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Desolación en los pueblos arrasados por el fuego en Navarra: «Solo quedan cenizas, dan ganas de llorar»
En mitad de un paisaje arrasado, vecinos de Legarda y otros pueblos navarros cuentan cómo han luchado contra los pavorosos incendios
Solo faltaba el cordero. El sábado, a eso de las dos y veinte del mediodía, veinticinco personas estaban a punto de celebrar una comida en ' ... la sociedad' de Legarda, el bar comunal que ocupa las antiguas escuelas de esta localidad navarra de un centenar de habitantes, situada en la falda sur de la Sierra del Perdón. Estaban aguardando a que les trajesen el asado y, mientras tanto, salieron a tomarse una cerveza al mirador. «Se oía una cosechadora trabajando, pero no la veíamos, porque estaba en una vaguada», recuerda el alcalde, Silvestre Belzunegui. Parece probable que fuese una chispa de esa máquina lo que desencadenó el desastre: en cuestión de minutos, Legarda se convirtió en un pueblo asediado por el fuego, que cercó casi por completo el casco urbano.
«Defendimos el pueblo como pudimos. A uno lo pusimos en un tejado para dar manguerazos»
El alcalde lo relataba ayer con el espanto todavía en la cara. «Nos dijeron que salía humo y, un momento después, ya eran llamas de cuatro o cinco metros. El viento las traía hacia nosotros, pero las paró una finca en barbecho y entonces empezaron a avanzar hacia otro lado. El fuego iba hacia un caserío y les llamé para avisarles. 'No va a saltar la autovía', me dijeron. 'Sí la va a saltar', les contesté. Y pasó, claro que pasó. Era eso que llaman una tormenta perfecta: en los incendios forestales se suele hablar de la regla de los tres treintas, que es cuando la temperatura supera los treinta grados, el viento sopla a más de treinta kilómetros por hora y la humedad está por debajo del treinta por ciento. Pues bien, aquí el otro día eran más de cuarenta grados, cuarenta kilómetros por hora y un diez de humedad. Era un chorro de aire ardiendo». Los vecinos contemplaron, entre el horror y el desconcierto, cómo el fuego abrazaba Legarda a una velocidad vertiginosa. Miles de trocitos de cereal ardiendo salían volando y después caían como bombas incendiarias. «Vimos cómo impactaba uno en mitad de un sembrado y se quemaba el campo entero en un momento. Todo prendía como la yesca», explica el teniente de alcalde, Alberto Bermejo.
«Íbamos a hacer una subasta de 50.000 euros de madera y no queda nada. Es mucho dinero»
Aquella mañana habían regado las calles y las mangueras seguían colocadas. «Treinta personas defendimos el pueblo como pudimos. A uno lo pusimos en ese tejado para que diese manguerazos desde ahí -dice Silvestre, señalando una casa cercana-, porque si el fuego pasaba al otro lado se nos quemaba un tercio del pueblo. En los milagros no creo mucho, pero esto a lo mejor se puede llamar así». Ciertamente, sobrecoge el anillo casi completo de terreno quemado que rodea Legarda, bien ceñido a sus límites. El paisaje, del que se enorgullecían los vecinos, parece ahora un siniestro dibujo al carboncillo, y el viento viene cargado de olor a hollín y, de vez en cuando, trae el inesperado matiz a incienso de la resina quemada. «Aquí nos han dado premios al medio ambiente. El último, en febrero. ¿Y qué queda ahora? Solo cenizas. Tenemos el premio para recordar lo que era esto», se desespera el alcalde.

En un paseo por Legarda, Silvestre y Alberto van haciendo recuento de los destrozos: desde las tres casas reducidas a ruinas (afortunadamente, solo una seguía en uso y el sábado estaba desocupada) hasta los coquetos rosales consumidos por las llamas. También llaman la atención los caprichos del fuego: un ciprés indemne junto a otro del que solo queda un muñón ennegrecido, un mínimo pasillo de cereal dorado que atraviesa la desolación del paisaje, la serrería que parecía condenada y se libró en el último momento... Junto a una de las casas destrozadas, una grúa retira un viejo Mercedes, también sin daños en mitad de la destrucción. «Es increíble que esté entero. Mira, ahí a un metro todavía sale humo. ¡Puedo dar las gracias a Dios!», suspira el propietario del coche, Paco Morilla, amigo del dueño de la casa. Al otro lado del pueblo, Fermín García y Asunción Izcue llegan desde Pamplona para comprobar cómo ha quedado esa finca que era su ilusión desde hace cuarenta años: «Está todo quemado, dan ganas de llorar. Las plantas que no han ardido están también muertas, deshidratadas: los frutales, los pinos...». En cambio, las cámaras que tienen instaladas en el terreno siguen funcionando y estas noches, desde su casa en Pamplona, Fermín y Asunción se conectan y ven el rojo de los rescoldos que pasan desapercibidos de día.
