El tatuador de Auschwitz
Lotte Weis, de 94 años, era la presa 2065 de Auschwitz. Aún conserva esos dígitos «bien grandes» tallados en el brazo. Se los grabó Lale, el tatuador del campo de exterminio, que da título a un libro que ya ha vendido un millón de ejemplares
josé antonio guerrero
Domingo, 21 de octubre 2018, 00:57
Lotte luce con la dignidad de una superviviente del Holocausto un número tatuado en su brazo izquierdo. El tiempo, 76 años ya, ha ... degradado el color verde de la cifra, que aún se aprecia con nitidez. 2065. Y a buen tamaño. «Lale me lo hizo mucho más grande que a los demás prisioneros porque así tardaba más y podíamos hablar más tiempo». Lo cuenta desde su casa de Sídney Lotte Weis, la presa 2065 de Auschwitz-Birkenau. Como una más de los miles de judíos eslovacos allí deportados, Lotte hizo cola para pasar por los frascos de tinta y las agujas de Lale Sokolov, el tatuador oficial del campo de concentración, el mismo que da título -'El tatuador de Auschwitz' (Espasa)- a una de las novelas del momento: un millón de copias vendidas en 32 países y número uno en Reino Unido. Ahora acaba de llegar a España. El libro, el debut literario de la australiana Heather Morris, narra la historia real de Lale y Gita Sokolov, dos judíos eslovacos que se enamoraron en el campo de exterminio nazi, logrando sobrevivir al horror de las cámaras de gas gracias al 'trabajo' de Lale como 'tätowierer'. Esa historia de amor (con final feliz, pues terminó en un matrimonio que ha durado seis décadas) triunfa entre los muros de una fábrica de muerte, miseria y desesperanza, lo que la hace aún más extraordinaria. Para escribir la obra, Morris se reunió «dos o tres veces por semana» durante tres años con el propio Lale, que murió en 2006, tres años después que Gita, su esposa. En aquellos encuentros, Lale le desgranó con los ojos humedecidos su vida en aquel matadero, donde sangre, vómito, orina y heces se entremezclaban en cavernosas habitaciones llenas de cuerpos desnudos, apilados unos sobre otros con las piernas retorcidas. Morris también recurrió a Lotte Weis, que coincidió con Lale y Gita en aquel infierno. A sus casi 95 años, los cumplirá en noviembre, Lotte guarda inalterable en su memoria aquel instante en que el 'tätowierer' de Auschwitz grabó esos números, hoy convertidos en un símbolo de orgullo y resistencia.
En 1942, Lotte vivía en Bratislava, entonces Checoslovaquia, donde también trabajaba Lale como rotulista de unos grandes almacenes. Con unas semanas de diferencia, los dos acabaron en uno de aquellos trenes del Holocausto que transportaban a los judíos a Auschwitz como si fueran ganado. Tatuado él mismo con el número 32407, Lale se encargaba de 'sellar' a los recién llegados. Al principio, como ayudante del 'tätowierer' del campo, un francés de nombre Pepan, profesor de Economía en el París ocupado, que acabó confinado en Auschwitz por criticar a Hitler. Un día Pepan desapareció y Lale pasó de ayudante a tatuador oficial. Quizá saber seis idiomas (eslovaco, alemán, ruso, francés, húngaro y un poco de polaco) le facilitara las cosas.
Perforar la carne de aquella pobre gente era una tarea espantosa, pero se aferró a esas agujas como si le fuera la vida en ello. En realidad, así era. Tatuar y ser tatuado era una primera opción para sobrevivir en Auschwitz. Y él se propuso no acabar en los hornos crematorios, aunque para ello tuviera que obedecer y ganarse la confianza de los 'kapos' nazis, una «culpa» con la que cargará siempre, a pesar de que esa complicidad con los verdugos le permitió hacerse con víveres y medicinas que luego entregaba a los deportados más necesitados.
No les miraba a la cara
Lale evitaba levantar la vista más allá del brazo que le extendían bajo sus ojos. Prefería no mirar a la cara a aquellos rostros aterrorizados. La mayoría, judíos como él. Se concentraba en recoger el trozo de papel con unos dígitos garabateados y transferirlos a la piel de quien se lo entregaba. Apretaba la aguja contra el brazo y tallaba los números lo más rápidamente posible antes de frotar sobre la sangre un trapo mojado en tinta verde. Procuraba hacerlo sin brusquedad, pero consciente del dolor que infligían esos punzones, un dolor físico y moral. «Como te puedes imaginar, era muy humillante saber que a partir de ese momento dejábamos de tener un nombre y pasábamos a ser un número», ilustra la nonagenaria Lotte Weis. Recuerda con claridad aquel día en que guardaba la fila junto a otras mujeres con las cabezas rapadas a la espera de entregar su trozo de papel con el 2065. «Cuando llegó mi turno, reconocí a Lale porque él trabajaba en unos grandes almacenes de Bratislava a los que yo solía ir antes de la guerra. Entonces él, hablando muy bajito, casi en susurros, me preguntó si sabía algo de su familia, si le podía contar cualquier noticia de ellos, así que me dibujó unos números bien grandes, mucho más que los de los demás presos, para poder seguir hablando un ratito más. Eso sí, fue muy delicado con mi tatuaje», resalta Lotte, que nunca sintió ira hacia Lale ni le reprochó aquel deshonor «porque los nazis le forzaron a hacer ese trabajo si quería seguir vivo».
