 2002, Despelote construye su relato desde la evocación, no desde la narración. Lo que cuenta no es una historia en sentido clásico, sino una constelación de momentos: una pelota que rueda, una madre que llama, un charco que pide ser saltado. Encarnamos a Julián, un niño de ocho años que no necesita otra motivación que la de salir a patear lo que sea mínimamente redondo. No hay barra de progreso, ni trofeos que desbloquear: el único logro es perderse, el único motor es la curiosidad.

Esa apuesta por lo mínimo, por lo anecdótico como material narrativo, es uno de los gestos más radicales del juego. No en el sentido de lo ruidoso, sino de lo subversivo. En una industria obsesionada con lo épico, con lo sobresaturado, Despelote apuesta por la infancia como territorio político: un lugar donde todo es importante, precisamente porque nada lo parece. Y lo hace con un respeto y una ternura que me recuerdan a Galder Reguera cuando habla de ver jugar a su hijo: esa mezcla de asombro, pudor y reverencia ante algo que no se puede controlar, solo acompañar.

Los desarrolladores, Julián Cordero y Sebastián Valbuena, entienden que la memoria no es una grabación, sino una reescritura constante. Por eso Despelote no busca la precisión documental, sino el temblor de lo recordado. Las texturas son difusas, como si el mundo estuviera hecho con acuarelas que alguien dejó bajo la lluvia. Los personajes, delineados en blanco y negro, flotan en escenarios de colores pastel que parecen filtrados por la nostalgia. Y los sonidos —grabados en su mayoría en el mismo parque de Quito donde transcurre la historia— no acompañan al juego: lo sostienen, lo cargan a cuestas como si fueran el hilo invisible que une presente y pasado.

Es un diseño sonoro que trabaja como el recuerdo: a ráfagas, con ecos, con idas y venidas. Escuchamos conversaciones a medio oír, gritos que se pierden entre árboles, risas que no sabemos si son actuales o memorias insertadas. Y de pronto, en mitad del juego, el mundo cambia: los colores se tornan más fríos, la música se disuelve, y los escenarios se vuelven abstractos, casi oníricos. No se trata de un giro narrativo, sino de una ruptura sensorial que marca la entrada a otro plano: el del recuerdo roto, el de la conciencia de estar recordando. Despelote se vuelve entonces metajuego, reflexión sobre su propia existencia. Como si nos dijera: esto ya no es solo lo que pasó, es lo que quedó de lo que pasó.

En ese sentido, Despelote no es un homenaje al fútbol, sino a la forma en que el fútbol se cuela en la vida. No como evento, más bien como atmósfera. Aquí, la pelota no es protagonista, es catalizadora. Une, separa, acompaña. Es juguete, es obstáculo, es excusa. Es la manera en que un niño puede hablar con adultos, acercarse a otros, explorar los límites del mundo sin necesidad de mapas. Y también es metáfora: del deseo, del duelo, de la espera. Porque en Despelote también se siente el peso de lo que no se dice. Hay menciones veladas a ausencias, a crisis, a miedos que no caben en la boca de un niño. Como si la alegría de jugar estuviera siempre al borde de deshacerse.

Y, sin embargo, no es un juego triste. Al contrario: su fuerza está en cómo sabe transmitir esa alegría sin necesidad de estridencias. Lo hace en los diálogos absurdos entre amigos, en los gestos inútiles de rebeldía (patear la pelota contra un policía, esconderla bajo un coche, gritarle al cielo), en la sensación de que el parque es un universo autónomo, una república infantil donde las normas del mundo adulto se suspenden. Ahí Despelote dialoga con el Shenmue más cotidiano, con el EarthBound más melancólico, incluso con Gone Home, si uno sabe mirar lo doméstico como algo político. Y, sobre todo, dialoga con nosotros: con lo que fuimos, o quisimos ser.

Pero lo más bello, y lo más devastador, es cuando el juego deja de ser juego para convertirse en artefacto de duelo. Cuando entendemos que no todo es tan luminoso como parecía. Que el parque también encierra peligros, que los amigos se van, que los dolores físicos son solo el prólogo de otros más difíciles de explicar. En esos momentos, Despelote se revela como lo que realmente es: una carta abierta del creador a su yo infantil, y por extensión, a todos los que alguna vez fuimos niños en un país que cambiaba demasiado rápido. Es una elegía disfrazada de tarde cualquiera. Un homenaje a la felicidad no consciente.

Porque Despelote también es político, aunque no lo proclame. En sus fondos se adivinan periódicos con titulares económicos, diálogos que hablan de escasez, de crisis, de elecciones. Pero todo eso pasa por el filtro de un niño que no termina de entenderlo. O peor: que empieza a sospechar que lo entiende demasiado bien. En varios momentos del juego, los adultos interpelan a Julián con sus cuitas. Y el niño, sin saber qué responder, mira al suelo, y patea una botella vacía. No como respuesta. Como mecanismo de defensa.

Esa tensión entre la evasión y la conciencia atraviesa todo el juego. Y es ahí donde su gesto más valiente se vuelve evidente: en hacernos jugar desde la incertidumbre, desde lo inconcluso. Despelote no da respuestas. No resuelve conflictos. No cierra círculos. Pero tampoco se refugia en el cinismo. Cree, como Reguera, en el poder de los gestos pequeños. En que patear una pelota contra una pared puede ser un acto de resistencia. En que recordar no es mirar atrás, sino aprender a mirar desde otro sitio.

Cuando termina, Despelote no deja la sensación de haber terminado. Más bien, da la impresión de que uno ha salido de una habitación en penumbra con una fotografía en la mano. No estamos seguros de cuándo fue tomada, ni de quién aparece en ella. Pero al mirarla, algo se mueve adentro. Algo que no sabíamos que seguía ahí.

Tal vez eso sea lo que distingue a los juegos importantes de los simplemente buenos: no lo que nos hacen hacer, sino lo que nos obligan a recordar. En ese sentido, Despelote es un juego que no se juega: se rememora. Y como los mejores recuerdos, vuelve cuando menos lo esperamos. Como una pelota que rueda sola por la calle, sin saber si va o viene. Solo que esta vez, sabemos que alguna parte de nosotros todavía la está siguiendo.

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