«Está todo quemado, dan ganas de llorar. Las plantas que no han ardido están también muertas»
En todos los municipios de la comarca se pueden recopilar historias parecidas a la de Legarda. El sábado y la madrugada del domingo fueron una pesadilla, con tantos frentes de fuego que los bomberos no podían atenderlos todos: muchos vecinos se vieron solos en el combate con las llamas. Y, aunque fuese por los pelos, vencieron: estremece ver cómo la huella del fuego, que ha devastado el monte, se detiene justo en el umbral de los pueblos. En Puente la Reina, a unos metros del albergue de peregrinos, un camión cisterna totalmente quemado evidencia la suerte que habrían podido correr las casas. Jorge Giménez y Alejandra Vidal, dos argentinos que caminan hacia Santiago, se detienen a retratar la gigantesca chatarra: «Venimos desde Pamplona y estaba todo quemado. Uno sufre viendo este desastre en un país tan lindo. Yo soy agrónomo y me duele ver un árbol quemado», se compadecía Jorge.

«Iban con el fuego en el culo»
En Echarren de Guirguillano, donde vive una treintena de personas, los agricultores se jugaron la vida para mantener a raya las llamas. «Estamos al otro lado del río Arga y el fuego lo cruzó. Nos llamaron y nos dijeron que estábamos solos, que hiciéramos lo que pudiéramos, que lo que pasara era cosa nuestra. Empezamos a regar y los agricultores se pusieron a abrir cortafuegos. Se quedaron allí cuando hubo que desalojar el pueblo», relata la joven Silvia Yoldi. Su padre, que posee una granja de pollos, fue uno de los que se expusieron al peligro. «Estaba en medio del monte, haciendo los cortafuegos, y le decíamos que saliese de allí ya. Iban con el fuego en el culo». Un amigo de Silvia, Roberto Bernad, procede de otro pueblito, Artazu. Allí reunieron los pocos tractores que tenían y recibieron la ayuda de la cooperativa de Puente la Reina, que subió algunos más. «Estábamos todos preparados con ramas para apagar lo que saltase hasta allí. Si no llega a ser por los agricultores...».
En Legarda, el alcalde y el teniente de alcalde contemplan con desánimo el nuevo paisaje, como tratando de acostumbrarse al cambio brusco que ha experimentado su pueblo. «Yo le digo a mi hija que ella conocerá algo mejor, pero yo ya no», comenta Silvestre. ¿Y ahora qué? «Algunos campos de cultivo tendrán seguro, pero los montes y la repoblación forestal no. Íbamos a hacer una subasta de 50.000 euros de madera y no queda nada: es mucho dinero para Legarda». Eso sí, al final se comieron el cordero: «Sí, a las diez de la noche, todos reventados. Para entonces ya vimos que lo que se había quemado no tenía remedio y, de alguna manera, no dejaba de ser un mal menor. Así que nos comimos el asado y nos tomamos unas cervezas».
Mejora la situación en Navarra, con el mayor riesgo en Gallipienzo
La situación generada por los incendios en Navarra mejoró algo ayer, según explicó por la tarde la directora general de Interior de la Comunidad foral, Amparo López, que no obstante advirtió de la «incertidumbre» ante los «rebrotes» que podría haber si continúa el viento y no aumenta la humedad. El mayor riesgo se concentra en la zona de los dos Gallipienzos, Nuevo y Antiguo, cuyos vecinos fueron desalojados, como lo están en otras cinco localidades. Los trabajos continúan también en los focos de Los Arcos y Lodosa, ahora controlados, y en Yesa.
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