EL MATADERO DE AUSCHWITZ
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Cuatro millones de muertos De este campo de exterminio polaco se ha dicho que, aunque sin tumbas, es el mayor cementerio del mundo. Hasta hace unos años se manejaba la cifra de 1,5 millones de personas ejecutadas en Auschwitz-Birkenau. Pero, según la información que se conserva en los archivos del antiguo KGB, las SS mataron allí a más de cuatro millones de presos, judíos en su inmensa mayoría, entre 1940 y 1945.
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7.500 supervivientes El 27 de enero de 1945 el Ejército soviético liberó Auschwitz. Encontraron a 7.500 supervivientes. «Les vimos en las caras que los habíamos sacado del infierno», dijo un testigo ruso.
Es precisamente en una cola como esa en la que Lale se enamora de Gita, al saltarse esa autoimposición suya de no cruzar sus ojos con los demás deportados. Cuando Gita llega junto a Lale, él le sostiene el brazo y ve que ya hay un número allí, el 34902, pero se ha desteñido y debe repasarlo. Empieza con el 3, trata de hacerlo con suavidad, pero la aguja no penetra lo suficiente y vuelve a clavar el punzón. Sale sangre, duele, pero la joven, que apenas tiene 18 años, ni se inmuta. Sabe que un gesto de dolor equivale a debilidad y los nazis mandan a los débiles a las cámaras de gas. De algún modo, el tatuaje es una garantía de no morir ese día, un pasaporte vital que puede caducar en cualquier momento. Lale se demora unos segundos más con el brazo de Gita, los justos para que un oficial alemán de bata blanca (se intuye que es el sádico doctor Mengele) agarre la cara de Gita y la mueva con brusquedad de un lado a otro. Los labios de la joven están a punto de separarse para musitar un gemido, pero Lale le aprieta con fuerza el brazo para detenerla. Ella lo mira sorprendida y él le hace un gesto con la boca: «Chiss». Al fin, el tipo de la bata blanca le suelta la cara y se aleja. «Bien hecho», le dice en voz baja Lale, mientras se dispone a tatuar los cuatro números restantes: 4902. En ese instante mira a los ojos de la chica y descubre a la mujer de su vida. A Lale le acercan otro trozo de papel y, cuando vuelve a levantar la vista, ella ya se ha ido. Han sido unos segundos, pero acaba de caer rendido ante la reclusa número 34902. Ignora su nombre, y, sin embargo, sabe que ya no volverá a amar a ninguna otra mujer.
Ahí es donde arranca la historia de Lale y Gita, un romance cincelado entre las agujas de un campo de exterminio que es también una crónica de resistencia en medio de un paisaje sombrío y desolador. «No llegué a conocer a Gita, pero el mensaje que ella y Lale nos han dejado y que yo he intentado transmitir en la novela es que el amor y la esperanza, combinados con el coraje y la voluntad de sobrevivir, pueden con cualquier cosa por muy mal que pinte», señala la escritora. Morris acaba de llevar su libro a la Feria de Fráncfort y estos días prosigue su gira europea por Praga, Londres, Varsovia y Bratislava, sin que, de momento, vaya a recalar en España.
Las vidas de Gita y su tatuador se separaron poco antes de la liberación de Auschwitz por los soviéticos, el 27 de enero de 1945. Esa es otra odisea que Morris también narra en el libro. Él la buscó hasta la desesperación por toda Checoslovaquia, recorriendo ciudades bombardeadas y pueblos devastados, haciendo guardia en las estaciones de tren a donde llegaban los que salían de los campos de concentración, preguntando en la Cruz Roja... hasta que un día dio con ella en Bratislava, en su calle principal. Con el corazón desbocado, cae de rodillas y sólo le pregunta: «¿Te casarás conmigo?».
Y sí, se casaron en octubre de 1945, se establecieron en Bratislava y allí montaron un próspero negocio de telas que tres años después fue nacionalizado por los soviéticos. Huyeron a París y en 1949 zarparon rumbo a Australia para asentarse en Melbourne. Gita murió el 3 de octubre de 2003 y Lale, el 31 de octubre de 2006.
Lotte Weis aún les recuerda como un matrimonio «encantador» y muy hospitalario: «Les visité muchas veces en Melbourne y siempre fueron muy acogedores conmigo». Aún hoy se sigue mirando con orgullo los números de la infamia que el 'tätowierer' le estampó en su brazo izquierdo cuando era una muchacha de 20 años. Ella también acabó lejos de su hogar en Bratislava. Primero recaló en Nueva Zelanda y luego en Australia, en Sídney, donde hasta hace poco ha ejercido de guía del museo judío. Lotte ha observado esos cuatro dígitos cada día de su larga vida y jamás los ha querido borrar. Le dicen que no hay que olvidar el calvario que pasó, pero hacerlo sin odio. «Especialmente pienso en las nuevas generaciones de niños alemanes que han sido educados para saber qué hicieron sus abuelos».
- ¿Y a usted qué le decían los niños de Nueva Zelanda cuando le veían esos números? - Me preguntaban por ellos, y yo les decía que era mi número de teléfono, jajajaja.
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